sábado, 11 de junio de 2011

Piénsalo dos veces

Unos seres mágicos y casi todopoderosos. Que pueden cambiar de forma, que gustan de embaucar y de ridiculizar a los humanos. Entes que pueblan leyendas desde el frío Atlántico hasta las interminables estepas de Asia. Temidos por su espíritu malicioso durante generaciones y generaciones. Y si, también deseados. No eran pocos los que según los textos antiguos intentaron esclavizarlos y atarlos de por vida con un conjuro a un objeto, para así poder disponer de sus poderes a voluntad.

Seguro que si te topases con uno en tu día a día no sería motivo de alegría. Imagínate, puede ser una sombra, quizá incluso se haga invisible. O puede hacerse pasar por cualquier tipo de animal. O de persona. Quizá por alguien conocido o por un ser querido. Y engañarte, seducirte, humillarte, destrozarte la vida. Y lo hará por el simple placer de hacerlo. No es un panorama muy alentador, ¿no crees?

Y sin embargo te veo dispuesto a hacerlo. ¿Por qué? ¿Por codicia? Tienes derecho a anhelar, a querer que se cumplan tus deseos; pero te equivocas pensando que lo vas a lograr de este modo. Retorcerá tus peticiones y las volverá contra ti. Unas veces leerá entre lineas; otras las aplicará con literalidad. Créeme, sabe cómo hacerlo, lleva toda una eternidad de existencia cavilando mil y una perrerías contra los humanos. Es un maestro de la dialéctica. Todos lo son. Te va a arruinar la vida por creer que puedes ser más listo que él, que puedes dominarlo.

No se ni cuanto tiempo llevará encerrado ahí. Atrapado por alguien como tu, que se la jugo y si, lo consiguió, venció en ingenio. Seguramente usando una oscura trampa, o faltando a la legalidad del juego, o a su palabra. Nunca lo sabremos. Seguramente esa persona es polvo de polvo desde hace milenios. Quizá lo que obtuvo de su supuesto gran logro fue lo que le destruyó.  Quién sabe.

Lo que si se es la rabia contenida que hay en ese objeto. Una rabia que se ha ido cociendo lentamente con el paso de cientos y cientos de años. Y créeme, va a querer vengarse; no te verá como un libertador, si no cómo un hermano de sangre de quien lo atrapó y le ha tenido prisionero hasta ese momento. Fingirá agradecimiento, no me cabe duda. Es su papel, saben jugarlo bien. Te llenará los oídos de "mi amo", de "es un placer cumplir sus deseos"; pero reirá por dentro. Se reirá a autenticas carcajadas de ese pequeño y patético hombre que cree estar dándole ordenes y a quien le espera el más retorcido de los castigos: ser torturado por sus propios deseos.

Pero si no me crees, adelante. Si crees que puedes hacerlo, que puedes vencer, hazlo. Frota esa lámpara y pide tus tres deseos. Pero, en el nombre de nuestra amistad y por tu propio bien, hazme el favor de pensarlo un par de veces antes.

jueves, 9 de junio de 2011

Desde la cima

Se asomó de nuevo al precipicio. La verdad es que era realmente espectacular. La montaña parecía cortada a cuchillo por más de treinta metros. Más allá de ellos, se apoyaba en la pared vertical una empinada ladera cubierta de pequeñas rocas, que pronto comenzaba a salpicarse de arbustos y matas, aquí y allá, para luego quedar absorbida por el verde del bosque de hayas y pinos.

Delante, un amplio valle, como un gigantesco caldero de mil tonos de verde, rodeado por montes en sus cuatro costados. El bosque tupido solo se abría alrededor de las pequeñas casas que forman las tres o cuatro aldeas que se divisan en el fondo del valle, junto al riachuelo. Allí había algunos parches de un verde claro, zonas de pastos para el ganado. Desde lo alto, las cimas grises de roca desnuda rascaban el cielo, alguna incluso a más altura de en la que él se encontraba.

Un escalofrío recorrió su espalda y le hizo temblar levemente. Se alejo despacio del borde del precipicio, dándole la espalda, hasta el otro extremo de la plana cima, a penas media decena de metros más allá. A partir de ahí la montaña bajaba en una pendiente mucho más suave que la de la otra vertiente; parecía una enorme sábana de césped verde, moteada de gris por grandes rocas solitarias, con algunos pequeños grupos de grandes arboles de tanto en tanto.

Respiró profundamente varias veces, y se giró, encarando de nuevo el precipicio. Juntó los pies y visionó en su cabeza lo que iba a ocurrir. Cogería carrerilla desde allí, y correría tan rápido como pudiera hasta el mismo borde del abismo. Entonces saltaría, saltaría con todas sus fuerzas, dejaría lo más atrás posible la montaña y, por un instante, se sentiría colgado en el aire. Y entonces caería como una piedra, más y más rápido, teniendo la extraña sensación de que eran la tierra, las rocas, y los árboles los que se precipitan hacía él, y no al revés.

Y sabía que entonces se acabaría todo. De golpe, un fundido en negro. El final. Y aunque no lo deseaba, aunque de hecho era lo último que deseaba, sabía que saltaría igualmente. No sabía bien porque, pero no tenía miedo. Solo sabía que tenía que hacerlo. No había más razón que esa: tenía que hacerlo.

Se inclinó hacia delante y su pierna de batida se adelanto veloz, mientras notaba cómo sus músculos se tensaban y su cuerpo se lanzaba con mecánica coordinación a toda velocidad hasta aquella frontera que daba al vacío. Antes de poder si quiera replantearse todo aquello, notó cómo el cuerpo se encogía y se estiraba solo un instante después, lanzándole más allá del borde afilado. Era un salto magnífico, inhumano. Nunca había pensado que podría saltar con tanta fuerza. Notó cómo cortaba el aire, hacía arriba y hacía delante, más y más lejos de la seguridad baja sus pies. Y entonces, durante un momento, le dio la sensación de que el tiempo se detenía, de que se quedaba colgado, ingrávido. Ante él, aquel cuenco verde que le llamaba desde cada uno de los verdes de todas las hojas que lo tapizaban. Justo en aquel instante, el sol escaló el límite algodonado de la nube que lo cubría y sus rayos rascaron con su luz aquel paisaje, bañándolo de un cálido brillo que lo hacía más hermoso si cabe a sus ojos.

Y cuando debería haberlo sentido, cuando debería haber empezado a caer, vio que algo raro pasaba. No caía. De hecho, seguía subiendo y avanzando, atravesando el aire con la misma velocidad que le dio aquel impulso, ya varios metros atrás.

Le entraron unas ganas terribles de reír, y de llorar, y de gritar. Pero el cuerpo le pedía otra cosa. Le pedía callar y observar. Observar el paisaje que le estaba regalando aquel salto irreal que le seguía impulsando por los aires. Flotaba. Realmente estaba flotando. No. No flotaba. ¡Volaba!

Desde que le ocurrió aquello, siempre al acostarse sonríe pensando que, tal vez, de nuevo aquella noche, sueñe con volar.

sábado, 4 de junio de 2011

La caja

Clara entreabre los ojos y se despereza mientras estira brazos y piernas. Luego vuelve a acurrucarse y a cerrar los ojos durante unos segundos. Poco después, y tras un largo bostezo, los párpados se abren de nuevo lentamente. Se levanta y se estira de nuevo, después del revitalizante sueño. Camina despacio, aún somnolienta, hasta la cocina, donde bebe un poco de agua y se queda mirando embobada a través de la ventana. Hace una mañana fantástica, luminosa y tranquila. Mira con atención casi obsesiva unos pequeños pájaros que revolotean por el patio, hasta que salen volando más allá de la balconada.

Un frugal desayuno y el aseo matutino. Ahora vendría fenomenal uno de los masajes de Fran. Se dirige al salón, con la esperanza de encontrarle allí y pedírselo de la forma más zalamera posible, pero lo que encuentra le sorprende. Una caja, una enorme caja en medio del salón, lo suficientemente grande como para entrar tumbada dentro de la misma. ¿De donde ha salido esto? Da un par de vueltas a su alrededor, curioseando. Intenta empujarla con cuidado. Se mueve sin mucha resistencia, parece que no tiene nada dentro. Se pone de puntillas para mirar en su interior. Las pared se dobla ligeramente sobre su peso, pero le permite comprobarlo: efectivamente, está vacía.

Coge impulso y salta dentro. Recorre el interior de la caja, con la misma curiosidad que lo hizo por fuera. Y esta vez se asoma desde el interior, oteando por encima de los muros de la débil fortaleza. Un poco más tarde decide sentarse en una de las esquinas. Se encuentra extrañamente cómoda y segura en su interior. Poco a poco se relaja y el sueño le vence de nuevo.

Fran asoma la cabeza por el borde de la caja y ve a Clara, dormida, respirando suavemente, enroscada sobre si misma en el interior de la caja. "Carmen, mira a Clarita" -dice Fran en un susurro, girando ligeramente la cabeza hacía al pasillo-. "Ya te dije que seguro que le gustaba la caja de cartón. A los gatos les pirran estas cosas..."