viernes, 30 de septiembre de 2011

Creo

Creo en ti. En tu estúpida actitud hacia la vida. En tus prejuicios infundados y en cada uno de tus miedos e inseguridades que te hacen comportarte como un energúmenos antisocial. Creo en tu soberbia arrogancia cuando te crees en poder de la verdad absoluta, así como creo en la inmensa vergüenza que te devora por dentro cuando finges seguir sosteniendo argumentos que has descubierto falsables. Sin olvidar tus cansinas quejas por todo, tus continuos desprecios, tu irresponsable incapacidad para pensar en el futuro, tu cabezonería, tu hipocresía, tu tendencia al odio fácil y desaforado, tu grosería, tu falsa suficiencia, tu egoísmo y tu agotadora tendencia a inmiscuirte en la vida de los demás. En todo ello creo.

Este es mi credo. Un credo plagado de oscuros y repulsivos habitantes que te moran y empequeñecen como ser humano, como ser amado, como ser amable.

Por todo ello creo en ti, ¡idiota! Así que espabila y quítame argumentos para seguir haciéndolo. A ver si así, de una vez, conseguimos que seas tú quien crea en ti.

jueves, 29 de septiembre de 2011

¿Uno más en la familia?

-¿Lo ha vuelto a hacer?

-Ajá. Está afuera, esperando.

-Qué curioso… ¿Y te he ayudado, como las otras veces?

-Exactamente igual… ¿Dónde lo dejo? Así voy cortando su parte. Se la daremos, ¿no?

-Sí, sí, claro… Ponlo ahí mismo.

-Creo que lo entiende.

-¿Cómo que lo entiende?

-Que entiende lo que quiero hacer. Me ayuda a hacerlo. Y luego me sigue, para que le demos su parte. Es como si lo entendiera y lo hiciera a propósito.

-¿Cuántas veces van ya?

-Esta es la cuarta.

-¿Te das cuenta de que quizá no pueda hacerlo por sí mismo? Quizá, sí no le diésemos nosotros su parte, se moriría.

-Sí, es posible. Cojea mucho.

-¿Por eso lo abandonarían los demás?

-Quizás huyó.

-Quizás…

-Ya lo tengo cortado, voy a…

-¡Cuidado! ¡Mira!

-¿Qué…?

-¡Ha entrado!

-¡A pesar del fuego!

-Está claro que no es como los otros.

-Pero está muerto de miedo, ¡fíjate!

-Y de hambre, seguro… si no, no habría entrado.

-¿Se lo doy aquí o se lo echo fuera?

-Dáselo aquí, a ver que hace...

-Toma, pequeño…

-¿Cuánto tiempo tendrá?

-Por su tamaño… yo diría que no mucho. Es posible que sea de este año.

-Míralo, con que hambre come… y parece que... como si estuviera a gusto aquí dentro; ya no parece tan temeroso...

-Es extraño. Quizá podría… quedarse aquí… podríamos… seguir usándolo y…

-Y que nos ayudara, sí. Por lo que dices, es muy útil asustando a la caza, haciendo que venga hacia nosotros.

-Podría ser como… un ayudante, uno más de la partida.

-Ya iremos viéndolo, sí…

-¡Mira como mueve la cola!

-¿Por qué hará eso?

-No sé… parece contento.

Los derrotados

Estamos rodeados. Es el fin. Os he reunido con urgencia porque necesitaba que conocierais cual era nuestra situación. Y la situación es esta: nos han vencido. No hay nada que podamos hacer. En cuestión de minutos acabarán con nosotros. Han tomado las posiciones clave: aquí, aquí y aquí. Con eso, y con las zonas que ya controlaban… no hay escapatoria posible. Se acabo, nos tienen. En cuanto empiece su asalto final acabarán con nosotros.

Esta será nuestra última reunión. Habéis sido unos oficiales ejemplares. Habéis enardecido a vuestros hombres, habéis hecho que sacaran lo mejor de sí mismos. Estoy orgulloso de vosotros, de ellos, de todos. Todos habéis sabido dar lo mejor de vosotros mismos en este día tan aciago. Volvería a contar con todos y cada uno de estos hombres, valientes, que hoy sé que se sacrificarán conmigo. Porque es lo que os quiero pedir: no nos rindamos. ¡Luchemos! Si este es nuestro fin, que no sea en vano. Salgamos ahí fuera, saltemos de nuestras posiciones y ataquemos las del enemigo. Lancémonos en una última carga final y acabemos esta guerra con nuestras armas en las manos. Que todo termine como comenzó: con un grito en nuestros pulmones, un enemigo en nuestro punto de mira y un corazón henchido de orgullo en la defensa de por lo que lucha: ¡nuestro barrio!

Así que reunid a vuestros hombres y cargad con todos los globos de agua que estén listos. No dejaremos que todos esos idiotas del barrio Bajo se vayan a casa secos. Hoy nos empaparán a todos nosotros, pero no seremos los únicos. ¡A la carga! ¡Viva el barrio de San Miguel! ¡Al carajo el Bajo!

¿Te has fijado bien?

¿Te has fijado bien? ¿Te has dado cuenta de lo que hay detrás de esos ojos que te miran embelesados? No lo hacen por querer agradarte. Son puro sentimiento. Un sentimiento que provocas tú, por el simple hecho de ser tú mismo. ¿No es escalofriante? ¿No debería darnos pánico provocar una sensación así en los demás? Que lleguen a pensar que somos lo máximo, lo único, el todo de sus vidas... ¿Tan necesario es entregarnos tan enloquecidamente al amar a alguien?

Hay quien no lo vive así, claro. Pero ahora estoy hablando con vosotros, con los que amáis hasta que duele, los que os deshacéis por el deseo de anticipación de una caricia, quienes veis en cada beso un trocito del cielo en la tierra, y para quienes escuchar vuestro nombre susurrado al oído por esa persona tan especial hace que el mundo se vuelva de pronto borroso, patas arriba, y un mareo calentito y dulce inunde cada célula de vuestro ser. Seguís ahí, ¿verdad? ¿Y a qué os lo estabais imaginando? ¿A qué deseáis todo eso ahora mismo?

Y el que despertemos sentimientos semejantes en los demás, en la persona que nos ama… ¿no os da que pensar? ¿No os planteáis la gran responsabilidad que eso supone? Lo mucho que depende esa persona de nosotros, lo muchísimo que hay que cuidarla y mimarla, la infinidad de atenciones y desvelos que merece… Y si encima la amamos con esa misma intensidad, ¡ay!, entonces gozaremos por cada instante en que demostrar nuestro amor se vuelva alegría en su rostro; porque esa alegría, como en el refrán, será reflejo de lo que inunda su alma. Cómo ahora, que te está mirando con esa sonrisa, con esos ojos vibrantes y llenos del vivo brillo de los sueños hechos carne.

Mírala, mirándote. ¿Te has fijado bien?

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Buf, qué tortura de persona...

De verdad que me aburres. Profundamente. Siento ser tan directo, pero creo que es lo mejor. No nos andemos con medias tintas: aburres. Como una ostra. Eres soso como tu solo, cansino, repetitivo, adusto, seco, pesado. Lo tienes todo, eres el perfecto arquetipo de persona aburrida. Quien te dice que te soporta lo hace por lástima o por interés, pero todos mienten. Y lo peor es que seguro que lo sabes. Seguro que eres consciente de todo. Pero o no te importa o te compensa, porque desde que te conozco siempre has sido igual. Qué horror. Qué desesperante es estar contigo. Qué sensación de perder el tiempo más profunda instalas en los demás. Eres como una eterna carta de ajuste, con ese pitido silbante tan incómodo de fondo. Eres una auténtica cruz de persona. Tenía que decírtelo.

Y no, no me mires con esa cara de alucinado, de haber visto a un fantasma, que no me engañas. Que todo esto lo sabías. Que vale, es un poco raro que un gato te hable, y más para decirte esto, pero tampoco es para tanto… Es que no podía aguantármelo más, que quieres que te diga: o lo suelto o reviento. Por cierto, ¿me has cambiado la arena? Es que encima eres vago, ¿eh? Qué suerte la mía, uf…

martes, 27 de septiembre de 2011

El final de sus días

Pasaron los días, las semanas, los meses... Él notaba como su futuro se iba haciendo más y más corto. Pronto no sería de utilidad para nadie; pronto dejaría de poder crear cosas nuevas, de inventar, de dar forma a los sueños que otros soñaban por él.

Le gustaba cuando le trataban con cariño. Cuando se encargaban de afilar su ingenio y se sentía estrechado y arropado con fuerza y suavidad al mismo tiempo. Entonces es cuando se sentía más valioso. Sabía que estaba siendo realmente útil para esas personas que tanto empeño ponían en sacar lo mejor de él. Y eso le hacía darse al máximo y conseguir que estuvieran de lo más orgullosos de aquel equipo que formaban entre todos. Pero él era consciente que esos días se estaban acabando, que el final llegaría muy pronto.

Un día de estos dejaría de valerles para nada, y ese día se desharían de él; encontrarían a otro para su trabajo y se olvidarían de él, como si jamas hubiera existido. Y se acabaría el sentir sus manos firmes y calientes pegadas a su cuerpo. Se acabaría la ocasión de traer a la realidad las imágenes de sus pensamientos. Se acabaría todo lo que él era. Porque él era lo que hacía, y ya nunca más nadie lo usará para hacer nada. ¿Cuanto quedaba para eso? ¿Una? ¿Quizá dos visitas más al sacapuntas?

Anoche, mientras dormía

Me dijo: "para mí eres... un sábado". Hizo una macro sobre los poros de mi mejilla con su máquina de congelar momentos. Click. Y revolvió el café humeante una vez más. "Creo que ya estás templado", le dijo a la taza, mientras la rodeaba con sus manos. Luego me miró: "¡Eh!, ¡qué te digo a ti!". Y rió divertida. Y su risa dejó paso a una sonrisa de cocodrilo, como sonreirían los gatos si lo hicieran al jugar con un ratón acorralado.

"Sí, eres un sábado", dijo entre un par de rápidos sorbitos. "¡Y me encantan los sábados! Sobre todo los sábados como tú." Y volvió a levantar su cámara. Click, click.Y sonrió de nuevo. Pero esta vez solo sonreían sus ojos. O al menos era todo lo que yo podía ver. Mi mirada no podía escapar de esa sonrisa escondida tras dos pupilas grandes y negras, como pozos sin fondo, en las que caía y caía y caía. Y aunque debería haber sentido cierta desazón, no lo sentía. Al revés: se estaba muy a gusto perdido, cayendo sin fin, en esos ojos.

Y me desperté. Pensé que, quizá, si volvía a conseguir dormirme muy rápido, podría seguir soñando con aquella chica amante de los sábados. Pero, mejor no... Mejor encontrarnos otro día. En otro sueño. Y retomar los cafés donde los dejamos.

Y mientras tanto, mientras llega el momento de volver a sentirme cegado por el flash de sus fotos, quizá me dé el lujo de soñar con ella de vez en cuando. Pero esta vez soñaré despierto.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Grandes expectativas

-Me han defraudado, muchísimo...

-Va, venga, no te vengas abajo...

-Es que los tenía tan idealizados, que jo... Se hace duro. Me han fallando como no me esperaba que pudieran hacerlo y... no sé... es deprimente.

-Lo siento, tío.

-No, si encima es que tú tenías razón. Si te hubiera hecho caso... "No te confíes, que son unos cabrones, que a la que te descuidas te la juegan", me decías.

-Es igual lo que dijera, joer... la putada es lo que te ha pasado con ellos, y ya está.

-Es que no me lo merezco, uf... ¡Me ha dado una rabia! ¿Tan mala persona soy? ¿Es que me merezco un castigo así?

-No, hombre, joer... nadie lo merece. Son crueles. Es así. Ya te conté la que me hicieron a mí...

-¡Claro! Y yo les saqué la cara entonces, joder... ¡Qué ciego estaba!

-Qué más da eso, es agua pasada... Jo, siento de verdad todo esto, tío. ¿Qué vas a hacer? ¿Has hablado con tus padres?

-
Lo he intentado... pero no he podido. Me he puesto a llorar de rabia y de desengaño, uf, y no podía articular palabra. Y encima a la otra idiota...

-¿A tu hermana?
 
-Sí, la idiota esa. Pues con ella se han portado de puta madre, ¿sabes? ¡La muy imbécil! Y luego se extrañan de que la odie tanto, joder. Ha llegado a mi vida y lo ha jodido todo, ¡todo!

-Va, tío desahógate, eso es...

-¡Qué suerte tienes de no tener hermanos, tío! Te joden la vida... Y los idiotas de mis padres ahí, encima, metiendo más cizalla: "¿Ves como a Laurita si le han traído cosas? Es que tienes que ser bueno, Carlitos."

-¿Y tu que has dicho?

-Nada, joder, ¡yo lloraba! ¡Como una madalena! ¡Qué se metan su carbón por el culo, ostia! ¡Y de paso los putos camellos detrás, joder!

-El peor es el rubiales ese, créeme... una vez me sentaron en sus rodillas y me prometió el oro y el moro, y luego mira...

-Cabrones...


Transcripción y tradución de la conversación entre Carlitos y Julio, 7 años, a fecha de 7 de enero de 2011.

Seré rey

Mañana seré rey. ¿Por qué no? Voy a ser rey de todo lo que me rodea. Allá donde alcance la vista en un día claro, todo lo que se ve justo desde este punto, ese será mi reino. Esta playa, este mar… todo, todo me pertenecerá. Será mio. Y haré y desharé a mi gusto. No sé si ser un rey despótico o magnánimo… ¿Qué pensarán mis subditos? Jajaja. Seguro que no dicen mucho, no es que sean muy habladores…

El rey. Ese seré yo. Sí señor. ¿Me podría hacer una corona? Y un cetro. Y un trono. Y promulgaré leyes, bajo mi sello real, que todos deberán acatar. Y todos los días, cuando el sol esté en lo más alto, abriré audiencia a mis fieles. Y podrán contarme sus quejas y sus problemas. Y yo impartiré justicia y daré ordenes. Y ellos pasarán por el besamanos loando mi buen juicio. Aunque, no nos engañemos, lo más problable es que no acuda nadie, claro.

¿Pero que más da? Lo importante es que seré rey. A partir de mañana, decidido: rey. ¡Nunca pensé que podría ser! ¿No es fantástico? Nadie me lo podrá impedir. En cuanto amanezca, se celebrará la autocoronación. Un rey naúfrago y completamente solo, en una isla desierta. Pero seré rey.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Despedida y cierre

Despídeme de las interminables horas de los lunes, de las camas de los hoteles que no se usan para dormir, de las canciones tocadas a cuatro manos en el piano.

Di adiós de mi parte a los caminos desiertos, a los paseos nocturnos, a los apretones de manos.

Hoy me vuelvo a mi hogar sin retorno, a mi pequeña cárcel sin barrotes, a este pequeño corazón de piedra que tengo por casa.

Y no creo que vuelva, la verdad. Estoy cansado y quiero acostarme ya. Voy a dormir hasta olvidarme de querer despertar. Voy a soñar con que todo ha sido un sueño.

Buenas noches, lucero. Hasta siempre.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Bienvenido a su sucursal

Introduzca su clave personal, si no le importa... Bien... sí, todo correcto. Con esto hemos acabado las comprobaciones. Ahora, si es tan amable, por favor, acompáñeme, es por aquí. Como ve mantenemos las mismas medidas de seguridad que en su última visita. Bueno, en realidad las hemos reforzado, pero lo hacemos de forma transparente para nuestros clientes, de forma que no tengan porque pasar por más molestias que las necesarias. Aquí hay que girar a la derecha, cuidado con el escalón. Bien, es al final de este pasillo. Debe usted estar seguro: nadie, bajo ninguna circunstancia, puede acceder a ello; a menos que usted de su consentimiento, claro. Pero asegúrese de que sea gente de su estricta confianza porque, como usted, dispondrán de la capacidad de dar acceso al mismo a otras personas. Nosotros le recomendamos que lo mantenga como hasta ahora: solo a su propia y única disposición. Pero depende de usted, por supuesto. El cliente siempre tiene la razón, jejeje. Espero que tenga su llave a mano, la vamos a necesitar. Ahora sí, ya estamos, esta es la cámara acorazada. Un segundo, por favor.

Bien, adelante, ya podemos pasar. El suyo es... veamos... este de aquí. Bien, ahora yo introduciré mi llave en esta cerradura, usted debe introducir la suya en la otra. Eso es. Ahora, cuando cuente tres, giraremos la llave los dos a la vez, ¿de acuerdo?. Una, dos y tres. Muy bien, perfecto. Retire su llave y apártese un poco por favor. Ahora... ya... ya lo tengo. Bien, acompáñeme tras esa puerta: es la sala de custodia.

Bien... aquí estamos. Se lo dejo sobre esta mesa. Ahora yo me retiraré de nuevo a la cámara acorazada y usted se quedará a solas con ello. Ahí, ¿ve esa cerradura? Deberá introducir su llave y girarla. Entonces se desbloqueará el panel. A continuación introduzca su número secreto (no el general, sino el particular, ya me entendió antes cuando se lo expliqué, ¿verdad?). Bien, una vez hecho esto, se abrirá y estará a su disposición. Como le digo, yo estaré ahí al lado. Haga lo que tenga que hacer y, una vez hecho, cierrelo todo de nuevo. Es automático, no necesita hacer nada, solo cerrarlo. Cuando ya este cerrado y solo entonces, ...¿ve el botón verde, junto a la puerta? Lo pulsa, la puerta se abrirá, yo entraré y lo volveremos a guardar todo a buen recaudo. Si tiene cualquier duda pregúnteme ahora, o bien use el intercomunicador, el que está junto al botón verde (¿lo ve?), para avisarme de lo que sea una vez esté yo fuera, con plena confianza.

¿Todo entendido? Pues bien le dejo con su deseo. Como sabe puede abrirlo, modificarlo, eliminarlo, sustituirlo... creo que está al corriente del funcionamiento, no es el primer deseo que le guardamos, ¿verdad? No, jejeje, usted es un viejo cliente, lo sé. Pero no está de más recordar todas estas cosas. Por supuesto, sea lo que sea que contenga su deseo seguiremos ingresando en su cuenta particular los intereses correspondientes por la ilusión, ganas y esperanzas que le correspondan, en función, como no, de la intensidad y el anhelo con que usted lo viva. Ya sé que sabe muy bien como va todo esto, pero nos conoce y es política de empresa recordárselo a nuestros clientes en cada visita. Por último, y disculpe si digo cosas obvias, que sepa que cualquier modificación, sustitución o eliminación del deseo puede acarrear el consiguiente cargo de desilusión y decepción en su cuenta, de nuevo en función del deseo y de todos los condicionantes que ya seguro que conoce y... bueno, no le entretengo más. Ya sabe, estoy al otro lado de esa puerta. Le dejo a solas con su deseo. Gracias por confiar en nuestros servicios y nos vemos enseguida. Tómese todo el tiempo que necesite, claro está. Hasta ahora.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Alguien tenía que hacerlo

Aquella tarde su padre le pregunto que qué hacía. Ella le contestó que contar segundos. Como siempre, se enfadó con ella. Le dijo que dejara de una vez esas tonterías, y la mandó a la cama sin cenar. Pero ella se acostó y siguió contando segundos. Tuvo que volver a empezar, porque del disgusto de ver a su padre tan enfadado había perdido la cuenta. Pero no importaba, siempre había segundos nuevos para contar. Era lo estupendo que tenían: a cada instante aparecía un nuevo segundo para ser contado. ¿No era algo mágico? Ahí va otro, y otro, y otro. Ese era el Cincuenta y Tres. Le gustaba ponerles nombre. Era como hacerlos suyos. Sus segundos. El Setenta, el Doscientos Quince, ¡el Doscientos Cuarenta y Dos! Ese fue muy especial, porque vino al mundo a la vez que un estornudo.

Se imaginaba a todos los pequeños segundos, juntitos, agarrados bien fuerte y bien pegaditos los unos a los otros, tal y como habían llegado, ordenados en una pulcra fila. Cada uno con un pequeño cartel con su nombre en él. El Uno el primero, claro. Le faltaba compañía a un lado, por que el segundo que tenía que ir antes que él nunca fue nombrado. Por eso era importante contarlos, para que no se sintieran solos. Alguien tenía que hacerlo. Ella se encargaba de decirle mentalmente al Uno (sin dejar de contar al mismo tiempo a sus nuevos hermanos) que era el más especial de todos, porque de él dependían todos sus nombres y el hueco que ocupaban. Y se lo imaginaba contento y feliz al darse cuenta de ello, con esa alegría fugaz que tienen los segundos, tan breve como ellos mismos.

Seguía contando segundos cuando su hermano entro por la puerta. Le preguntó si dormía y ella contestó (en el tiempo que tardaba en traer de la mano el Cuatrocientos Tres al Cuatrocientos Cuatro) que no . Su hermano le dijo que Papá quería que fuese a cenar, pero que se dejase de esas tonterías suyas. Ella asintió, sin tener intención de dejar de hacerlo. Sabía fingir muy bien que no contaba segundos, quizá no se dieran cuenta. Mientras bajaba de la cama su hermanito se le quedó mirando. Miro sobre su hombro, para asegurarse que nadie les veía, y luego le susurro en voz baja una pregunta: quería saber por cuál número iba. Ella le contestó "Cuatrocientos Cincuenta" con una sonrisa cómplice al tiempo que le guiñaba un ojo, y él soltó una risita divertida. Y se fueron a cenar.

Ni él lo entendía

Quería estar tan triste como un gato empapado de lluvia. Quería llorar y llorar hasta vaciarse, hasta ahogarse en un mar de sus propias lágrimas. Quería arrancarse los pelos a puñados hasta que el dolor le cubriera como un gorro de hierro al rojo. Quería gritar hasta que la garganta le estallase y se le cayera a trozos. Quería que le cubriera la noche más negra y profunda, quería que se acabasen las risas y los cantos, quería sentirse morir por dentro y por fuera.

Y sin embargo sonreía, alegre. Y se sentía bien. Y no supo sentirse mal por lo bien que se sentía.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Final alternativo

El lobo sopló, sopló y sopló. Sopló con todas sus fuerzas. Pero a diferencia de la casita de paja y de la casita de madera, la casita de ladrillo resistía a su huracanado aliento.

Pero él sopló con más fuerza aún. Tanto sopló que se hernió gravemente (no sabéis lo graves que pueden ser las hernias en los cánidos de los cuentos, ¡es terrible!). Dio un grito de pánico y de dolor ante aquel hecho, y se dobló contra si mismo cayendo al suelo. Los tres cerditos se apiadaron de él y llamaron al 112, y la ambulancia naranja de los cuentos acudió rauda y veloz para llevar al lobo al hospital, donde fue intervenido de urgencia.

La operación fue bien, pero el doctor alce le advirtió que sus aventuras llenas de soplidos se habían acabado. De hecho le puso a dieta: nada de derivados del cerdo. A partir de ahora solo carne magra, y mucha fibra. Eso de intentar devorar cerditos de tres en tres se había terminado.

Por cierto, el ayuntamiento de cuentolandia sancionó ejemplarmente a los tres cerditos por construcción ilegal en terreno rústico, además de obligar a pagarles el derribo, recogida y transporte de todos los deshechos de sus construcciones, amén de la recuperación del terreno a su aspecto original. El montante de la multa fue tan exorbitante que ahora están en la ruina. Y lisiados. Tuvieron que amputarse varios de sus jamones para venderlos al mejor postor y poder pagar las deudas.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Curiosa ave

El otro día amaneció un pajarito en mi terraza. Al principio pensé que era un viejo amigo mío, uno al que ya conocí siendo pajarito, que venía a visitarme a menudo, a cantarme entre trinos y gorgoritos historias que yo me apura a pasar a limpio, y que me imbuían en sueños que siempre pensé que se cumplirían. Pero no, no era aquella ave cantora y mágica, aquel prodigio de voz de oro, sino que era otro el pequeño pajarito que encontré esa mañana.

Esta era una pequeña ave, con plumas suaves como terciopelo, de cabeza desproporcionada y curiosa, tocada con ojos terriblemente despiertos y vivos. No era de ninguna raza en especial, y lo era de todas. Parecía como si su plumaje variara de tamaño y color en función de como los rayos vespertinos se colaran entre las begonias de los tiestos de la balaustrada. Y sus pequeñas alas, ridículamente diminutas, que parecían incapaces de hacerle siquiera emprender el torpe despegue de una gallina, aclaraban el motivo por el que tan singular pajarito no salía volando escopetado al mundo de animales inimaginables del que se debía de haber escapado, y al que debería huir ante la mera presencia de un observador, como era mi caso.

Sin embargo no hizo el menor ademán de escapar. Bien al contrario, parecía mirarme con la misma curiosidad temerosa de que fuera yo el que saliera asustado lejos de su presencia, quizá incluso balconada abajo. Así estuvimos, largos minutos, dándonos el lujo de conocer nuestras miradas, nuestros gestos... y más, muchísimo más: conocimos nuestras vidas, nuestra idas y venidas; jugamos al ajedrez con piezas de dos metros de ónice y plata, en tableros hechos de musgo y cieno; descorchamos botellas vacías que se llenaban de risas y llantos al instante, para zumbar alegres junto a otras muchas en una interminable bodega que se cocía bajo el sol del mediodía del trópico; compartimos viandas, gusanos y lechón, canalones y centeno, todo ello regado por cuentos sobre pájaros y hombres que compartían sueños con solo mirarse.

Y como llegó se fue, sin despedirse, sin darme cuenta. De pronto me encontraba allí, solo, sentado en la vieja silla de la terraza, mirando el hueco entre los tiestos del geranio y los gladiolos, justo allí donde me parecía haber estado viendo a un pajarillo muy particular que había amanecido en mi terraza. Y que ya no estaba. O que nunca estuvo.

martes, 20 de septiembre de 2011

Y aún le escuecen

¡Cómo le picaba la mano! Se aguantaba con rabia y vergüenza las lágrimas que estaban a punto de desbordarse como una catarata. ¿Por qué todo lo arreglaba con un manotazo? Si echaba mano de la comida antes de bendecir la mesa, ¡zas!, manotazo. Si se hurgaba inconscientemente en la nariz o en la oreja, ¡zas!, lo mismo. Le escocía el dorso de la mano, allí donde recibía aquellos golpes rápidos e inesperados, y donde coleccionaba cardenales que iban del negro al amarillo. En aquel momento se la miró, y vio entre los amoratamientos la marca roja de los dedos recién estampados en su piel pálida. Notó el dolor caliente latiendo bajo su piel y sintió como se le arrebolaba el rostro, que escocía casi tanto o más que su propia mano.

"¿Cuántas veces te tengo que decir que no se señala, niño malcriado?", le dijo. "Pues no lo sé señora... ¿pero que tal si prueba a decírmelo, en vez cascarme semejantes golpes, que más bien parecen porrazos con esos dedos de bruja suyos, todo huesos y nervios?", pensó. No lo dijo, claro. No quería comprobar si aquello implicaría un bofetón en los morros por deslenguado, como se temía. Prefería quedarse con la duda y con la mano y el orgullo doloridos.

A veces, durante las noches, soñaba que ocurría al revés. Que era él quien la sorprendía de pleno en cualquiera de esas groserías que le parecían tan abominables. Y entonces le arreaba en la mano con todas sus fuerzas, ¡zas!, ¡para que aprenda! Pero leñe... ¡luego en los sueños se sentía mal por haberla hecho daño! Ella no. Ella levantaba la cabeza, como lo hacía en aquel momento, orgullosa por estar sabiendo enseñarle la lección. ¡Uf, qué largo se le estaba haciendo aquel verano! Luego Mamá se extrañaba de que no le gustara nada pasar unos días en el pueblo, en casa de la abuelita...

Un día tonto, supongo...

Carda mis sueños entre tus dedos
y escoge un paraíso abandonado
en el que perdernos en ojos y caricias
hasta olvidar que existe el tiempo.

Cuenta la luz de mis pupilas
y esconde suspiros en besos
de eternos pellizcos en un corazón
que despierta al abrazo de tu presencia.

Nada en la plata de la luz crepuscular
la canción del más dulce de los silencios
y dime bien alto, sin pronunciar palabra,
que siempre estarás aquí, en esta noche,
en mí.

Un gran momento en un mal momento

En un solo instante, en el tiempo que separan dos latidos, lo supo todo. Se le abrieron los ojos por dentro, por fin vio con claridad. Entendió su vida. Comprendió las cosas que realmente le importaban, las personas por las que su corazón latía, y se dio cuenta del tiempo que había perdido con estupideces vanas.

Ahora lo tenía claro, cristalino. Sabía exactamente en que quería invertir cada segundo de su vida. No pensaba dejar escapar un solo instante, no perdería ni un solo segundo; viviría y disfrutaría de cada momento con el gozo absoluto de saber que estaba haciendo exactamente lo que quería, lo que deseaba. Era una sensación increíble. Una sensación de total control sobre lo que iba a ser de su vida. Sin dudas, sin condicionantes, sin pegas, sin miedos. Para él se había acabado para siempre deshojar margaritas. Ya nunca necesitaría pensar en que era lo que quería hacer. Ya nunca tendría que decidir. Ya sabía todo eso, lo sabía todo. Ahora, por fin, iba a vivir. Iba a vivir intensa y profundamente.

Bueno... antes tendría que sobrevivir a aquella caída, claro. Pero si lo hacía... ¡ay!, que feliz, por fin, sería.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Silencio

Callad, tontos. Callad todos. Que se pare el viento y la lluvia. Que callen los pájaros. Que una total afonía cubra las voces de hombres y bestias. Que nada caiga; y si cae, que lo haga con el silencio de una pluma o como un suave copo de nieve. Que ríos y mares se congelen en hielo silencioso. Que los pasos suenen vacíos como los corazones que odian. Que nada se escuche. Silencio. Silencio. Shhhhhh...

Que hoy ella duerme a mi lado. Que hoy siento su corazón latir junto a mi pecho. Que hoy escucho su tenue respiración, suave como la más exquisita de las sedas, acariciando mi oído. Que hoy mis dedos resbalan por su piel y por su pelo, susurrando hermosas sinfonías. Que eso sea lo único que se escuche. Que lo oiga el mundo entero. ¡O que se quede sordo si quiere, me da igual! Pero que lo pueda seguir escuchando yo. Ininterrumpidamente. Siempre.

Parad el mundo. Que yo me bajo. Pero con ella a mi lado.

Tarareando una canción

Recuerdo aquella canción a menudo. A menudo me sorprendo cantándola sin darme cuenta, y me hace gracia. No es el típico estilo de música que suelo escuchar. Y mucho menos es la típica canción que se me mete entre oreja y oreja y puedo estar tarareando horas y días. Pero, aunque no debiera, me ocurre. Y me gusta. Y lo disfruto. Es bonito.

Es bonito porque me la dedicaste aquel día. Porque te recuerdo cantándola, con una sonrisa de oreja a oreja, entonando las frases con cuidado mientras me miras de reojo. Recuerdo como se te subieron los colores a la cara al descubrirme mirándote y sonreír embobado mientras te escuchaba. Tu mirada huidiza, nerviosa; y tu voz, sin embargo, firme y sentida, recitando cada estrofa como si aquella canción hubiese sido escrita para ti. O más aún. Como si la hubieses escrito tu misma.

Que días tan bonitos, ¿verdad? Que recuerdos tan bonitos. Leo lo que estoy escribiendo y no puedo evitar reírme. Si me leyeras ahora mismo me dirías: "¿no te estás repitiendo mucho con tanto 'bonito', majete?", con esa sonrisa traviesa con la que me sacabas las faltas. Parece que pudiera escucharte ahora mismo diciéndolo...

Y de hecho te escucho. Pero cantando. Cantando aquella canción. Pero esta vez no cantas sola, me uno a ti. Gracias por aquel momento. Y por tantos otros.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Ojos como aquellos

Negro, verde, blanco.

¡Cuántas veces me perdí en aquellos ojos! Qué bello era sentir que me miraban a mí, adentro de mí, a mi yo verdadero. Y qué dulce era saber que amaban lo que veían.

Detrás de esos tres colores se escondía aquel laberinto, aquel intrincado nudo de cualidades y defectos tan adorable, aquel sueño de persona hecha carne y actos.

Sentir como se posaban en los míos, notar como recorrían mi piel, provocaba que se me estremeciera el alma en suspiros de un dolor genuino; un dolor que solo encontraba paz en mi entrega absoluta.

Aquel par de ojos, dianas para mi mirada, encontraban mis sueños despiertos y los hacían suyos, trayéndolos a la realidad de mi vida. De nuestra vida.

El reflejo de mi rostro en la negra y brillante pupila, encerrada en aquel verde tremulante de confesiones al oído, vocalizando aquellas palabras que me ardían por dentro si no las decía.

Y ese blanco sin fin, el blanco del sueño que fue y que se ha ido, rodeando aquel iris que se hace más y más pequeño en el recuerdo de lo que tuve.

Aquel par de ojos único, irrepetible. Aquellos ojos que hice míos, de tanto mirarlos. Ojos que ríen, ojos que lloran. Ojos que aman.

Negro en verde, y verde en blanco.

Todos fuimos así

Un par de ojos marrones y limpios, vacíos de nada que no sea el deseo de sentirse atendido y querido. Una sonrisa divertida e imborrable, irresistiblemente capaz de arrancar sonrisas igual de francas y gestos cariñosos en todo el mundo cuando se la encuentra. Un pequeño cuerpo que va aprendiendo a controlar poco a poco, que se divierte sacudiéndolo en juegos y bailes. Un pelo corto y encrespado, que se enrolla sobre si mismo en minúsculos tirabuzones, como pequeños bracitos que se aferran a los dedos que pasan por él.

¿Cuánto puede aprender de nosotros un niño? ¡Qué infinidad de cosas vamos aprendiendo a medida que crecemos, que vivimos!, ¿verdad? Y sin embargo, cuanto tenemos que aprender de unos grandes ojos que te miran sin prejuicios, atrevidos, juguetones; ojos que cantan a voz en grito y que bailan dejando que el ritmo les invada hasta desbordarlos. "Riámonos, juguemos, disfrutemos, demostrémonos cariño abierta, espontánea e intensamente. Aprendamos cosas. Vivamos cosas. Dejémonos llevar".

Muchas gracias por ese ratito, enano. Gracias por darme una lección tan valiosa sin proponértelo siquiera.

sábado, 17 de septiembre de 2011

¡Yo quiero flan!

"Yo quiero flan". Siempre quería flan, no hacía falta que se lo preguntaran, pero a la abuela le gustaba oírselo decir, ver como se dibujaba una amplia sonrisa en su carita, toda anticipación y deseo. Ella lo preparaba siempre a la víspera, con mucha dedicación y ternura. Decía que el secreto estaba en que reposara y se refrescase; aunque toda la familia andaba realmente detrás de aquella receta deliciosa que guardaba con un celo propio de una madre con un recién nacido en brazos. "Esta receta se irá conmigo a la tumba, Dios tenga a bien sea dentro de muchos años", decía. Y nada podía convencerla de lo contrario. "Si todos supierais hacer mis flanes, no tendríais motivos para visitarme", se enfurruñaba a menudo, medio broma y medio en serio. En el fondo sabía que no era así, que todos sus hijos y nietos gozaban de pasarse por la vieja casa familiar y estrechar entre sus brazos aquellos huesos ancianos y achacosos que agradecían cada muestra de afecto con un "ya, ya... que me vas a partir en dos... ya vale de zalamareías"; pero que eran todo morros cuando el abrazo y los besos no llegaban pronto y sin ser reclamados, con su también característico "¿es que ya no saludas como corresponde a tus mayores?, cría cuervos...", que no era más que un reclamo del afecto que tanto echaba en falta entre visita y visita.

"Yo quiero flan", decía. Lo decía incluso antes de que ella se pusiera con cierta dificultad de pie, junto a la mesa, e hiciera el amago de recoger los platos. Entonces hijos y nueras, nietas y sobrinos, se levantaban a la vez, como si un gran resorte saltara siempre que la abuela se despegaba de la silla, y se producía un gran traqueteo de vajilla de mano en mano, robándole a la anfitriona su propio cubierto de la suya. "¿Es que me tenéis por una inválida? ¡A ver si no voy a poder recoger la mesa en mi propia casa!...", refunfuñaba, aunque todos sabían por dentro lo agradecida que estaba a que los suyos se desvivieran por ayudarla, y les dejaba hacer. Aquel humor, entre cariñoso y gruñón, formaba parte del encanto de aquella mujer, de aquellas manos y aquel rostro arrugados y ásperos que tanto se hubieron de sacrificar en los malos tiempos para sacar a la familia adelante. "Sí... vosotros agachad la cabeza y soltad risitas, cómo si no me escuchaseis, y todos en procesión con los platos a la cocina... miedo me dais, ¡cuidadme la vajilla que es la de los domingos!... ¡y volved volando, que aún queda el postre!".

"Yo quiero flan", habría dicho ya para entonces, y si no, lo diría rápidamente en aquel momento.
Él no se levantaba como los demás. Aún era el pequeñín de la casa; al menos el más pequeño de entre los que ya sabían hablar, caminar y comer por sí solos. Pero no lo suficientemente diestro aún como para acarrear platos en idas y venidas a la pequeña cocina. Ya lo intentó alguna vez, rompiendo la preciada vajilla de la abuela quien, a diferencia de las llamadas a los demonios y a los santos cuando era alguno de sus torpes hijos quien hacía dar con un vaso en el suelo, se llenó de susurros dulces y bonitas palabras de consuelo para aquel renacuajo compungido por no haber sabido ayudar y haber disgustado a su abuelita. Desde entonces esperaba siempre sentado después de comer, ansiando el momento en que comenzara el ritual de la recogida del servicio, y entonces decía, feliz, sus tres palabras más esperadas a lo largo de la semana: "Yo quiero flan".

Aquellas tres palabras siempre arrancaban la sonrisa desgastada de ojos azules y nariz chata, que bañaba con una calidez de un cariño insondable su respuesta: "Para ti siempre hay flan en esta casa, gorrión." Y el reía divertido por los apodos con que le llamaba, uno distinto en cada visita, como si se lo hubiese estado pensando tiempo atrás para sorprenderle de nuevo. Y es que así era tal y como de hecho lo hacía, mientras preparaba con mimo su receta secreta de flan en la víspera. "Ya verás que rico te sabrá mañana... gorrión", susurraba complacida frente a los fogones.

"Yo quiero flan", decía. "Aprended de él, familia... eso es lo que tendríais que hacer, pedir el postre y quedaros sentados, no andar jugando con los platos... ¡Qué aún tengo manos! Anda, volved a la mesa de una vez. Me traéis loca, de verdad, que guerra dais...". Lo que le daban era la vida, y bien consciente que era de ello, de la ilusión con la que esperaba, en la soledad del recuerdo de la casa llena, la llegada de esos días en familia. Si no fuera por ellos, por aquellos abrazos sinceros, aquellos gestos tiernos, aquella risitas divertidas ante sus continuos enfados, aquellos pequeños ojitos, manitas y sonrisas que le traían a la memoria los parecidos de los que ya se fueron...

"A ver, gazapines, ¿quién quiere flan?". "Yo, yo yo yo, yo quiero, abuela. Yo quiero flan. ¡Si ya lo he dicho antes!". "Ya sabes que para ti siempre hay flan listo, perillán". Y el reía divertido. "Perillán". No tenía ni idea de lo que significaba, pero si se lo decía su abuelita le sabía tan delicioso como su flan.

Por sus actos los conoceréis

Si deseas que alguien sea feliz. Si antepones su felicidad a la tuya. Si tu felicidad, si el avanzar en la escala que te lleva a ella, depende de que otras personas lo sean antes que tú, entonces te puedo llamar amigo, pareja o familia. Puedo decir que formas parte de mi gente. Si no es así, lo siento, pero no eres quien crees que eres, ni has sido quien creía que eras.

viernes, 16 de septiembre de 2011

El luto

Deja de cantar y de reír, por favor. Me ofendes profundamente. ¿No ves el color de duelo que visto? Mantente sobrio y en silencio; los gozos y el jolgorio tendrán que esperar. Ahora tocan las lágrimas de sangre, las puñaladas en el alma y el silencio culpable de las elecciones mal tomadas.

Calla y escucha como doblan las campanas. Nota el ácido aliento cargado de la casa sin ventilar. Suda la rabia, la pena y el dolor que no das a basto en sacar como lágrimas. Tiempos negros de vidas negras. Noches insomnes y días de incrédula realidad.

Llora, grita, sufre. Pierde el conocimiento de la alegría. Cae en el vahído del dolor verdadero. Hazte cenizas, y deja que el viento tempestuoso juegue contigo.

Y mañana. Mañana sí. Mañana vuelve a la vida y tráemela contigo. Mañana necesitaré de ti

Pero eso será mañana.

Tienes madera

"¡Shhhhhht!. ¡Shhhhhhhht!, ¡shhhhhhht!". A cada acometida del hacha, el mismo sonido silbante producido por el filo y el mango cortando el aire velozmente. "¡Shhhhht!. ¡Shhhhhht!, ¡shhhhhht!". Miraba, anonadado, como los troncos se dividían por la mitad, y las mitades de nuevo por cuartos, con una constancia y precisión hipnóticas. Aquel movimiento constante, aquellos sonidos que cortaban el aire húmedo, las astillas amarillentas y la corteza reseca saltando a cada embestida... Toda aquella pila de troncos que se iba convirtiendo en cestos de maderos listos para usar en el hogar. Y de nuevo el hacha que subía por encima de la cabeza, y volvía a bajar rápida y hambrienta de un nuevo bocado, con su desproporcionado diente hincándose con una rabia contenida en aquella tierra hecha vida, y deteniéndose solo un distante antes de clavarse en el gran tocón donde se colocaban los troncos, tras haber dividido limpiamente uno de ellos de nuevo por la mitad.

Aquellos brazos que se mostraban vellosos y nervudos allá donde la camisa arremangada dejaba verlos, con aquel moreno curtido de la gente de labor, parecían estar hechos para aquel movimiento cadencioso. El amplio pecho y la barriga sobresalían del perfil de su cuerpo cuando los levantaba, y luego, tras el rápido hachazo, la vibración seca se amortiguaba en ellos, y hacía ondular la camisa de cuadros allá donde no se ajustaba como un guante a aquel enorme torso. Una mano callosa se separó de la herramienta para enjuagar, con un enorme pañuelo de un blanco brillante como la nieve al sol, las gotitas de sudor que perlaban su rostro y los pequeños chorretones oscuros que recorrían su frente y mejillas. Unos grandes dientes, duros y recios como aquella mandíbula de oso, se asomaron en una sonrisa hacia mí justo un instante después, mientras apoyaba el hacha descuidadamente sobre uno de sus enormes hombros. "¿Qué, chico?, ¿quieres probar?"

Mi timidez no impidió que asintiera con fuerza con la cabeza, y con gran entusiasmo me apuré a colocarme en la postura que me indicaba, y levanté aquel hacha que parecía pesar más que mis dos brazos juntos. Un instante después la descargue con fuerza y cierto descontrol. El tremendo golpe hizo que se me escapase de las manos, y que cayera al suelo con un repiqueteo de su mango y con el filo a penas clavado unos centímetros en un tronco que arrastró con ella. El golpe había caído lejos, muy lejos del centro donde había pretendido apuntar, a penas hiriendo la corteza.

Ante mi sorpresa, susto y vergüenza, una risotada que sonaba a truenos, a rocas corriendo en avalancha desbocada, sonó a mi espalda. Al girarme vi aquella gran cara plana, toda roja de congestión por la risa, ese gran pecho que se hundía y expandía al ritmo de las carcajadas, esa tripa que botaba al mismo ritmo alegre que los anchos hombros mientras era sujetada por las dos manos más enormes que yo nunca había visto. Se hacía cómico ver a un ejemplar tan mastodóntico de ser humano doblarse de risa y tener que apoyarse en el tocón al notarse faltar las fuerzas por ello; así que no pude dejar de unirme a él y estallé también a reír, con esa risa aguda y escandalosa de niño.

Tras recuperarse del ataque de risa, me miró con una sonrisa entre tierna y divertida, mientras con el ahora sucio pañuelo se secaba unas pequeñas y brillantes lágrimas que le saltaban de los ojos al parpadear, entre pequeñas y cortas risas, estertores de la gran carcajada. "¡Bien, chico bien!", me dijo, "no ha estado tan mal para una primera vez, jajajaja", volvió a reír, alegre. "Aún te quedan muchos chuletones por comer, ¿eh?, pero tienes madera, sí, estoy seguro", añadió, apretándome con una fuerza del demonio en el hombro, y dándome un par de golpes en lo alto de la espalda que, ahora pienso serían cariñosos, pero entonces casi me descoyuntan.

Lo que más recuerdo de aquel día es lo intrigado que me dejaron aquellas últimas palabras suyas, las vueltas que di a las mismas, temeroso de preguntar mis dudas abiertamente mientras contemplaba como, rápidamente, tras escupirse en las manos, retomaba su hipnótica labor: "¿Tengo madera? No sabía que la tenía. ¿Dónde estará? ¿Querrá que la traiga para que la partamos juntos?"

"¡Shhhhhht!. ¡Shhhhhhhht!, ¡shhhhhhht!"

jueves, 15 de septiembre de 2011

Menudo enfado

Cuando José dejó de hablarme me preocupé. No es que no se hubiera enfadado conmigo antes, pero aquella vez se comportaba de una forma especialmente fría. Ya le conocéis, cuando se enfada por algo hay que dejarle su espacio y su tiempo, ya se le acabará pasando. Porque preguntarle por el motivo es igual de inútil que conocerlo de antemano: no sirve de nada. No sirven las disculpas ni las explicaciones. Si José se enfada hay que esperar a que se le pase, no hay más.

Pero esta vez... estaba más preocupada de lo normal, tengo que reconocerlo. Tenía una extraña sensación dentro, como de que lo que estaba ocurriendo era más grave que un simple enfado. Y bueno, había señales claras de que era así. Para empezar, me obviaba. No me miró durante días, aunque me cruzase delante suyo. Si lo hacía, era como si fuese transparente: seguía mirando allá donde estuviera haciéndolo, como si no me tuviera delante. Y bueno, todas las veces que nos hemos enfadado por cualquier cosa, nunca hemos dejado de lado ciertos gestos cordiales y cariñosos, a pesar de los pesares. Y esta vez sí que ocurrió, al menos por su parte. Los besos de buenos días y buenas noches salían de mi boca para estrellarse en unos labios inánimes y fríos, que nunca me correspondían. Y todas las veces que en esos días me dirigí a él obtuve la callada por respuesta. Pero bueno, a pesar de todo, aún teniendo esa sensación rara en la boca del estómago, seguía pensando que se trataba de algún enfado. Uno monumental, quizás, pero solo eso.

Ahora, cuando me lo comentan, sé que me debí de dar cuenta antes de lo que pasaba. Mirado de forma retrospectiva tienen razón, claro. Pero no sé, en aquellos momentos no caí en la cuenta, por muy lógico que me parezca ahora. Lo de que no fuera a trabajar, lo de que se pasara todas esas horas sentado en el sofá, lo de que no comiera ni bebiera; que no fuera al baño, que no durmiera, que no se moviera, que tuviera la vista fija continuamente en el mismo punto... "¿No te diste cuenta de que no parpadeaba, de que no respiraba?", me dicen. Pues no, no sé. Estaba preocupada por él, pero también enfadada por ver que me ignoraba de esa forma. La palidez, la piel fría, el rigor cadavérico... pues sí, claro, a una le hacen pensar que algo malo pasa, pero como tiene siempre esa manía de no poner la calefacción y es de los que camina por la sombra hasta en febrero, pues tampoco me hizo darle mucha importancia. Y el olor... pues que quieres que te diga. Llevaba sin pasar por la ducha no sé cuantos días, yo lo achacaba a eso.

¿Que igual fui una tonta por no darme cuenta antes? Si hace falta lo reconozco, sí; que le vamos a hacer, no soy la mujer más observadora del mundo. Pero joer... también que borde por su parte, ¿no? Morirse así, sin avisar ni nada...

Tras la pelota

Se tiró al suelo e intentó detenerla, pero la pelota bajaba demasiado rápida por la suave ladera, resbalando sobre la hierba recientemente cortada tras el paso del rebaño, y se le escapó de entre las manos. "¡Corre!, ¡que se caerá al río!", gritó su hermano fuerza, ladera arriba, con las manos alrededor de la boca para hacer bocina. Se levantó y corrió en pos de la pelota. Sentía las piernas fuertes y largas (a menudo se sorprendía en lo largas y fuertes que se estaban haciendo, incluso a veces se decía que pronto alcanzarían a tener más largura y a ser más fibrosas que las de su hermano) moviéndose rítmicamente bajo su cuerpo. Daba pequeños saltitos allá donde el terreno parecía más irregular, para procurar no tropezarse. Pero, a pesar de su carrera, la pelota le sacaba más y más ventaja a cada segundo que pasaba, algo de lo que también se dio cuenta su hermano. "¡Pero corre más! ¡Si se cae al río te tendrás que tirar tú a buscarla! ¡Ya te dije que jugar aquí nos traería problemas!"

Quería correr más rápido, pero si lo hacía empezaría a perder el control, y lo sabía. La pendiente no era muy grande, pero lo suficiente como para poder dejarse llevar corriendo, soltar las piernas, descontrolarlas y dejarlas correr al ritmo loco que ellas mismas pidieran. Pero entonces, al primer mal paso en alguna topera o algún hoyo escondido entre la hierba, se caería. De todas formas la pelota se alejaba muy rápido, y lo último que quería era tener que tirarse al río a buscarla, porque seguro que el agua estaría tan fría como la última vez. Así que trago saliva, apretó los dientes, y empezó a alargar las zancadas y a dejar que sus piernas se movieran como largos zancos descoordinados pero veloces.

Durante varios libres segundos se sintió genial. Sentía a su cuerpo correr veloz, cortar el aire que tiraba de su cabello y de su camiseta hacia atrás. Notaba los bruscos golpes de sus pies contra las irregularidades del suelo, trepando por su pierna, su rodilla, su cadera, hasta estremecer todo su cuerpo en un rapidísimo relámpago que de inmediato era sustituido por otro procedente del otro pie. En su pecho y en sus oídos golpeteaba su joven corazón desbocado, no tanto por el esfuerzo, sino por la emoción de saberse estar corriendo tan rápido como sus piernas eran capaces de dar. Incluso más. ¿Quizá más?

Perdió pie. Había cogido tanta velocidad que su pierna derecha no consiguió estirarse lo suficientemente rápido esta vez, y en lugar de pisar firmemente a penas rozó con la puntera la hierba. Notó como durante un breve momento (momento en el que, sin embargo, todo parecía ir a cámara lenta) su cuerpo flotaba sobre el suave mar de hierba, como si volase. Y entonces cayó, desmadejado, todo brazos y piernas doblándose y girando. Rodó tan rápido como bajaba, hasta que sus giros tomaron una dirección menos vertical y se fueron frenando. Finalmente se desplomó, boca arriba, con los brazos y las piernas completamente extendidos y magullados. Aunque no le dolía nada, al menos en ese momento no. En ese momento solo veía las nubes en el cielo, girando locamente, al mismo ritmo con el que giraban sus tripas. Tenía la sensación de estar aún cayéndose, a pesar de saber que ya se había detenido y estaba tumbado en el suelo. Pero poco a poco la sensación se le fue calmando.

Y justo, un momento después, llegó aquel instante que recordaría durante largos años, como aquel momento en que sintió aquellas sensaciones tan especiales. El sol acariciaba suavemente su piel sudorosa. Su pecho se hinchaba y deshinchaba cada vez más lentamente, trayéndole olores a hierba recién cortada, a lavanda y a espliego, mezclado con el toque ácido de las cagarrutas. Una suave brisa le trajo el sonido de un martillo, lejos, desde le pueblo, e hizo que se arremolinara suavemente el mechón de pelo que le caía sobre la frente. Oía los pasos de su hermano, corriendo en pos de él, preguntándole a gritos si se encontraba bien. Y vaya si lo estaba. Mejor que bien.

En aquel momento se olvidó de su cuerpo; se olvidó de la pelota y de su hermano, del sudor y del corazón que calmaba su ritmo, de las heridas en sus codos y rodillas que comenzaban a sangrar; se olvidó de su nombre, se olvidó del tiempo, se quedo vació, en blanco, como cuando abría uno de los nuevos cuadernos el primer día de colegio. Pero siempre recordará aquellos instantes, los momentos previos a que su hermano se asomará sobre él y le agitara los hombros con cuidado, preocupado al ver su mirada fija y su rostro tranquilo y sonriente. Todo para él en ese momento se reducía a un cielo azul pálido, y a nubes de formas caprichosas que se hacían y deshacían a merced de un viento intenso sobre el que se dejaban llevar, tal y como él se había dejado llevar cuesta abajo. Eso era todo. No había nada más que eso. Azul y blanco jugando a mezclarse y moverse como en una lámpara de lava; una hipnótica visión que le tenía totalmente enajenado, fuera de sí, fuera de su cuerpo y de su mente.

Y entonces, como ahora, cuando recuerda ese instante no puede evitar sentir una intensa tranquilidad y armonía. Y sonreír.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Los cuentos inconclusos

¿A dónde van las historias que nunca se cuentan? ¿Dónde se esconden los relatos que se quedaron a medias, que nunca conocieron su punto y final? ¿En que lugar se ocultan los cuentos inventados a media luz junto a la cabecera de la cama de un niño, que se interrumpen con la caída del infante en el mundo de los sueños? Yo creo que todas esas historias no mueren en ese momento. Lo que pasa es que nos olvidamos de seguir inventándolas, pero ellas no desaparecen. Cambian de fase, simplemente. Se escapan de nosotros y viajan libres, a la espera de quien desee seguir contándolas.

¿Recuerdas algún sueño? Algún sueño surrealista, lleno de cosas que jamás has imaginado, en las que nunca habrías pensado estando despierto... ¿Sí? ¿Nunca te has imaginado de donde salió la idea para que tú soñaras algo así? Quizá fue alguna de esos cuentos, de esos relatos, que viajó a tu cabeza y se mezclo con tus sueños, cambiándolos, adaptándolos a la historia que un día quedo en el aire y que necesitaba seguir siendo contada. Siéntete afortunado si es así. Has alargado la vida de una narración que merecía tener continuación, y te has convertido en donante de tu espíritu creativo al darle tu propia impronta.

Si alguna vez has imaginado una historia, pero se ha perdido en tu mente, entre tus recuerdos, y ya no la sabes encontrar; si alguna vez has contado un cuento inventado, y el duende nocturno te ha robado el final del relato nunca acabado; sí has soñado una fantástica, misteriosa o divertida aventura, y no tuviste la suerte de conocer el desenlace por culpa del dichoso despertador... entonces gracias. Gracias por contribuir a una inmensa colección de ideas y sueños que están colgando ahí, entre nosotros, indetectables, y que de pronto descubrimos cuando se cuelan en nuestra cabeza, y nos invitan a contarlos, vivirlos, soñarlos.

Quizá, algo de las historias que hayas leído por aquí provenga de ti, querido lector. ¿O debería decir querido coautor?

Quizá, de hecho, esta entrada sea en parte obra tuya.

Grano y paja


A veces fantaseo con que llegará un día en que las cuentas se salden. Un día en que los hipócritas, los mentirosos, los egoístas y los perjuros tomen de su propia medicina, a paladas en vez de a cucharadas. Un día en el que el dolor provocado en conciencia a los demás vuelva como un bumerán a golpear en la nuca desnuda y despistada de quién lo lanzó. ¡Zas!, por cabrón. Un día en que las palabras prometidas falsamente al aire se tornen sólidas, y caigan como losas sobre las cabezas de aquellos que jamás pensaron cumplirlas. Un talión inmisericorde, con látigos de siete colas y que lance sal por los ojos contra las heridas que flagela. Ahí, como ángel vengador, cercenando orgullos, odios, suciedad e inmundicia con una espada de crueles acontecimientos plagados del sarcasmo de sus faltas pasadas.

Pero luego te paras a pensarlo... ¿no es eso venganza? ¿Quién saldría beneficiado de algo así? ¿El orgullo de los corazones, los cuerpos y las almas molidas a palos en primera instancia? No merece la pena. Haya paz. Y que cada cual tenga la suerte de encontrarse con la horma de su zapato. A mí que me dejen tranquilo con mi gente. Que estos si que son de los que valen.

¿Cómo se declara el acusado?

En aquel instante hizo memoria. Recordó lo que había hecho y se sintió culpable. Porque lo era, ¿no? Él había ocasionado aquel destrozo, eso estaba claro. ¿Pero por qué se tenía que sentir culpable por ello? No era justo. Eran ellos, los demás, los que mandaban, los que querían que se sintiese así. Pero él solo respondía a lo que el cuerpo le pedía, a su naturaleza. Él era así, y no quería cambiar, no necesitaba cambiar. Aunque estaba claro que ellos no pensaban lo mismo. Y le iban a acabar transmitiendo esa sensación de culpa, claro. Ya lo estaban haciendo. ¿Por qué no eran justos con él? Él solo hacia las cosas que el cuerpo le pedía hacer; tan solo se dejaba llevar. ¿No es así como debía ser? ¿Por qué debía de abstenerse a normas y reglas que le estaban impuestas por ellos, por los que todo controlaban? Leyes arbitrarias, sin ningún sentido para él, hechas y deshechas al capricho de intereses que se le escapaban, que era incapaz de comprender.

Sabía que era una pataleta inútil. Sabía que eso no cambiaría sus caras largas, sus miradas de desaprobación, incluso de rabia. Estaban enfadados con él. Todos lo estaban. Y eso le dolía, pero no le ayudaba a entender porque el ser él mismo, porque el dejarse llevar por sus concupiscentes deseos, era motivo de tanto revuelo, de tantas quejas y miradas adustas.

"¡Tengo uñas y necesito afilármelas!", deseaba gritar. Pero no podía. Él solo era su gato, un gato que había destrozado el nuevo sofá.

martes, 13 de septiembre de 2011

Paramaribo o Antananarivo


Elige, elige, elige. Elige carrera, elige trabajo, elige coche, elige piso. PC o Mac. Rojo, Amarillo, Azul o Verde. Gato o perro. A mamá o a papá.

Elige anillo de pedida, de boda, de bodas de plata. Chocolate o fresa. Android o IPhone.  Reír o llorar.  Pizza o hamburguesa. Cara o cruz.

Elige nombre de chico. Elige nombre de chica. Bici o patinete. Pares o nones. Se lo digo o no se lo digo. Playa o montaña. Bueno o malo.

O ducha o baño. Truco o trato. Beatles o Rollings. Rubia o morena. Ciencias o Letras. Chaqueta o jersey. Falda o pantalón. Viernes o sábado.

Elige. Elige ya. Elige ahora. Pajarita o corbata. Sueño o pesadilla. Ballet o karate. Carne o pescado. Norte o sur. En tu casa o en la mía.

O blanco o negro. Tirantes o cinturón. Recogido o suelto. Amigo o enemigo. Clara o yema. En efectivo o con tarjeta. Fútbol o Música.

Escoge ser o no ser. Decide macho o hembra. O bien sol, o bien sombra. Arriba o abajo. Grave o agudo. Noche o día. Piscina o gimnasio. Barça o Madrid. Moros o cristianos.



¿Alguien más en la sala está hasta las narices de elegir? Por una vez, a ver si me eligen a mí...

Proverbio y-si-llueve-quéense

Cuando te hayas reído, llorado, besado, abrazado, enfadado y sonreído con una persona infinidad de veces; cuando hayas sufrido, cantado, soñado, yacido, hablado, jugado, gozado y luchado a su lado en incontables ocasiones; cuando la hayas mirado, mimado, ayudado, querido, ofendido, cuidado y amado tantas y tantas y tantas veces que te sea imposible recordarlas, entonces podrás decir que la has amado. Que la has vivido.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Un gesto familiar

Tenía esa costumbre desde niña: cada vez que vivía un momento especial, cada vez que notaba un cosquilleo de felicidad en la piel o le dolía la cara de sonreír, se llevaba la mano al lóbulo de la oreja derecha y se lo frotaba suavemente durante un instante. No sabía porqué lo hacía. Seguramente era un gesto reflejo, simplemente algo que su cuerpo tenía asociado a esos momentos deliciosos de su vida; algo que surge espontáneamente, igual que nos reímos cuando nos pasa algo divertido o que lloramos cuando la vida nos da una buena patada. A ella le daba por tocarse la oreja cuando se sentía feliz.

Y era algo curioso porque, en cierto modo, eso hacía que todos esos momentos especiales tuvieran algo en común. Aquel gesto era como un marca páginas de los párrafos más bonitos que había leído con el paso de los años. Recordaba las miradas de aquel chico, en el patio del colegio, que le hacían sonreír nerviosa y llevarse la mano a la oreja; o aquel día que estuvo ayudando en la granja del abuelo a dar a luz a su perrita, y no pudo evitar ensuciarse la oreja con la mano. Y cómo no, cuando nació la pequeña Patricia, y la enfermera la puso sobre su regazo, la cosita más vulnerable y necesitada de cariño que había visto nunca… ¡Tantos momentos tan dulces!

En aquel instante sonreía, complacida. Era una de esas sonrisas nostálgicas, fruto de bellas historias pasadas, de las cosas maravillosas que han salpicado los días, meses y años de un viaje pleno, vivido al segundo. Se acariciaba la oreja, como lo hacía a menudo para recordar, para que el familiar gesto le ayudara a atraer aquellos recuerdos a su presente, reviviendo las fabulosas sensaciones que llenaron su vida de sonrisas. Esa vida que ahora se acababa; una vida que terminaba mientras se frotaba, suavemente, el lóbulo de su oreja derecha.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Némesis

No sé quien te crees que eres. Quiero que salgas de mi vida, y lo sabes. Estoy más que harto de ti, de tus miradas de superioridad, de tus gestos de condescendencia. Me da asco como tratas a la gente, eres repugnante, venenoso. Estoy cansado de soportarte, de aguantarte, de dar la cara por ti, de que sea yo siempre el que paga tus salidas de tono y tus impertinencias. No sé de donde sacas el valor para ser tan rematadamente gilipollas. No tienes vergüenza, eso está claro. Pero yo sí la tengo. Y estoy cansado de que me miren, me señalen y cuchicheen de mí por tu culpa. No voy a enumerarte todos los problemas que has causado en mi vida, todas las relaciones que se han torcido por tu culpa, todo el daño que me has hecho... porque no acabaríamos. Lárgate de una vez. Vete, y no vuelvas. Desaparece.

Lo peor de todo es que no sé si ni siquiera me estas escuchando. Esa sonrisa indolente en tu cara... ¿es que te hace gracia? No me extrañaría nada, conociéndote... Eres la persona más despreciable y ruin que conozco. Y lo sabes. Y no sé si te da igual o si incluso lo disfrutas. Deja de torturarme, por favor. Aquí nunca has sido bienvenido, pero es que ahora lo que quiero, lo que necesito, es que te esfumes, que te conviertas en un simple mal recuerdo.

Pero si no te vas a ir, que entiendo que no tienes la menor intención... al menos deja de mirarme con esa cara de ridícula felicidad victoriosa. Uf, no puedo soportar mirarte a la cara un minuto más. Cómo odio mirarme al espejo...

viernes, 9 de septiembre de 2011

De camino al hotel

Arrastraba su maleta, calle arriba. Las gafas de sol no ocultaban la expresión curiosa de su rostro, levantado hacia las esquinas de los bloques, buscando señales de una calle perdida. Las disculpas apuradas por entorpecer el paso por la estrecha acera a la marabunta de gente que, curiosamente, caminaba sobre todo en sentido contrario, acabaron transformándose en unos gestos de hartazgo y enfado reprimido. ¿Sabes cuando ves a alguien y notas, al instante, que esa persona está terriblemente incómoda, pese a intentar mostrar con todas sus fuerzas justo lo contrario con su expresión corporal? Pues era el vivo ejemplo. Parecía un lento caracol, cargado con aquella enorme maleta granate a cuestas, intentando avanzar por una cuesta demasiado empinada, demasiado llena de obstáculos, demasiado desconocida. Pero no se parecía en nada a los caracoles risueños de ceras y plastidecor que dibujan los críos. Más bien parecía haberse escapado de un Caravaggio, bañado por una luz gris de derrota, de hastío, de cansancio desbordado, de abatimiento ante la seguridad de haberse cruzado con todo un autobús de tuertos.

Un diálogo corto. Una pregunta que le sorprendió, por lo inesperada. Unas líneas de un rostro que cambian, que abandonan trazos rectos, pequeños y duros, para crecer, suavizar y modelar gestos agradecidos. Un dedo que indica, una cabeza que asiente. Y dos sonrisas que se despiden en sentidos distintos, tras sendas cabezas giradas, tras sendas palmas extendidas. Uno de esos días en que, un extraño, en un suspiro, te hace olvidar que te has levantado con el pie izquierdo. Uno de esos días en que, un desconocido, en una instante, te recuerda lo agradable que es entregar desinteresadamente una sencilla indicación de ayuda.

¿O quizá un día más especial aún?

Dos pares de pies que se detienen, dos ruedines que dejan de rodar, dos cuerpos que se giran. Dos miradas que vuelven a encontrarse, en la distancia. Unas sonrisas curiosas y extrañadas, unos gestos de saludo. Una mano que invita. Un dedo que se apunta al propio pecho. Una cabeza que asiente entre risitas nerviosas. Y unos pasos que deshacen un camino, calle arriba, en pos de una gran maleta granate, al encuentro de ojos escondidos tras gafas de sol.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Madrugada


No sé que tienen esos párpados, es algo magnético. Se ven tan delicados, con ese par de hileras de pestañas hechas una... Sé que esconden tus ojos, quizá sea eso. Esos ojos donde es un placer perderse, donde la mirada se torna en un contacto íntimo de palabras que sobran y nudos que se hacen y se deshacen a una velocidad de vértigo. Pero son algo más que tus pupilas brillantes, ocultas bajo los pliegues del sueño, las que me tienen aquí despierto, a tu lado, mirándote.

¿Qué mundo de fantasía estarás recorriendo ahora mismo? Cómo me gustaría colarme en tu sueño, y quedarme atrapado en esa historia plácida y sosegada, acompasando el suave susurro de tu respiración. Tengo que contenerme, para no dejarme arrastrar en el deseo de juguetear con ese mechón de pelo desordenado que resbala por tu mejilla, para no perder las yemas de mis dedos en una melena de caricias pausadas e interminables. No querría robarte ahora este instante de paz serena. Aún no.

Baño tu piel en mi mirada lenta y anhelante, y siento como un hormigueo de placer anticipa tu tacto en mis dedos. Noto mi corazón latiendo con cadencia y vigor en el silencio de sombras que nos envuelve, y muerdo en mis labios el deseo de arrancarte del sueño y de traer tu delicada conciencia a mi lado. Y entonces, como por arte de magia, ocurre.

Veo como tus ojos bailan un instante bajo tus párpados que, justo un momento después, se despegan temblorosos en lentos guiños. Un "eyyy" somnoliento escapa de unos labios secos que humedeces en un sensual e inconsciente gesto. Y una sonrisa, tan dulce como un bello recuerdo de infancia, acude al rostro que clava ahora en mí una mirada de cómplice ternura. Y entonces soy consciente de mi propia sonrisa, esa que he tenido dibujada por largos minutos bajo estos ojos que te contemplan, maravillados de la suerte de estar a tu lado. Por fin mis manos se sienten libres de acariciar las finas líneas de tu rostro y hundirse en tu cabello. Y un suave abrazo acorta las distancias para que simples palabras, que palidecen frente a las sensaciones que las provocan, derramen su ternura en tus oídos.

Pero eso, y lo que tus ojos resplandecientes me contestan en el más adorable de los parpadeos, queda solo entre tú y yo.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Lens culinaris

Una lenteja, la más humilde de las legumbres, perdida en un mar de sus semejantes. Soportando el peso de hermanas, primas lejanas y demás familia, y acomodada sobre un colchón de otras tantas. Aburrida. Tan aburrida como solo una lenteja puede estar. Cansada de esperar y de soñar, de imaginar que corría libre, que veía mundo; que rodaba por una empinada pendiente junto a cientos de sus hermanas, que recibía el agua de la lluvia sobre su tez morena, que disfrutaba de una agradable brisa bajo el sol de Septiembre... Muy aburrida. Muy cansada. Tanto como solo una lenteja puede llegar a sentirse.

Tan harta estaba, que casi se puso amarilla. Tan harta, que llego al colmo de su frustración, hastío y aguante. Y al grito lentejil de "¡¡Ahí os quedáis, primas!!" se largo. "A ver mundo", dijo. Se piró del saco. Se esfumó del granero. Rueda que te rueda, llevó su lenticular balanceo por el camino de la granja, allá por donde traqueteaban carretas y aperos.

Vivió muchas aventuras, como aquella vez que estuvo a un tris de ser chafada por la herradura de un jaco, o aquel estúpido gato que la mareo en juegos de garras afiladas e intentó masticarla un par de veces antes de escupirla y distraerse con una hormiga cercana. Pero casi todo fueron momentos de placer, entre jardineras de flores de mil y un colores, raíces de olmo que hacían las veces de trampolines improvisados, y madrugadas rodando bajo noches de lunas llenas como grandes lentejas argénteas colgadas del cielo.

Viajó sobre una hoja de roble por un pequeño riachuelo. Se dejó llevar por un fuerte viento hasta el pié de un olivo, antes de que se desatará una tormenta de rayos y relámpagos que, sin embargo, no dejó caer una sola gota de agua del cielo. Rodó entre cañas y trepó barrancos, y descansó ante los pálidos rayos del sol antes del ocaso, riéndose a carcajadas de aquella absurda sombra gigantesca que proyectaba. Y fue feliz.

Un mediodía, un aleteo repentino y la sombra del ala que la cubría la sacó del letargo de un momento de descanso de su largo viaje. Un instante después, estaba en el buche de aquel pajarraco. Era consciente de que su aventura llegaba a su fin. Por un instante, se acordó de la granja, del granero, del saco, y de sus primas y hermanas. Se imaginó que, en la fresca de la madrugada, cuchicheaban relatos sobre una lenteja que un día se hartó de vivir como una lenteja y se fue a conocer el mundo. Soñó con cuentos de lentejas que viajan y viajan, y ruedan y bailan bajo soles y ramas y noches estrelladas. Y sonrió.

martes, 6 de septiembre de 2011

Un par de amigos

-Se llama virote, no flecha...
-¡¡Se llama vete-a-tomar-por-culo!! ¡¡¡Qué cojones me importa cómo se llame!!! ¡Qué me has atravesado una pierna con la puta flecha, so anormal!
-Virote..
-¡¡...Tus muertos!!
-Va, joer, que no es para tanto... enseguida viene la ambulancia y...
-¡¡Qué no es para tanto!! Jajajaja... Ay, Dios... No sé ni de que me rio... Porque me tienes tirado en el suelo con la puta... con el puto virote este atravesándome el muslo, que si no te juro que te hinchaba a ostias hasta que no te reconociera ni tu santa madre... ¡¡¡ayyyyy, mierdaaaaaaa!!!
-Estate quieto, que si te mueves es peor, hombre... Y tranquilízate, que solo te ha atravesado un poquito la piel, podría haber sido mucho peor...
-Te juro que no sé si me estoy poniendo peor por la puta flecha o por oírte, te juro que...
-Virote...
-¡¡Qué te calles, coño!!
-...
-...
-...
-Joder lo que tarda la puta ambulancia.
-...
-¿Qué pasa, se te ha comido la lengua el gato?
-Es que como me has dicho que me calle...
-Lo que te he dicho es que no me saques de mis casillas, que bastante me has tocado ya los huevos hoy...
-No, tú has dicho: "qué te calles, coño".
-¡¡Ya sé lo que he dicho, joder!! ¡¡Pero lo que quería decir era eso!!
-Vale, vale, no te sulfures, hombre, si lo que tienes que hacer es estar ahí tranquilito y...
-¿¡Qué no me sulfure!? Joder tío... estoy por pedirte que te acerques a la carretera, a ver si viene la ambulancia... y a ver si te atropella de paso, rediós...
-Caaaaalma...
-¡¡Mierdaaaaaa!!
-Aissss...
-No, si encima suspira el tío... me clava una puta flecha en el muslo y encima suspira de resignación...
-No es una flech...
-¡¡Virote, es un puto virote, ya lo sé!!
-Uy, creo que ya oigo la ambulancia...
-Alabado sea Dios, a ver si me libro de ti y de la puta fle... ¡¡del puto virote!! de una vez...
-¿No quieres que te acompañe al hospital?
-... -...
-¿Crees que me dolerá cuando me quiten esto?
-Hombre, entiendo que sí, claro...
-Pues más te vale que no te tenga a mano tras ese momento, majo...
-Joer... Ya te he dicho que lo siento muchísimo, de verdad... Ha sido un accidente...
-Eso mismo es lo que dicen tus padres de ti, estoy seguro.
-¡No hace falta ponerse grosero!
-¡¡Tus muertos!!
-...ya traen la camilla.
-...
-...
-¿Vendrás conmigo, no?

-Ya sabes que sí, marica.
-Eres un capullo, y lo sabes.
-Pero tengo una puntería cojonuda, ¿a que sí?, jejeje...
-...cabrón...

Hágase la luz


Ardía en deseos de notar sus dedos cálidos. Sabía que él no se fijaba jamás en ella, pero casi todos los días tenía la suerte de sentir el tacto de su piel, y eso era más que suficiente. En alguna ocasión se demoraba unos segundos el contacto; solía ocurrir si estaba distraído, quizá por estar al teléfono o preocupado por algo, o cuando se le olvidaba durante un segundo cual era el motivo por el que estaba ahí, de pie, camino a alguna parte. Y en esos instantes de tiempo extra a su lado creía despegarse del mundo y volar de felicidad.

Escuchó sus pasos acercarse. Hoy venía un poco pronto, y teniendo en cuenta que aún era verano… quizá pasaría de largo. Pero más tarde volvería, seguro, casi siempre ocurría, y entonces volvería a sentir el contacto eléctrico de su piel, esa ligera caricia que la recorría de arriba a abajo o de abajo a arriba, según la ocasión, y le hacía estremecerse como una hoja de otoño al viento. Quizá parezca un poco ridículo vivir así, pendiente de un instante que dura menos de un segundo y que hay días que nunca llega. Para ella, sin embargo, es más que suficiente: ese fugaz momento era todo el motivo de su existencia. Y no lo lamentaba. Al contrario.

Aún recordaba aquella tarde de invierno. ¿Cuánto tiempo estuvieron juntos? Sí, bien, solo fueron unos segundos, de acuerdo; pero el estuvo tocándola continuamente todo ese tiempo, mientras miraba al techo con cara extrañada. Aquella tarde recorrió los siete cielos y, si hubiera podido, habría llorado ríos de alegría y felicidad. También había días duros, claro, cuando el contacto provenía de unas manos extrañas, y no de las suyas. Como aquellos engendros del demonio, de manos sucias y pegajosas, que todo lo toqueteaban. Por suerte él solía estar ahí para defenderla, mandarles que se estuvieran quietos, que se limpiaran las manos, que no jugaran con las cosas... ¿No es adorable?

Y bueno, también estaban aquellas harpías que aparecían en su vida de vez en cuando. Aquellas fulanas de uñas esmaltadas y manos suaves, que se atrevían a ponerle la mano encima antes o después de yacer con su amor platónico. Furcias bastardas… ¡No os merecéis ni compartir el aire que respiráis con él! Si yo pudiera darle mi amor, si él supiera…

Cuando el se acercó y la acarició levemente antes de seguir de largo, volvió a sentir ese cosquilleo de infinito placer que valía tantas horas de espera. Cada vez que ocurría era como si el tiempo se ralentizara hasta casi detenerse. Notaba sus dedos, presionándola ligeramente, empujándola hacía la pared. Luego el instantáneo “clac”, al mismo tiempo que se encendía la luz de la habitación, y un instante después sus dedos se alejaban, siguiendo a su cuerpo, de nuevo más allá de su alcance.

Quizá más tarde la volvería a usar para apagar la luz de la habitación. ¡¡Dos veces en un día!! Esos eran los mejores días, sin duda. Y si no, le esperaría en la pared, como siempre, suspirando de impaciencia porque aquellos dedos mágicos volvieran a necesitarla. Pronto.

Te dejo de encargado


“¡¡Mamá, se están pegando otra vez!!”

Él era el vigilante. Su mamá le había encargado vigilar a aquellas pequeñajas, y lo hacía con ganas e ilusión. ¡Por algo era el hermano mayor! Esas cosas solo las pueden hacer los hermanos mayores, porque son más maduros. Eso le decía siempre su mamá.

A él le gustaba aquella tarea. Bueno, en realidad era un poco aburrida, claro. Preferiría estar dándole patadas al balón con Toni y Alex; sobre todo ahora que Alex tenía el balón nuevo, el oficial, ¡cómo molaba! Aunque ultimamente insistian en que él se pusiera de portero, y eso no le gustaba nada.

Pero aunque había cosas mejores que hacer, no las echaba de menos. Para nada. Porque a cambio de estar vigilante y de avisar, mamá se acercaba, como lo estaba haciendo entonces, y le revolvía el pelo con cariño mientras le decía: “¡Muchas gracias, pinche! ¡¿Qué haría yo sin ti?! Ahora ya me encargo yo”. Y cogía el cucharón de madera de sus manos, y regulaba el fuego, y echaba agua, y las lentejas dejaban de pegarse.

Siempre te echaré de menos, Mamá.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Diminuta


Era una mujer pequeñita, de bolsillo. La primera vez que oí su voz, delgada y aguda, como el cuchicheo de un niño al oído, no pude evitar sonreír. Disfrutaba soplándole en la carita y viendo como se le arremolinaba el pelo. Entonces me reñía, entre divertida y enfadada, por haberla despeinado. Pero incluso cuando se ofendía, las palabras de reproche acababan siempre en esa pequeña sonrisa adorable que dibujaba un par de hoyuelitos deliciosos. "¿Sabes que eres como Campanlilla?", le decía. "Pero si no tengo alas... ¡¡y yo soy morenaaaaa!!", me gritaba enfurruñada. "Y además eres mucho más guapa, sí", le respondía siempre. Y entonces, aquellas minúsculas y pálidas mejillas se cubrían de un bonito color rubí, y ella desviaba la mirada, turbada y coqueta.

Me gustaba mucho pasear con ella. La metía en el bolsillo de mi camisa, y ella se agarraba al borde con sus manitas. Era muy agradable notar el calorcito que desprendía su cuerpo justo encima de mi corazón. Cuando parábamos en algún sitio y nos poníamos a conversar, a menudo se recostaba contra el borde del bolsillo, con los brazos cruzados tras la cabeza, mirándome desde abajo con ojos vivos y divertidos. Me daban muchas ganas de tocar su naricilla con la punta de un dedo, y ella reía divertida al hacerlo. Recuerdo mucho cuando bailábamos juntos. Apartábamos los muebles, poníamos la música y la subía sobre la mesa. Ella se agarraba a mis dedos y correteaba por el tablero al ritmo de la música, cantando a gritos y riendo con fuerza, al mismo tiempo que yo imitaba sus movimientos en el suelo del salón.

Por las noches bebíamos un vaso de leche juntos mientras nos asomábamos por la terraza. Ella, con su diminuto vaso de juguete, siempre pedía hacer un brindis. "Por las pequeñas grandes cosas de la vida", decía, guiñándome uno de sus pequeños ojos verdes. Disfrutaba viéndola dormir, en su pequeña camita, con aquellos pañuelos bordados que usaba como sábanas. Nunca paraba quieta y se destapaba a menudo; así que, con cuidado de no despertarla, la arropaba varias veces a lo largo de la noche. En una ocasión, mientras lo estaba haciendo, se giró y se quedo abrazada a mi mano. Y ya no quise dormirme ni mover un solo músculo; me quedé mirándola, muy quietecito, hasta que llego el amanecer. Y entonces, aquellos pequeños bracitos y piernitas se estiraron perezosos al tiempo que un diminuto bostezo de razón forzaba su cara. "Buenos días, grandullón", decía siempre. Y me pedía que me acercara con un gesto de su dedo índice, para darme un pequeño besito de buenos días.

Pero el recuerdo más especial que guardo, era cuando se sentaba en mi hombro para ver alguna película juntos. La oía murmurar entre dientes, maldiciendo al malo de turno. Y cuando reía divertida, su cuerpo vibraba contra el mio en un sabroso cosquilleo. A veces se recostaba, y se quedaba dormidita, abrazada a mi cuello. Y si salía alguna escena romántica, se asomaba a mi oído, y mientras me hacía una carantoña en la mejilla o en el lóbulo de la oreja con sus pequeñas manitas de duende, me susurraba mimosa al oído: "¿así me quieres tú?". Y entonces un escalofrío me agitaba de pies a cabeza, y ella reía al ver los pelillos de mi nuca erizados cómo el lomo de un gato asustado.

Creo que, a pesar de que hayan pasado tantos años, aún sería capaz de dibujarla de memoria, como lo hacía aquellas tardes de lluvia que nos quedábamos en casa, mientras ella reía y jugaba alegre con cualquiera de esas cosas "de la gente grande que no sabéis valorar". Recuerdo como le gustaba imitar a las majorettes con los bastoncillos de los oídos, como disfrutaba, riendo hasta el llanto, al ver como se deformaba su cara en los distintos reflejos de una cucharilla de café, o como cogía carrerilla para saltar sobre un naipe de una baraja nueva para deslizarse sobre él a lo largo de la mesa, hasta acabar en mis manos.

Aquel pequeño, desinhibido y jovial espíritu libre me robó el corazón. "Qué no mida ni un palmo, no quiere decir que sea cortita, ¿eh?", decía siempre entre risas. Dicen que las mejores esencias se guardan en frascos pequeños. Bueno, algunos lo dicen; yo lo sé.

El peor día de su vida


Cuando se despertó no era él mismo. Ni aquella era su cama, ni conocía aquella habitación. Al principio intentó tranquilizarse. Aquello tenía que tener alguna explicación; se había despertado en un lugar desconocido por algún motivo perfectamente lógico, solo que no lo recordaba. Pero al ir a levantarse todo empezó a cambiar. Era más alto, bastante más alto que nunca. Aquellas no eran sus manos, ni esos sus pies... ¿¡estaba en otro cuerpo!? Le entró el pánico. Recorrió aquella casa vacía y desconocida parándose en cada espejo, gesticulando ante el reflejo de aquel extraño que imitaba sus gestos y se tocaba la cara y el cuerpo al mismo tiempo que lo hacía él. Lloró, gritó, pensó que se había vuelto loco. O quizá todo era una pesadilla. Ahora se despertaría sudoroso y temblando de pánico y todo acabaría. Eso es lo que iba a ocurrir, ¿verdad? Se derrumbó en un rincón, aterrado, envuelto en lágrimas de desconcierto, en puñetazos a la pared y en murmullos de demente. Se hizo un ovillo y se dijo: "dormiré, eso es lo que haré. Dormiré y despertaré y habré recobrado mi vida, y esto habrá sido un estúpido sueño, nada más que eso".

Al volver a despertarse, con los ojos pegajosos, llenos de legañas, y los nudillos de esas manos extrañas ensangrentados y doloridos, seguía tirado en el mismo rincón. Comprendió que no tenía sentido intentar negarlo. Tenía que entender qué había ocurrido. Se vistió con una ropa que no conocía, pero que era de la talla de ese nuevo cuerpo. Recorrió de nuevo toda la casa. Revolvió cajones. Ojeo las fotos, llenas de lugares y caras desconocidas, salvo la de aquel extraño que se asomaba en todos y cada uno de los reflejos de su rostro. Ni siquiera conocía la calle en que se encontraba aquella casa. ¿Quizá fuera otra ciudad? Encontró la cartera con su documentación. No la suya, claro, sino la de aquel cuerpo. Supo su nombre, un nombre desconocido para él. Lo repitió en alto, cientos de veces. ¿Ese era él? Escuchó en el mensaje de saludo del contestador automático la voz de otra persona. Luego comprendió que es así es como sonaba su voz, la de aquel cuerpo, para los demás. Información, necesitaba información. Se pasó todo aquel día indagando en aquel piso, descubriendo todas las cosas que podía de aquel extraño: sus gustos, su historia, sus ilusiones... 

La noche le sorprendió sentado en el sofá de cuero de aquel tipo, con la cabeza de aquel extraño atrapada entre aquel par de manos ajenas, en un gesto de desesperación. Había probado a marcar todos los números de teléfono que conocía, con la esperanza de escuchar una voz familiar, aún sabiendo que sería incapaz de decir nada, estando seguro de no poder explicar a ninguno de sus familiares o amigos nada de lo que estaba sucediendo; pero al menos quería tener eso, una voz amiga, algo a lo que agarrarse para no acabar loco. ¿Acabar loco? ¿No estaba ya loco? Aquello no tenía ni pies ni cabeza. La mitad de aquellos números correspondían a teléfonos que no existían; en la otra mitad contestaban voces desconocidas. Es como si su vida, su anterior vida, hubiera sido borrada de un plumazo en el mismo momento en que fue encerrado en ese otro cuerpo. Al menos la fecha de hoy era la que correspondía. Solo había cambiado de cuerpo y de vida, no había viajado en el tiempo ni nada parecido. "Solamente eso", se dijo, antes de ponerse a reír histéricamente y de romper a llorar de nuevo.

Salió de aquella casa y pidió un taxi. Fue a su casa (la que debería ser su casa, la que siempre había sido su casa... "¡¡Dios!!, ¿que está pasando..."), pagó al taxista con el dinero de aquel extraño y le pidió que le esperase. En la entrada de su casa había un coche que no conocía. Ni siquiera el felpudo era el de siempre, y la puerta estaba pintada de verde. "¿Que cojones...?" Cuando estaba a punto de llamar la puerta se abrió, de pronto, en ese mismo instante, y se topó de bruces con un tipo sonriente, que al instante cambió su gesto por una mueca de sorpresa y extrañeza. "¿Sí? ¿Puedo ayudarte en algo?", oyó que le preguntaba. Llevaba en la mano una bolsa de basura. Y no, aquel hombre no tenía su rostro, ni su voz. Ni la mujer que preguntó desde dentro si pasaba algo era la de su novia. Balbuceo una excusa incomprensible y regresó corriendo al taxi. Tuvo que mirar su dirección ("¿o debería empezar a decir mi dirección?") en la documentación, porque ya no la recordaba.

Cuando cerro la puerta, tras entrar en ¿su casa?, no pudo evitar dejarse caer de espaldas contra ella. Luego las piernas le flaquearon, y aquel cuerpo que le era impuesto se deslizo contra la superficie de madera hasta caer de nuevo al suelo, desmadejado y tembloroso, y pronto rompió en un llanto espasmódico e incontrolado. ¿Qué ostias era todo aquello? ¿Qué clase de broma macabra? Quizá debía de habituarse a eso. Quizá debería empezar a vivir la vida de ese extraño como propia. Fingir que conocía a sus seres queridos, acudir a su trabajo (¿contable?, ¿en serio?, si era un auténtico negado con las matemáticas... Bueno, que más daba, el menor de sus problemas es que le despidieran por no tener ni idea de lo que estaba haciendo) y actuar el resto de su vida. Tendría que asumir que lo había perdido todo; no solo todo lo que tenia, sino todo lo que era. Fácil, ¿no?

Entonces notó el dolor de estomago. ¿Estaría enfermo? No se le había ocurrido que podría ser un enfermo crónico. Quizá necesitaba tomar alguna medicación o vete a saber. Por suerte, comprendió que no era nada de eso, tan solo que no había comido nada en todo el día. Ni se había dado cuenta del hambre que tenía. Se dirigió a la nevera y, al cerrar la puerta del frigorífico tras coger lo primero que encontró a mano, un sobre cayó al suelo, desprendido de uno de los imanes de la nevera. ¿Cómo no lo había visto antes? "Para ti", decía. Lo abrió, curioso, y encontró una nota escrita con una letra mecánica y cuidada caligrafía.

"No puedo decirte mucho, no es recomendable hacer estas cosas; de hecho no debería haberte escrito nada... Tendrás que confiar en estas pocas palabras. Siento cómo ha sido todo esto, y entiendo que estarás hecho un lío y muerto de miedo. Pero sé que sabrás salir adelante. Aprende, esfuérzate en entender y sigue aprendiendo. Lucha. Ahora esta es tu vida. Disfrútala lo mejor posible, es lo que hay. Suerte. D."

Este es el primer y el peor recuerdo de su vida.