sábado, 15 de junio de 2013

Al escondite

Se tapó los ojos y se puso de cara a la pared. Y comenzó a contar en voz alta. "Uno, dos, tres...". No era la primera vez que jugaba al escondite en la vieja buhardilla. Era divertido hacerlo allí. Distinto. Casi como un juego de detectives. O de caza. Todo era más fácil si había algún rastro que seguir.

"Diez, once...". La capa de polvo era la mejor pista. Lo cubría todo, desde el suelo hasta las sábanas que escondían parcialmente los apolillados muebles y los incontables cajas y cachivaches. Bastaba con saber seguir las huellas de una pisada aquí, una zona más limpia de lo normal allá y pronto aparecía alguien reflejado en algún sucio espejo, mientras se trataba de tapar la boca para contener un grito de sorpresa.

"Diecinueve, veinte, veintiuno...". También estaban la viejas tablas de suelo. El repiquetear de los zapatos al correr o los chirridos que escapaban como pequeños grititos de queja cuando se pisaban algunas de ellas, por mucho cuidado y lentitud con que se hiciera. Eran otro indicio estupendo para saber por dónde empezar a buscar cuando se acabase la cuenta. Tan solo bastaba estar un poco atento a lo que sucedía alrededor. Y Marcos, desde luego, lo estaba.

"Treinta y dos, treinta y tres...". Conocía bien aquel lugar. Cada esquina oscura, cada tabla suelta. Sabía, en cada hora del día, hacía dónde apuntaban los rayos de sol que se colaban por las claraboyas. Si se lo proponía, podría andar por allí con los ojos cerrados sin tropezarse con nada. Allí se encontraba cómodo. Era su ambiente.

"Treinta y nueve, ¡Cuarenta! ¡El que no se haya escondido, tiempo y lugar ha tenido!". Se destapó los ojos, nervioso. Porque en esta ocasión no había oído chirriar ni una sola tabla. Ni un solo paso, ni un solo sonido a lo largo de toda la cuenta; solo su voz resonando en el espacio vacío del antiguo desván, y aquellas dos respiraciones cada vez más agitadas a su espalda, en el otro extremo de la amplia estancia. Y eso le erizaba los pelos de la nuca. Debería girarse y mirar. No quería hacerlo, le temblaban las piernas de pensar que seguirían allí, que no se habrían movido ni un centímetro. Pero debía hacerlo. Ahora.

Se armó de valor y dio la espalda a la pared. Y al verles de nuevo gritó. Gritó con todas sus fuerzas. Porque, como tanto temía, ahí seguían. Los dos niños, con aquellos camisones blancos, abrazados y apretujados contra la esquina más sombría del desván; con las caras contraídas por el mayor de los terrores y los ojos a punto de saltar de sus órbitas, estallando en sollozos, con sus pálidos rostros cubiertos de lágrimas y mucosidad. Atrapados en el más profundo de los horrores.

sábado, 5 de enero de 2013

G.

Nunca he creído en las señales. No creo que exista un hado, ni siquiera que ante nosotros tengamos distintos caminos abiertos hacia una serie limitada de destinos. Me niego a pensar que todo lo que pienso, decido y llevo a cabo, que cada paso que doy, que cada vuelta del destino, no es más que la siguiente página que leo de un libro ya escrito hace tiempo.

No quiero.

Mi mundo, con sus alegrías y sus desdichas, es únicamente mío. Mis errores y mis aciertos, mi suerte y mi desgracia, mis recuerdos y mis anhelos, son todos y solo míos. Y de nadie más. A mi me pertenece el derecho de conducir mi vida hacia el objetivo que desee en cada instante. Y el que lo alcance, no depende de ningún demiurgo que juega desde las sombras con las cuerdas de la marioneta que escribe estas líneas. Yo, y únicamente yo, soy el responsable y la única entidad con la capacidad de hacerlo.

Y sin embargo...

Sin embargo, a veces dudo. A veces quiero creer. A veces quiero dejarme llevar y abandonar la responsabilidad de mi futuro, de mi pasado, de mi presente. ¿No sería todo más fácil? Dejarse llevar por lo que dicten las Moiras en su hilandería de vidas, descansar de la necesidad de tener que guiar los propios pasos en función de las metas y la conciencia de uno mismo. Resignarse ante los deslices y regocijarse de que Fortuna los compense con cada sonrisa que acuda al rostro.

Pero no. No debo equivocarme. Soy conocedor de la verdad. Soy sabio. Sé que mi realidad es el fruto de mis manos y de mi sudor, de mi experiencia, de cada dirección que con libertad tomé en cada bifurcación en el pasado. Y que así será para siempre.

De todas formas, esta noche...

Esta noche quiero confiar un poco. Quiero desconectar durante un tiempo mi mente racional y dejarme llevar por una vez. Aunque solo sea una vez. Haré caso al presagio. Solo a este. Solo en esta ocasión. Pero lo haré. Quiero hacerlo. Es mi elección. Aunque, ¿tiene sentido que mi elección sea, en cierto modo, dejarme arrastrar por lo que se esconde tras este augurio y dar oportunidad a que la profecía sea cierta, y al mismo tiempo creer en mi libre albedrío? No lo sé... En cualquier caso, ya lo discutiré con mis hermanos de camino. Ahora es momento de pedir a los pajes que ensillen el camello y ponerme en marcha.

Hacia el oeste.

G.