"Yo quiero flan". Siempre quería flan, no hacía falta que se lo preguntaran, pero a la abuela le gustaba oírselo decir, ver como se dibujaba una amplia sonrisa en su carita, toda anticipación y deseo. Ella lo preparaba siempre a la víspera, con mucha dedicación y ternura. Decía que el secreto estaba en que reposara y se refrescase; aunque toda la familia andaba realmente detrás de aquella receta deliciosa que guardaba con un celo propio de una madre con un recién nacido en brazos. "Esta receta se irá conmigo a la tumba, Dios tenga a bien sea dentro de muchos años", decía. Y nada podía convencerla de lo contrario. "Si todos supierais hacer mis flanes, no tendríais motivos para visitarme", se enfurruñaba a menudo, medio broma y medio en serio. En el fondo sabía que no era así, que todos sus hijos y nietos gozaban de pasarse por la vieja casa familiar y estrechar entre sus brazos aquellos huesos ancianos y achacosos que agradecían cada muestra de afecto con un "ya, ya... que me vas a partir en dos... ya vale de zalamareías"; pero que eran todo morros cuando el abrazo y los besos no llegaban pronto y sin ser reclamados, con su también característico "¿es que ya no saludas como corresponde a tus mayores?, cría cuervos...", que no era más que un reclamo del afecto que tanto echaba en falta entre visita y visita.
"Yo quiero flan", decía. Lo decía incluso antes de que ella se pusiera con cierta dificultad de pie, junto a la mesa, e hiciera el amago de recoger los platos. Entonces hijos y nueras, nietas y sobrinos, se levantaban a la vez, como si un gran resorte saltara siempre que la abuela se despegaba de la silla, y se producía un gran traqueteo de vajilla de mano en mano, robándole a la anfitriona su propio cubierto de la suya. "¿Es que me tenéis por una inválida? ¡A ver si no voy a poder recoger la mesa en mi propia casa!...", refunfuñaba, aunque todos sabían por dentro lo agradecida que estaba a que los suyos se desvivieran por ayudarla, y les dejaba hacer. Aquel humor, entre cariñoso y gruñón, formaba parte del encanto de aquella mujer, de aquellas manos y aquel rostro arrugados y ásperos que tanto se hubieron de sacrificar en los malos tiempos para sacar a la familia adelante. "Sí... vosotros agachad la cabeza y soltad risitas, cómo si no me escuchaseis, y todos en procesión con los platos a la cocina... miedo me dais, ¡cuidadme la vajilla que es la de los domingos!... ¡y volved volando, que aún queda el postre!".
"Yo quiero flan", habría dicho ya para entonces, y si no, lo diría rápidamente en aquel momento.
Él no se levantaba como los demás. Aún era el pequeñín de la casa; al menos el más pequeño de entre los que ya sabían hablar, caminar y comer por sí solos. Pero no lo suficientemente diestro aún como para acarrear platos en idas y venidas a la pequeña cocina. Ya lo intentó alguna vez, rompiendo la preciada vajilla de la abuela quien, a diferencia de las llamadas a los demonios y a los santos cuando era alguno de sus torpes hijos quien hacía dar con un vaso en el suelo, se llenó de susurros dulces y bonitas palabras de consuelo para aquel renacuajo compungido por no haber sabido ayudar y haber disgustado a su abuelita. Desde entonces esperaba siempre sentado después de comer, ansiando el momento en que comenzara el ritual de la recogida del servicio, y entonces decía, feliz, sus tres palabras más esperadas a lo largo de la semana: "Yo quiero flan".
Aquellas tres palabras siempre arrancaban la sonrisa desgastada de ojos azules y nariz chata, que bañaba con una calidez de un cariño insondable su respuesta: "Para ti siempre hay flan en esta casa, gorrión." Y el reía divertido por los apodos con que le llamaba, uno distinto en cada visita, como si se lo hubiese estado pensando tiempo atrás para sorprenderle de nuevo. Y es que así era tal y como de hecho lo hacía, mientras preparaba con mimo su receta secreta de flan en la víspera. "Ya verás que rico te sabrá mañana... gorrión", susurraba complacida frente a los fogones.
"Yo quiero flan", decía. "Aprended de él, familia... eso es lo que tendríais que hacer, pedir el postre y quedaros sentados, no andar jugando con los platos... ¡Qué aún tengo manos! Anda, volved a la mesa de una vez. Me traéis loca, de verdad, que guerra dais...". Lo que le daban era la vida, y bien consciente que era de ello, de la ilusión con la que esperaba, en la soledad del recuerdo de la casa llena, la llegada de esos días en familia. Si no fuera por ellos, por aquellos abrazos sinceros, aquellos gestos tiernos, aquella risitas divertidas ante sus continuos enfados, aquellos pequeños ojitos, manitas y sonrisas que le traían a la memoria los parecidos de los que ya se fueron...
"A ver, gazapines, ¿quién quiere flan?". "Yo, yo yo yo, yo quiero, abuela. Yo quiero flan. ¡Si ya lo he dicho antes!". "Ya sabes que para ti siempre hay flan listo, perillán". Y el reía divertido. "Perillán". No tenía ni idea de lo que significaba, pero si se lo decía su abuelita le sabía tan delicioso como su flan.
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