Me dijo: "para mí eres... un sábado". Hizo una macro sobre los poros de mi mejilla con su máquina de congelar momentos. Click. Y revolvió el café humeante una vez más. "Creo que ya estás templado", le dijo a la taza, mientras la rodeaba con sus manos. Luego me miró: "¡Eh!, ¡qué te digo a ti!". Y rió divertida. Y su risa dejó paso a una sonrisa de cocodrilo, como sonreirían los gatos si lo hicieran al jugar con un ratón acorralado.
"Sí, eres un sábado", dijo entre un par de rápidos sorbitos. "¡Y me encantan los sábados! Sobre todo los sábados como tú." Y volvió a levantar su cámara. Click, click.Y sonrió de nuevo. Pero esta vez solo sonreían sus ojos. O al menos era todo lo que yo podía ver. Mi mirada no podía escapar de esa sonrisa escondida tras dos pupilas grandes y negras, como pozos sin fondo, en las que caía y caía y caía. Y aunque debería haber sentido cierta desazón, no lo sentía. Al revés: se estaba muy a gusto perdido, cayendo sin fin, en esos ojos.
Y me desperté. Pensé que, quizá, si volvía a conseguir dormirme muy rápido, podría seguir soñando con aquella chica amante de los sábados. Pero, mejor no... Mejor encontrarnos otro día. En otro sueño. Y retomar los cafés donde los dejamos.
Y mientras tanto, mientras llega el momento de volver a sentirme cegado por el flash de sus fotos, quizá me dé el lujo de soñar con ella de vez en cuando. Pero esta vez soñaré despierto.
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