domingo, 26 de febrero de 2012

Corazón

¿No te quieres enterar? ¿Por qué sigues insistiendo en hacerme daño? Olvídate de mí, abandóname, vete. Estoy cansado. Destrozado. Déjame vivir en paz; si es que a esto se le puede llamar vida...

¿No te das cuenta de que ya casi nunca puedo llorar? Las lágrimas han cristalizado y han caído en el torrente que recorre mi alma. Y allí muerden en silencio con sus afiladas aristas de sueños rotos y vidas truncadas. Me arde el pecho. Se me clava la dolorosa cuña del recuerdo antes de partirme más y más la conciencia con cada aldabonazo de una memoria pasada.

Cada una de las noches acuden con su lengua áspera a arrancarme la piel a lametazos. Cada día, el sol escupe ardiente sal sobre mi carne viva. Un ciclo de tortura, de aguijones y filos de navaja. Una espiral en la que solo vale caer y caer hacia la más negra y profunda de las fauces. Los dientes negros, como los más oscuros sentimientos, y el gargantuesco apetito que devora el último recuerdo de lo que es la alegría. Estoy cansado hasta la desesperación de tus juegos con cuchillas y punzones en mis más tiernas carnes, allá donde se unen en lo más hondo de mí al ser sensible que has convertido en ser doliente.

¡Qué lejos las sonrisas, amores e ilusiones! Qué pequeños se los ve... Niego con la cabeza mientras clavo las uñas en mis sienes y comprendo con cruel seguridad que ya no volverán. Estoy harto del vino agrio, del grito sordo y constante, de la opresión en el pecho, del dolor lacerante de la burla de una vida que no me quiere en ella. Harto de ti. Vete, ¡por Dios!, ¡¡vete!!

Abandona mi cuerpo, que nunca debiste habitar. Sal de mis entrañas y escoge a otro a quien martirizar. Maldito seas hoy y siempre. Y maldito el día en que te instalaste en mi pecho con funestas garras de emociones falsas, promesas falsas, falso, falso, falso... Lárgate de aquí. Déjame.

Ya sé que no lo harás. Ya sé que me levantaré y volveré a luchar con estúpida tozudez contra el velo luctuoso con que cubres mi cuerpo y mi alma. Solo te ruego una cosa, solo una: ten clemencia. Ten una minúscula pizca de compasión y concédemela antes de volverme loco, por favor.

Solo quiero volver a llorar. Solo eso. Al menos, déjame llorar.

martes, 14 de febrero de 2012

Un día de playa


Le dijeron que en aquella playa las caracolas vacías que abandonaba la marea traían ecos del otro lado del mundo. Según decían, en ellas se podía escuchar lenguas extrañas, animales fantásticos y sonidos tan ajenos a nuestra realidad que parecían sacados de sueños profundos. También le hablaron de la fina arena blanca que acomodaba cada paso en un suave cojín susurrante, y que se escapaba de entre los dedos como si se tratase de agua (y no de incontables pedacitos de sueños, tal y como él bien sabía era el origen de toda la arena del mundo). Si debía hacer caso a aquellas palabras, y no veía por qué no, caminar por aquél arenal debía de ser lo más parecido a un intenso y relajante masaje en los pies.

También la hablaron de las olas. Decían que a aquella bahía entraban siempre en grupos de tres. La primera de cada serie era baja y tímida. Luego llegaba una ola creciente y espumosa. Y por último una plana y larga que lamía la orilla hasta el mismo límite de la arena húmeda. Y cada una traía un sonido del mar, una ronca nota arrancada de las entrañas del océano y de la fuerza del viento. Siempre los mismos tonos, repetidos una y otra y otra vez: la do sol, la do sol. la do sol. Y, según contaban, cuando amenazaba galerna, aquella melodía se iba transformando en toda una sinfonía rugiente y terrible, y extrañamente bella y atrayente a la vez. Los más ancianos pescadores de la zona, según comentaban, llamaban a aquellos sonidos de tormenta “cantos de sirena”.

Pero no eran las aguas cristalinas ni la brisa fresca lo que más le podía atraer de aquel lugar. Ni lo era las amables gentes ni los muchos y confiados animales que transitaban arenales y bajíos costeros. Ni las caracolas, ni las arenas, ni las olas; ni las rocas, lodos o todas aquellas casetas y sombrillas multicolores que moteaban el dorado paraíso. Lo fantástico de aquel rincón, lo que le maravillaba y le llamaba a acudir pronto a conocerlo es que, según le contaron, a menudo se la podía ver paseando por allí, riendo mientras chapoteaba en el agua, leyendo una novela tumbada al sol o paseando de madrugada con aquel precioso vestido verde mar.

Y eso sí, desde luego que sí. Eso bien mereciera un día de playa.