jueves, 15 de septiembre de 2011

Tras la pelota

Se tiró al suelo e intentó detenerla, pero la pelota bajaba demasiado rápida por la suave ladera, resbalando sobre la hierba recientemente cortada tras el paso del rebaño, y se le escapó de entre las manos. "¡Corre!, ¡que se caerá al río!", gritó su hermano fuerza, ladera arriba, con las manos alrededor de la boca para hacer bocina. Se levantó y corrió en pos de la pelota. Sentía las piernas fuertes y largas (a menudo se sorprendía en lo largas y fuertes que se estaban haciendo, incluso a veces se decía que pronto alcanzarían a tener más largura y a ser más fibrosas que las de su hermano) moviéndose rítmicamente bajo su cuerpo. Daba pequeños saltitos allá donde el terreno parecía más irregular, para procurar no tropezarse. Pero, a pesar de su carrera, la pelota le sacaba más y más ventaja a cada segundo que pasaba, algo de lo que también se dio cuenta su hermano. "¡Pero corre más! ¡Si se cae al río te tendrás que tirar tú a buscarla! ¡Ya te dije que jugar aquí nos traería problemas!"

Quería correr más rápido, pero si lo hacía empezaría a perder el control, y lo sabía. La pendiente no era muy grande, pero lo suficiente como para poder dejarse llevar corriendo, soltar las piernas, descontrolarlas y dejarlas correr al ritmo loco que ellas mismas pidieran. Pero entonces, al primer mal paso en alguna topera o algún hoyo escondido entre la hierba, se caería. De todas formas la pelota se alejaba muy rápido, y lo último que quería era tener que tirarse al río a buscarla, porque seguro que el agua estaría tan fría como la última vez. Así que trago saliva, apretó los dientes, y empezó a alargar las zancadas y a dejar que sus piernas se movieran como largos zancos descoordinados pero veloces.

Durante varios libres segundos se sintió genial. Sentía a su cuerpo correr veloz, cortar el aire que tiraba de su cabello y de su camiseta hacia atrás. Notaba los bruscos golpes de sus pies contra las irregularidades del suelo, trepando por su pierna, su rodilla, su cadera, hasta estremecer todo su cuerpo en un rapidísimo relámpago que de inmediato era sustituido por otro procedente del otro pie. En su pecho y en sus oídos golpeteaba su joven corazón desbocado, no tanto por el esfuerzo, sino por la emoción de saberse estar corriendo tan rápido como sus piernas eran capaces de dar. Incluso más. ¿Quizá más?

Perdió pie. Había cogido tanta velocidad que su pierna derecha no consiguió estirarse lo suficientemente rápido esta vez, y en lugar de pisar firmemente a penas rozó con la puntera la hierba. Notó como durante un breve momento (momento en el que, sin embargo, todo parecía ir a cámara lenta) su cuerpo flotaba sobre el suave mar de hierba, como si volase. Y entonces cayó, desmadejado, todo brazos y piernas doblándose y girando. Rodó tan rápido como bajaba, hasta que sus giros tomaron una dirección menos vertical y se fueron frenando. Finalmente se desplomó, boca arriba, con los brazos y las piernas completamente extendidos y magullados. Aunque no le dolía nada, al menos en ese momento no. En ese momento solo veía las nubes en el cielo, girando locamente, al mismo ritmo con el que giraban sus tripas. Tenía la sensación de estar aún cayéndose, a pesar de saber que ya se había detenido y estaba tumbado en el suelo. Pero poco a poco la sensación se le fue calmando.

Y justo, un momento después, llegó aquel instante que recordaría durante largos años, como aquel momento en que sintió aquellas sensaciones tan especiales. El sol acariciaba suavemente su piel sudorosa. Su pecho se hinchaba y deshinchaba cada vez más lentamente, trayéndole olores a hierba recién cortada, a lavanda y a espliego, mezclado con el toque ácido de las cagarrutas. Una suave brisa le trajo el sonido de un martillo, lejos, desde le pueblo, e hizo que se arremolinara suavemente el mechón de pelo que le caía sobre la frente. Oía los pasos de su hermano, corriendo en pos de él, preguntándole a gritos si se encontraba bien. Y vaya si lo estaba. Mejor que bien.

En aquel momento se olvidó de su cuerpo; se olvidó de la pelota y de su hermano, del sudor y del corazón que calmaba su ritmo, de las heridas en sus codos y rodillas que comenzaban a sangrar; se olvidó de su nombre, se olvidó del tiempo, se quedo vació, en blanco, como cuando abría uno de los nuevos cuadernos el primer día de colegio. Pero siempre recordará aquellos instantes, los momentos previos a que su hermano se asomará sobre él y le agitara los hombros con cuidado, preocupado al ver su mirada fija y su rostro tranquilo y sonriente. Todo para él en ese momento se reducía a un cielo azul pálido, y a nubes de formas caprichosas que se hacían y deshacían a merced de un viento intenso sobre el que se dejaban llevar, tal y como él se había dejado llevar cuesta abajo. Eso era todo. No había nada más que eso. Azul y blanco jugando a mezclarse y moverse como en una lámpara de lava; una hipnótica visión que le tenía totalmente enajenado, fuera de sí, fuera de su cuerpo y de su mente.

Y entonces, como ahora, cuando recuerda ese instante no puede evitar sentir una intensa tranquilidad y armonía. Y sonreír.

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