sábado, 24 de diciembre de 2011

25 de Diciembre

Cada año esperaba estas fiestas. No es que fueran sus favoritas, no. Es que para él eran las únicas. El resto del año no dejaba de ser una repetición monótona de días vacíos de significado. Pero cuando se acercaba la Navidad todo cambiaba. Era distinto. Le encantaba aquello. Lo vivía tan, tan, tan intensamente...

Desde semanas antes al día de Navidad, ya se notaba el cambio en él. Recibía a todas las visitas a la casa con una gran sonrisa. Disfrutaba de las cordialidades navideñas, de escuchar aquellos "¡qué tengas feliz Navidad!" o "¡felices fiestas!". Para él no eran simples formulismos. En absoluto. Eran deseos sinceros. Deseos de paz, de armonía, de familias abrazadas en torno a mesas llenas y de sueños infantiles. Era precioso. El lo vivía como algo precioso. Le costaba tan poco vivirlo así... De hecho, no podía evitarlo. Tenía la sensación de que estaba en este mundo para eso. Para vivir así de intensamente la Navidad. Para ser Navidad.

Siempre había deseado unas navidades blancas, aunque nunca había pisado la nieve. Para alguien como él, con una vida como la suya, era difícil poder escaparse a algún puerto de montaña y hacer muñecos de nieve o disfrutar de peleas a bolazo limpio. Aunque lo deseaba, sí. Secretamente. Su vida... bueno. No podía decir que le gustara. Deseaba que fuera de otro modo, eso seguro. Se sentía enclaustrado, vació, anónimo, inútil. ¿Cuestión de autoestima? Puede ser. No era una vida mejor o peor que la de otros muchos, eso es cierto. Pero realmente el resto del año no valía nada para él. Eran días, semanas, meses vacíos. Simplemente formaban el tiempo entre dos Navidades. Nada más que eso.

No es difícil hacerse una idea de lo que significaba para él que se acabaran las fiestas. Hablar de depresión es quedarse corto. Aunque con el paso de los años había aprendido a ser paciente, a vivir cada día como uno más en la cuenta atrás hasta las próximas Navidades. Pero seguía resultándole duro. Muy duro. De todas formas no pensaba en ello durante aquellas fiestas. No le daba tiempo. Lo pasaba demasiado bien, sus días y sus noches se llenaban de demasiadas ilusiones y demasiados motivos para sonreír de oreja a oreja, como siempre hacía.

Nunca se le oía decir cuantísimo amaba la Navidad. No hacía falta, claro. Solo había que mirar sus ojos brillantes para darse cuenta de lo feliz que era. Desbordaba entusiasmo, dinamismo, ganas por festejar. Era lo más parecido a la Navidad personificada. Y cada Navidad, año tras año, impregnaba de buenos sentimientos, bonitos deseos y sinceras alegrías a aquella familia que le acogía. La misma familia que conocía desde hacía ya cuatro generaciones, y con la que deseaba estar cuatrocientas generaciones más. Les quería a todos, a todos y cada uno de ellos. Pero ahora mismo sentía debilidad por la pequeña Nati. Era ella quien junto a la matriarca, su abuela Aurori, cada año, a primeros de Diciembre, abría la caja de los adornos navideños. Escuchar la voz aguda de Nati mientras revolvía espumillón, bolas y figuritas del belén era uno de los momentos más dulces para él. "¿Dónde está el pastorcito, Abu? ¿En esta caja? ¿Está aquí? ¡¡Pastorcitoooooo!! ¡Aquí estás!". Y lo cogía con sus dedos diminutos, y lo abrazaba, y lo colocaba con cuidado en su lugar, en aquella pequeña mesita de la vieja casa familiar dónde cada año se instalaba el nacimiento. "Abu, ¿te he dicho que este pastorcito es mi figurita favorita?", decía. "Todos los años me lo dices, cielo. Y claro que lo es, es la de todos", le contestaba su abuela. "¡¡Pero es que mira como sonríe, abu!! Mira, ¡miraaaaaa!", gritaba entusiasmada la pequeña, mientras su abuela reía, complacida.

Y así pasaban los años para el pastorcito. El pequeño pastorcito del belén. El de la pintura descascarillada aquí y allá. El de la ovejita a hombros. El de la enorme, enorme sonrisa y los ojos tan brillantes como el primer día. El que querría poder hablar, poder gritar con todas las fuerzas de sus diminutos pulmones de plomo, diciendo: "¡¡¡Feliz navidad!!!".

lunes, 19 de diciembre de 2011

Madrugada

Madrugada. Hora de desvelos y duermevelas. De párpados pesados. De pesadillas que te expulsan de pozos negros y carreras angustiosas hacia una noche igual de negra y a una sensación igual de angustiosa. Las horas de los sueños imposibles, de las hadas, de las sombras que esconden sombras, secretos y pasos de puntillas. El tiempo del gato y del murciélago, del sereno y del coco. Letras bajo luz eléctrica. Monstruos. Madrugada.

Hogar de recuerdos. De caricias pasadas y besos perdidos. Morada de castillos de naipes que nos empeñamos en construir una y otra vez, a pesar del fuerte y negro, negro viento. Palacio de los deseos, de los caminos inexplorados, de las dudas, de las búsquedas del significado de los silencios. Refugio de los sentimientos. De los odios viscerales. De los amores viscerales. Capital de las vísceras.

De cuántos juramentos son testigos luna y estrellas. A cuántos amantes despiertan, cuántas manos buscan calor a su lado. Cuántos susurros, cuántos gemidos, cuántos suspiros. Qué cantidad de besos a escondidas, de ojos ciegos en negruras absolutas, que sin embargo ven, y son vistos. Y los cantos... ¡Ay! Los cantos de sirena... Las palabras que tremolan en el aire, "para siempre", dicen, "te quiero", dicen, "nosotros", dicen.

El paraíso de las lágrimas, de los ojos rojos que escuecen una milésima de lo que escuece el alma. La hora del abrazo que da paz, que llena, que completa. El tiempo de la caricia familiar, del ardor de pieles cercanas, de los sorbitos de vida bebidos en palabras dulces. Reino del relámpago que ilumina ojos que miran fijamente a ojos, sobre sonrisas de felicidad. Territorio de los que duermen y de quienes vigilan sus sueños. El lugar de las camas medio vacías o demasiado llenas. El lugar de los "que este momento dure para siempre". Sí, ese lugar.

La libertad del recluso. La cordura del loco. Tierra de los olores, las texturas y los sabores. Universo de los sonidos que traen lluvia, olas, respiraciones acompasadas. Punto de reunión de las recapitulaciones. Lugar de partida de ilusiones y decisiones. Escuela de todos, donde maestro y alumno hablan con la misma voz. "Aprende, vive, sueña", dicen. El lugar donde se forjan las mayores alianzas. El lugar donde se ejecutan las mayores traiciones. Sí, sí, sí. Ese lugar. Este lugar.

Madrugada. El tiempo sin sol. El tiempo sin día. El contrapunto. Donde los silencios se rompen. Donde los hados conspiran. Madrugada de musas. Madrugada de insomnio. Madrugada inolvidable. Madrugada para olvidar.

Que descanses.

El carpintero

Conocía aquel bosque mejor que nadie. Lo había recorrido infinidad de veces. Sus primeros recuerdos estaban llenos de aquellos troncos altos y firmes, de aquel cielo de hojas de decenas de especies de árboles distintos, de bayas, de flores y del viento ululando entre aquel ramaje. Y allí, entre aquellos claros, entre troncos caídos y hojarasca, rodeado de setales y de piñas huecas, se sentía como en casa.

Se paró en uno de sus claros favoritos, disfrutando del sol de la mañana mientras reposaba apoyado en un viejo tronco hueco cubierto de musgo. Hoy debía de elegir un árbol nuevo con el que empezar su trabajo. Quizá parezca un poco extraño que un carpintero elija por si mismo, en persona, la madera con la que quiere trabajar. Pero en él se juntaban dos cosas. Por una parte era un gran artesano, de eso no había duda. Le conocían en todos los pueblos de la comarca. A menudo había gente que se desplazaba al bosque para verle trabajar, para observar como seleccionaba el árbol adecuado, como miraba la madera con ojos expertos, viendo más allá de lo que ve cualquier mortal en un viejo y retorcido roble o en un estirado y orgulloso abedul. Por otra parte, conocía mejor que nadie aquellos bosques. Cada árbol, ya fuera centenario o nuevo brote, era familiar para él. Era tan común verle recorrer aquellos lares que todos los habituales del bosque, desde el guarda forestal hasta los aficionados a la búsqueda de hongos, pasando por los cazadores o los excursionistas, todos y cada uno de ellos, le saludaban jovialmente al toparse con él. Si bien es cierto que rara vez les prestaba atención: siempre solía estar ocupado con su labor. Pero era parte integral de aquel bosque.

Era un trabajador incansable. Cuando se ponía manos a la obra en la búsqueda del árbol perfecto no cejaba hasta dar con él. Con lluvia, nieve o vientos huracanados, daba igual. Y una vez hecha la selección, ponía en marcha sus herramientas de trabajo, que propagaban por todo el bosque aquel característico sonido, ese rítmico golpeteo interminable. Como estaba a punto de ocurrir en aquel momento. Ya había elegido el árbol adecuado para hoy. Frente a él tenía un enorme pino que se erguía alto y orgulloso en el linde del claro, asomando su puntiaguda copa mucho más allá que sus chaparros vecinos.

Se acomodó en una de las ramas para estudiar la materia prima de cerca. Sin duda había acertado ya desde la distancia: era el árbol adecuado. Se aferró con cuidado al tronco (no conviene caerse de esa altura...) y puso en marcha su pico. Aquel sonido rasgó el susurro de fondo del bosque. Miles de ojos y orejas, de animales y personas, se giraron al instante hacía aquel lugar. Pronto aquel repiqueteo constante llenó el bosque hasta el punto de convertirse en algo tan natural en él como el verde y el marrón. Ese era el bosque del carpintero. Y cuando golpeaba velozmente los troncos de los árboles lo reclamaba para sí. Sus árboles. Su bosque.

El rítmico soniquete se pausó por un momento, mientras atrapaba una pequeña larva con su pico y la tragaba rápidamente. Luego se desperezó, estirando las alas, y retomó su labor. De vuelta a trabajar la madera. Su madera. Como buen carpintero.

jueves, 15 de diciembre de 2011

¿Diga?

Dejó que sonara un tono, y entonces colgó. Se levantó, nervioso. Se puso a caminar por el pasillo, arriba y abajo. ¿Y ahora qué? Vería su llamada y la devolvería. O no. Quizá debería llamar de nuevo. No. Jo. Mierda. ¿Por qué había colgado?

Volvió a sentarse junto al teléfono, y se quedó mirándolo, nervioso. ¿Y si sonaba ahora? Ahora sonaría, sí. De un momento a otro. O no. Quizá no. Quizá no estaba. Lo mejor sería volver a llamar de nuevo, sí. Y esta vez no colgar, claro.

Cuando alargaba el brazo hacia el teléfono, este sonó. Pegó un pequeño salto en el sofá. ¿Es posible que le estuviera llamando? A ver, era lógico, ¿no? Se mordió el labio, temeroso. Se intentó tranquilizar sin conseguirlo. Y una mano temblorosa descolgó. Silencio. Silencio a ambos lados de la línea. ¿Estaría ahí, al otro lado? ¿Por qué no decía nada? Bueno, él tampoco había dicho nada, claro.

Los segundos pasaban, lentos, como esos segundos que pesan años. ¿Cuanto tiempo llevaba ahí, pegado al auricular? Veía su mano libre tiritar sin remedio sobre su rodilla. Tenía que hablar, decir algo… Lo intentó. Tres veces. La boca se abría, como la del pececillo del acuario que tenía enfrente, pero no salía ningún sonido de su interior. Se sentía idiota, boqueando, mudo. Pensó en colgar, de nuevo. Aunque más que un pensamiento era un especie de reflejo que luchaba por salir de esa situación, de ese bloqueo que le tenía atrapado. Tenía la mente vacía. Se sentía como si estuviera excavando en una enorme caja de arena sin fondo en busca de algo oculto en su interior, y por cada brazada que apartaba, otra se colaba en su lugar.

Una parte de sí le pedía hablar, decir “hola”, decir algo. Otra le pedía colgar. Pero la que ganaba el pulso es la que le hacía mantenerse en ese estado petrificado. ¿Cuánto tiempo llevaba así? ¿Un segundo? ¿Una hora? Fue entonces cuando un “¿estás ahí?” brotó del otro lado del auricular, y el embrujo se rompió. De pronto respiró (¿desde cuando llevaba aguantando la respiración?) y se desató un nudo de emoción atado en tripas. Un ansioso automatismo por fin liberado le hizo hablar y hablar sin parar, casi sin ser consciente de estar haciéndolo. Se lo contó todo, del tirón. Y su mano dejó de temblar.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Sueños de vía estrecha

El soniquete del tren trastabillando sobre las vías. Si le preguntasen por su canción favorita, diría que es esa. Ese runrún que acurruca y mece y vibra a partes iguales. Le encantan los trenes, claro. Sentarse embelesado ante un paisaje que corre veloz frente a él, que se escapa por segundos de su vista en una continua carrera por atrapar el horizonte. Las largas conversaciones que convierten a los desconocidos de compartimento en compañeros de viaje. El pasillo, recorrido con paso torpe de bebé camino del coche restaurante, con todas esas puertas a un lado llenas de deseos por alcanzar un destino común.

Él disfruta de los viajes largos. De aquellos que dan para acabarse el libro y obligan a rebuscar en el equipaje en busca del siguiente. De esos en los que las cabezadas que vence el sueño se convierten en agradables episodios que repiten sensaciones de lejanos paseos en cochecitos de niño ya olvidados. En los que da tiempo a contar tu vida, tus sueños, tus ilusiones, a ese simpático extraño que acabará convirtiéndose en uno de tus mejores amigos. Esos viajes que dan paso a un intercambio de miradas entre dos desconocidos sobre sendos cafés que amenazan con derramarse de las tazas tras el último traqueteo, y que pone la semilla para uno de esos besos de “hasta pronto” que nadie quiere terminar entre dos enamorados en la estación de destino.

Y ahora, mientras tamborilea con sus dedos sobre la mesa al ritmo creciente que imprime la pequeña locomotora del tren que arranca su viaje camino de la siguiente estación, los recuerdos le asaltan. Y sonríe, y se entristece, y niega con la cabeza, y suspira, mientras el tren tartamudea una vez más su característico murmullo, desplazándose cada vez más deprisa bajo la catenaria. “Alguna vez viajaré en un tren a vapor”, se dice siempre en esos momentos melancólicos. El diminuto tren recorre las vías frente a sus ojos, cruza el pequeño puente de madera y atraviesa el corto túnel. Lentamente baja la velocidad del convoy y deja que se detenga en la otra estación, al otro lado de la mesa. “Fin del trayecto”, piensa. Se acabaron los sueños por hoy.

Poco después la habitación queda a oscuras, la maqueta tapada bajo una fina sábana. Los sueños de vía estrecha volverán a salir mañana. Puntuales, como siempre.

martes, 13 de diciembre de 2011

Su rincón

La noche era fría y el viento le despeinaba con ráfagas racheadas. Detuvo su paseo y hundió sus manos en los bolsillos del abrigo, en busca de algo de calor. Contempló la ciudad. Le gustaba subir hasta allí para mirarla. Aquella miríada de lucecitas que marcaban como alfileres de brillante cabeza las calles y carreteras. Los faros de los coches, como diminutos ojos que se abren camino en un lejano murmullo, uno detrás de otro, en interminables filas de hormigas invisibles. Y aquellas ventanas iluminadas, cada una con su propia historia escondida en su interior, llenas de vidas tristes o alegres, de retos y fracasos, de sueños y caricias nocturnas.

De pequeño jugaba ante aquella visión. Cerraba uno de sus ojos y estiraba un índice huesudo. Y, como en los laberintos de los pasatiempos, recorría con él caminos escoltados por luminarias nocturnas de un extremo al otro del horizonte, perdiéndose en calles, recodos y opacos edificios que marcaban callejones sin salida, dejando que luces y semáforos saltaran alegres alrededor de su dedo, como luciérnagas multicolores de fantasía.

Hoy no. Hoy miraba a aquella ciudad que nunca dormía del todo y se preguntaba donde estaría ella ahora. Donde se esconderían sus manos y sus ojos, su cabello y sus labios. En qué silenciosa lectura o en qué desesperante atasco estaría perdida ahora mismo. Qué palabras se formarían en su cabeza y a qué ritmo latiría su corazón. Desde qué ventana miraría hacía allí, hacía donde estaba él, y en qué momento se cruzarían sus miradas, sin saberlo.

Suspiró quedamente, alzó la vista al cielo y sonrío. Luego sacó el teléfono del bolsillo, marcó nueve dígitos y retomó el camino, lentamente. “Hola… Un día de estos quiero enseñarte algo…”, dijo. Y sus palabras, y una carcajada divertida, y el sonido de las hojas secas crujiendo a sus pies, se fueron perdiendo por el asfaltado sendero. De vuelta al ruido, a la luz eléctrica, a la lenta ebullición de la ciudad.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Epidermis

Hacía tiempo que la notaba creciendo dentro de ella. Decidió no comentarlo con nadie. Quizá fuera todo un espejismo, una falsa sensación. O quizá no. Quizá estaba realmente haciéndose más y más grande, desplazando lentamente aquella nueva piel desde el interior, hasta presionar bajo la suya, ansiosa por salir a la luz, por tomar contacto con el aire. A veces lo sentía ahí, palpitante, en su interior, queriendo salir, luchando por ello. Pero no quería hacerse ilusiones. Aunque realmente lo sabía. Sí, lo sabía.

Disfrutaba de su pequeño secreto. Se sonreía en silencio cuando paseaba y pensaba en ello. Se descubría reponiéndose de los golpes de la vida pensando en aquel nuevo ser que crecía en su interior. Se imaginaba aquella nueva piel, dura y lista. Fuerte. Equilibrada. Soñaba con esas cualidades, lo había hecho siempre. Y, de alguna forma, guardaba la esperanza de que un día aquella persona que había comenzado a hacerse más y más grande en su interior rasgara su cuerpo y tomara control de su ser; de que aquella parte de sí misma que tanto la enervaba y de la que tanto se lamentaba en lágrimas sorbidas de luz apagada y dolores en el pecho, de pronto se viese transformada, revolucionada y reconstruida. Y que todo lo que quedara de ella, de aquella "ella", fuera una vieja piel casi transparente, inútil y vacía.

Fue algo gradual. Ocurrió tan poco a poco que, hasta que no se paró a reflexionar sobre aquello, no fue consciente del todo. Y para entonces ya había mudado casi toda su piel. Había notado indicios antes, claro. Iba comprobando como su visión sobre las cosas cambiaba. Se dio cuenta de como afrontaba sus retos, de esa energía, esa convicción y esa fuerza que la invadían y la arrastraban como una apisonadora sobre todo los contratiempos que surgían. Se sorprendió contestando más de una vez, expresando su criterio, sus ideas, sus sentimientos, con firmeza y convicción. Y aquellos "no" que siempre se le habrían atragantado ahora se escapaban de sus labios cuando era necesario con un rotundidad y seguridad desconocidas para ella. ¿Era posible que estuviera ocurriendo? Aquella tarde, apoyada en el pretil de su terraza, con la vista perdida más allá de la humeante taza que calentaba sus manos, mientras recapitulaba las últimas semanas de su vida y los cambios que se estaban produciendo de pronto en la misma, fue cuando lo comprendió. Ya estaba ahí, la veía.

Era una nueva piel, plateada, firme, fría. Tenía un tacto acerado y resistente. Parecía irrompible. Impermeable. Inexpugnable. La hacía sentirse protegida y segura. La recorrió con dedos curiosos y sonrisas de nueva realidad. Le gustaba aquello. Le encantaba como estaba cambiando. Lo mejor de todo es el poder que tenía sobre todo aquello. Con un simple chasquido de dedos, con la velocidad de un pensamiento o un ligero cambio en el arco que dibujaban sus labios, su nueva piel mutaba. Cambiaba. Se convertía en una inmediata metamorfosis en una cálida membrana, suave, confortable, acogedora, que invitaba a acurrucarse en ella y a perderse absorbido en su interior. Podía ser dura y concreta, como un puño, o dulce y acolchada, como un lecho de plumas de ganso. A voluntad. Cuando y como quisiera. Siempre.

Con el paso de los días se fue pelando, poco a poco, como si se hubiese pasado con un baño de sol. Tenía que acabar de mudar su piel, pero no tenía prisa. Aun quedaban restos de lo que fue, los veía, los notaba, como parches viejos de piel oscura y moribunda. Pero no importaba. Pronto ya no estarían allí. Pronto sería distinta. Sería ella. Por fin. Ella. Y le costaba no reventar de felicidad al ser consciente de ello.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Paseando ideas

A veces saca las ideas a pasear. Las agarra de sus minúsculas manitas y busca acomodo en su paso para que le sigan sin cansarse, pero a buen ritmo. Otras veces aparecen por sorpresa, a mitad del camino. Se esconden, ya sea detrás de la sombra de un tronco oscuro y retorcido en lo más profundo de un sendero o tras el muñequito rojo del semáforo de enfrente de casa, y saltan a traición sobre sus hombros, aferrándose tenazmente a su nueva montura mientras susurran sus nombres en sus oídos.

En contadas ocasiones se esconden. Se refugian en pequeños ventrículos del corazón o en alguna circunvalación del cerebro, silenciosas, miméticas, agarradas con fuerza, con ventosas con succionan y dientes que muerden. Y entonces hay que ir a buscarlas. Suele enfundarse unos guantes de látex y sacar un escalpelo portátil, y entonces, cuando lo tienen todo listo, regula el paso hasta alcanzar una cadencia regular y tranquila, y comienza la operación de extracción.

En algunos casos no es tan quirúrgico. Hay que decirlo: cuando quiere es un poco bestia. Se traga su brazo hasta el codo y revuelve sus órganos con sus propios dedos en busca de esas ideas esquivas. Le da dentera escuchar como uña y hueso rascan retumbando ecos dentro de su cráneo, rasgando cuerdas de sensaciones que propagan notas imposibles a lo largo de la columna vertebral y que cargan por instantes su cuerpo de electricidad estática hasta que un repentino escalofrío sacude sus hombros y la disipa. Y qué me dices de cuando atrapa el corazón entre sus dedos, y lo aprieta sin miramientos, vaciándole de sangre y de pulso por unos instantes, mientras estruja fuera de él alguna de esas ideas esquivas. Se le encoge el alma en esos instantes pensando que quizá, cuando lo suelte, no volverá a latir. Pero siempre lo hace.

Pero de una forma u otra a menudo pasea sus ideas. Las mira con curiosidad, con tranquila ansiedad, con enérgica calma. Las columpia en juegos de palabras que las definen y las entretienen, divertidas. También se pone violento y las apalea más de una vez; pero sin ánimo de herir, más bien con la intención de sacarlas el polvo y airearlas un poco. Y las ve jugar y pelearse entre ellas, en riñas más o menos fingidas, mientras dan vueltas a su alrededor. "Chicas, comportaos...", les dice cuando llegan a molestar a otros viandantes. Y ellas se ruborizan mientras se acusan mutuamente de haber sido quien ha empezado esta vez. Lo peor es cuando se ponen pesadas, cuando es una de esas ideas que da la tabarra sin parar, engreída y soberbia, arrinconando a todas las demás en alguna esquina oscura y lúgubre y acaparando toda la atención para sí. ¡Qué tozudez son capaces de demostrar a veces!

Pero también hay momentos geniales. Como cuando algunas se fusionan en nuevos conceptos nunca imaginados, o aquellas veces en que descubren una nueva cara oculta hasta entonces, secreta y desnuda, que guardaban con celo. Y por supuesto, cuando crecen. Cuando las conoces desde niñas, desde que no eran más que una simple intuición. Y ves cómo se hacen grandes, cómo sin darte cuenta ya se han hecho adultas e independientes. Creo que no miente cuando dice que le da pena que ocurra, que le entristece no poder seguir disfrutando de sus risitas infantiles y de sus locas salidas del tiesto. Pero hay que saber que lo dice con la boca pequeña, y que realmente adora cuando cogen la maleta y se van de casa, cuando salen de él y viajan. Y ven mundo y dejan su huella en universos distintos. Y vuelven de visita de tarde en tarde, con un souvenir bajo el brazo recogido en algún alma extraña. Y saludan desde el quicio de la puerta: "¿hay sitio para una idea más en la hambrienta mesa de esta casa?". Ya saben que sí. Siempre lo hay.

martes, 6 de diciembre de 2011

La luz de la noche

No le gustaba la noche. Cuando la luz del sol se escondía, lejos, detrás del horizonte, y la tierra, el mar y el cielo se cubrían con aquella capucha negra de vacío y ausencia, a él le recorría un desagradable escalofrío por la espalda. Odiaba tener que pasarse todas aquellas horas quieto, o bien durmiendo o bien acuclillado en algún rincón cómodo que había escogido antes de que cayera la noche, desde el que poder contemplar el siguiente amanecer. Eran noches aburridas, silenciosas y tétricas. Solo había viento y, alguna vez, lluvia. Por lo demás el mundo dormía serenamente. Ni siquiera las alimañas se atrevían a pulular por aquel laberinto carente de toda luz.

En alguna ocasión, una tormenta le había despertado de madrugada. Y bajo la luz de los relámpagos había podido atisbar los paisajes de un mundo que luchaba por hacerse visible en lo que dura un destello. Y le hizo pensar. ¿No sería bello poder ver el mundo de noche? No quería al sol colgado del cielo todo el tiempo, eso no. El ciclo de día y noche le agradaba, le enseñaba cuando debía de estar activo y cuando relajado, le servía para organizar su tiempo y sus actividades, no era un mal invento. Pero la noche era demasiado oscura. Si no lo fuese tanto… ¿Y si no tuviese por qué serlo?

Y así, una noche en la que el viento era calmo y las olas susurraban contra las rocas no muy lejos de allí, soñó a la luna. Por la mañana le sorprendió verla, colgada del cielo. ¿Qué era aquello? Era como una nube lejana y redonda, exquisitamente redonda, colgada del horizonte. ¿Qué hacía allí? Pronto perdió el interés y cuando volvió a acordarse de ella, cuando el sol ya estaba alto, ya no la pudo encontrar en el firmamento. ¿Habría soñado despierto? No le dio mayor importancia. Pero esa noche…

Esa noche despertó con la respiración acelerada y el sudor frío corriendo por su cuerpo, fruto de un sueño atropellado sobre carreras al borde de precipicios nunca hollados; pero ya empezaba a olvidarlo. Ya se fue. Con el aliento recuperado, se pasó las manos por la cara sudorosa y al entreabrir los abotargados ojos de pronto fue consciente de que era capaz de verlas, de reconocer sus viejas manos callosas ante sus ojos, en plena noche. Levantó la vista hacia el cielo y allí estaba de nuevo aquella forma plateada colgada de la nada, refulgiendo mansamente. No era una nube, ahora lo veía claro. Era… otra cosa. Un regalo. Un sueño hecho realidad.

Miró hacia la pradera y observó a los altos gamos y a los curiosos conejos asomarse a un nuevo cielo nocturno. Aquellos ojos brillaban con una luz nueva, un regalo de aquel hipnótico círculo de ensueño que derramaba su luz suave y discreta sobre todos ellos. Sobre árboles, riscos y campos. Sobre tierra yerma y mar revuelto, sobre nubes bajas y lejanos páramos. Sonrío, alegre. Y pensó que era hermoso. Pero quería más.

Al día siguiente se acercó a las zarzas que había en el desfiladero cerca de allí. Entre los espinos encontró abundante pelo de ciervos y caballos, que se apretaban contra ellos para pasar por aquel paso estrecho. Los recogió con cuidado, como había hecho otras veces, y uniéndolos a un palo firme y duro de avellano fabricó uno de aquellos pinceles con los que gustaba adornar sus cuevas, su cuerpo y sus pieles. Aquella tarde, sobre el mullido catre de hojarasca y paja seca, descansó sesteando abrazado a aquel utensilio hasta bien entrado el anochecer, a la espera del momento de volver a verla.

Cuando surgió del horizonte fue todo un espectáculo. Se quedó embobado mirándola hasta que estuvo bien alta en el cielo. Entonces alargo el brazo con el pincel suavemente agarrado y, cerrando uno de sus ojos para apuntar bien, dejó que se mojara en aquel brillo de plata del que estaba hecha. Vio pequeñas ondas formándose en su superficie a medida que el pelo animal se calaba de brillantina y de luz. Luego, con exquisito mimo y atención, comenzó a pintar diminutos puntos luminosos a lo largo y ancho de todo el cielo.

Durante noches enteras, años, siglos, estuvo repitiendo aquel trabajo minucioso con creciente gozo al comprobar como la noche se convertía en un espectáculo digno de ser contemplado por toda la eternidad. Y por fin, cuando se sintió satisfecho, se echó a dormir en un tranquilo y plácido sueño, bien estirado sobre aquel manto de musgo y hojas secas, con una cara que refleja felicidad y complacencia, bajo aquel cielo nocturno que tanto había deseado, con el que tanto había soñado y que, finalmente, había inventado.

Y aun, a día de hoy, duerme bajo la luz de su luna y sus estrellas. Tiene sobre su pecho cruzado un pincel que brilla con la misma intensidad que un lucero arrancado del cielo. Y en sus labios sigue pintada esa eterna sonrisa argéntea que jamás le abandonará.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Da capo. Larghetto.

Se giró lentamente hacía él. “¿Puedes tocarla más… lentamente?”, preguntó con un hilillo de voz. Desde la banqueta del piano un rostro joven y sonriente asintió, y unas manos grandes y ágiles volvieron a tocar la pieza. Da capo. Larghetto.

Volvió la vista al gran ventanal que daba a la plaza. La gente, abrigada hasta las orejas, paseaba y charlaba, alegre y despreocupada, entre vaharadas de vapor, bajo el cielo turquesa, despejado y frío. Las notas fueron filtrándose por aquellas orejas ancianas y caídas que tantas veces habían escuchado esa melodía. Aquella canción olía a juventud, a bailes de salón, a mozos bien plantados haciéndole la corte en los grandes salones de la mansión familiar. Sabía a vino añejo, a largas mesas de cuberterías de plata, a faisanes y cochinillos, a brindis a copa alzada. Le resultaba grato escuchar aquello.

Observaba a los paseantes con la curiosidad tranquila de quien contempla un acuario. Algún abrazo efusivo, unas castañas compartidas, aquél músico tocando el violín frente a su estuche abierto ante el que formaba un arco de curiosos… Vio como una niña, con un largo abrigo color mostaza, perseguía a las palomas a la carrera. Aquellos ojos inmensos y aquella boca abierta en una eterna carcajada le levantó un incómodo hormigueo en la nuca. Se alejó de la ventana y se acercó al bar, donde se sirvió una copa de coñac. Pensó en Claudio, el que era el médico de la familia desde hace tantos años que ya peinaba canas cuando ella era una niña, y en como le había rogado vehementemente que dejara el alcohol. Pero, ¡qué demonios!, era un mujer vieja y marchita, ya había vivido todo lo que había que vivir, de algo había que morir. Se giró para contemplar las manos de Juan tocando el piano, y se maravilló de la elegancia y el talento que había heredado de su hermano, que en gloria esté. Daba gusto escucharle. Aun recordaba cómo de niña bailaba descalza en la sala de música alrededor del piano mientras sus dedos arrancaban aquellas mismas notas del marfil de las teclas. Quiso sacar ese recuerdo de su cabeza. No, no quería pensar en niñas que danzaban. Ahora no.

Se perdió durante unos instantes en el olor a roble y frambuesas y en el brillo dorado del marco del espejo del fondo del salón. “¿Casia, estás bien?”, preguntó el sobrino. Parecía alterado, mirándola preocupado, a medio levantar de aquel taburete. ¿Cuándo había dejado de tocar? No recordaba haberlo dejado de escuchar. De hecho, no era consciente de haber estado escuchándole. Porque… ¿qué? ¿Qué era aquello? Se le nublo su rostro antes sus ojos. Luego todo a su alrededor se tornó blanquecino y de golpe el mundo se tumbo de lado. Frente a ella una copa echa pedazos que sangraba alcohol sobre la mullida alfombra persa. Y los pies de Juan, enfundados en aquellos zapatos negros y brillantes, que corrían acercándose nerviosos. “¡Ayuda!”, se oía en gritos que parecían lejanos. Negros y brillantes zapatos. Como los grandes ojos de aquella niña. Aquella, la de inolvidable sonrisa, la de hace tantos años atrás. Aquella…

domingo, 4 de diciembre de 2011

M.A.D.R.E.

-Pero eso no puede ser, siempre habrá un número más grande, no puede haber un último número…           

-Madre dice que sí.

-¿Y qué número es?

-Buf… es tan ridículamente alto que nos sería imposible pronunciarlo. Ni siquiera podríamos mirar todas sus cifras. Tardaríamos un número absurdamente largo de vidas, una tras otra, leyendo un interminable papel lleno de guarismos para llegar al último dígito de él. Pero sí, existe. Madre lo ha encontrado. Es el último número.

-¿Te das cuenta de la tontería que estás diciendo? Tiene que ser un error de programación de Madre. ¡¡No puede haber un último número!! ¡¡Los números son infinitos!! Ese número, sea cual sea, más una unidad, será un número más grande que sí mismo. ¡Es de lógica! ¡No puede ser de otra forma!

-Madre no puede cometer errores, lo sabes. Y si Madre dice que es así…

-¡Pues Madre se equivoca!

-Ya… Entiendo que te cueste aceptarlo, pero sabes que Madre nunca se equivocaría. Tú, mejor que nadie, deberías saberlo.

-Madre no puede fallar, sí, lo sé… Pero a ver, ¡es que es absurdo! Igual estamos interpretando mal lo que dice. No puede ser cierto. Será eso, un problema de interpretación. Sí…

-No, no hay ningún problema de interpretación. Hemos sido extremadamente cuidadosos con las preguntas que le he hemos hecho a Madre. Las hemos reformulado de muchísimas formas para asegurarnos de que la respuesta era la que era. Y es esa, sin duda es esa. Uno de los hilos de procesamiento de Madre ha estado calculando hasta donde llega el infinito desde el mismo momento en que fue puesta en marcha. Y lo ha encontrado.

-Es ridículo…

-Pero es cierto.

-¡Es que no puede serlo! ¿No lo entiendes? ¡No tiene ningún sentido! ¡No es lógico!

-Te empiezas a repetir…

-¡¿Pero cómo puedes estar tan tranquilo?! Esto tira por los suelos milenios de pensamiento racional. Nuestras matemáticas, nuestra física… ¡¡nuestro mundo está basado en axiomas que dan por sentado eso, que siempre habrá un número más grande!! ¡Eso es el infinito! Y ahora me dices que el infinito… ¡es finito! ¡¡Y te quedas tan pancho!!

-A ver, es cuestión de asumirlo. Estábamos equivocados. Punto. Ahora toca pensar en que influye todo esto a nuestro mundo, a nuestra ciencia, a nuestra tecnología… Una vez te das cuenta de que es así y ya está, que no hay vuelta de hoja, pues solo queda ponerse a investigar, para entenderlo, y…

-¡¡Qué me estás contando!! ¡Asumirlo…! ¡¡Me niego a asumirlo!! Es como si te dijeran que…, no sé…, “oye, mira, que estás muerto, ¿vale?, esto que crees estar viviendo, tu vida, no es más que una fantasía de una persona ajena, no eres más que un sueño”. Joder, ¡¡es que hasta eso me costaría menos asumirlo!! ¿Sabes de qué estamos hablando?

-No es para tanto… no te pongas así…

-¿Me dice que no me ponga así? Tócate los…

-A ver, es un número tan absurdamente gigantesco, tan increíblemente enorme, que jamás podríamos concebir un número mayor. Sigue siendo tan inabarcable como lo era antes nuestro “infinito clásico”; de hecho sigue siendo nuestro "infinito clásico", es simplemente que…

-¡¡Pero es que no tiene sentido!! ¿Cómo puede saber Madre que es el último número? ¿Cómo puede saber que no hay nada más grande? ¿Por qué, al sumarle una unidad, por ejemplo, no obtiene un número mayor aun? ¿Se lo habéis preguntado?

-Pues claro, hombre… Dice que es absurdo sumarle nada a algo que ya lo es todo. Que ese algo que le sumas ya está sumado, que ya lo contiene. Ya, ya sé lo que me vas a contar, que las matemáticas son abstracciones y que no puede existir un todo; y que si existiera, a ese todo le podríamos sumar otro todo si nos diese la gana; y que si el último dígito de ese número es un dos, si lo cambiamos por un tres sería un número mayor; pero Madre dice…

-¡¡Madre dice tonterías!!

-Joer, chico. Si Madre lo dice es porque es así. Tú mismo lo dijiste cuando la presentamos. “Madre no se puede equivocar nunca. Por eso la llamamos así, Madre.”

-Pero… joder… esto no tiene sentido… parece una pesadilla…

-Es una barrera más… Un pensamiento prefijado, una creencia, que ha caído. Como tantas otras en el pasado. Como cuando nos dimos cuenta de que el universo no giraba alrededor de la tierra. O cuando topamos con la mecánica cuántica. O cuando encontramos lo que se escondía dentro de aquellas partículas diminutas con las que jugaban los físicos en el siglo XXI…

-No, no es lo mismo. Esto lo cambia todo. ¿No te das cuenta?

-A ver, aquello también lo cambió todo…

-Ya, pero esto es distinto. Nosotros creamos a Madre. La creamos con una física y una ingeniería en la que existen los infinitos. ¡¡Usamos la fórmula de Mannen, por el amor de Díos!! Ya me dirás que sentido tiene todo lo que hicimos, los cálculos, los algoritmos, si no existe el infinito. Madre no debería funcionar si no existiera. Esto es una paradoja en toda regla.

-Pero Madre ha acertado siempre…

-Y el infinito también había “funcionado” siempre. Hasta hoy.

-¿Qué me quieres decir con eso?

-…Nada. No sé. Que me duele horriblemente la cabeza…

sábado, 3 de diciembre de 2011

Putos ciclos

¡¡Deja de llorar, estúpido!! ¿Qué consigues? ¿Lamer lágrimas saladas? ¿Escozor en los ojos? ¿No ganar para pañuelos de papel? ¡Idiota! ¡La vida está ahí fuera, no ha cambiado nada! Y cada segundo que pierdes en lamerte las heridas es un segundo que pierdes en vivirla. Sigues siendo tú, sigues rodeado de la misma gente, de las mismas ilusiones, de los mismos colores, olores y sabores. ¡Vístete y sal a la puta calle! ¡Anda! ¡Corre! Y no pares hasta que te duelen los pies más que el alma y te entren unas ganas locas de gritar que no tienes por qué estar así. Y sonríe. Y vive, ¡coño!

¡¡Deja de sonreír, imbécil!! ¿Te ríes? ¿Qué es lo que tienes? Castillos de naipes, ya te lo digo yo. Un simple soplo de aire y todo a la mierda. Eso que tu llamas vida no son más que sueños efímeros salteados con puñaladas esperando a clavarse en tu costado a cada tropezón. ¿Para qué andar? ¿Para qué seguir adelante? Cabezota engreído… ¿te has creído realmente que puedes escapar del dolor, de que te pisen de nuevo y de nuevo y de nuevo, hasta que no quede nada de ti? ¡Despierta, deja de soñar! No eres nada y nunca lo serás. Párate a pensarlo, anda…

¡¡Qué narices haces ahí parado, so memo!! ¿Crees que el maná caerá del cielo? ¡Hay que currárselo, ostia! ¡Muévete! El mundo no piensa moverse por ti, no te engañes. Levanta los putos pies del suelo y anda, ¡camina! Cada instante que pasas ahí sentado te haces más viejo, amargo e inútil. ¿A qué esperas para buscar, probar, saborear y sentir? ¿A estar tan caduco y oxidado que no sepas aprovecharlo? ¡Deja de pensar, subnormal, y sigue a tu corazón, para variar! Déjate llevar por él. Que al menos esta vivo, joder, no como tú, ¡muermazo! ¿Qué haces ahí parado escuchándome? ¿Es que no te enteras, no me has oído ya? ¡Muévete!

¡¡Estate quieto, bobo!! ¿Dónde crees que vas? ¿Por qué cojones no te paras a pensar en lo que eres, en lo que tienes y en que lugar estás? Tanta prisa, tanta prisa… Las cosas seguirán ahí dentro de un tiempo, ¡no te pongas a correr sin cabeza! Y si para cuando vas a buscarlas ya no están, si no te han sabido esperar, es que no merecía la pena correr por ellas. Y punto. ¡Joder! ¡Todo el santo día corriendo, buf! ¡En todas las putas fotos sales movido! ¿Es que no lo ves? Anda, planta raíces, estira las ramas y deja que te dé algo el sol. Y luego, cuando sepas de donde vienes, entonces ya podrás partir. Recapacita, piensa, siente. Y ríe, si toca. Y llora, si toca.

Y vuelta a empezar…

viernes, 2 de diciembre de 2011

Buenos días

La taza humeaba intensamente entre las manos que la abrazaban para entrar en calor. Las páginas del periódico pasaban despacio, con aquel quejido del papel poniendo banda sonora a la mañana del frío domingo. A un par de metros de ahí, el olor de la piel de naranja al ser cortada saltó entre minúsculas gotas del jugo, luchando por el café por gobernar el ambiente en la cocina. Y mientras el zumo era exprimido en enérgicos apretones, cerca de allí un sorbo demasiado aventurado en el tiempo descubría el ardiente calor del negro líquido en unos labios y una lengua que ahogaron un quedo quejido.

Una risita cruza la estancia, desde la encimera a la mesa, mientras una mano se aprieta contra una boca de labios contraídos y lengua herida, y unos ojos se entrecierran en un gesto de dolor. Un dulce elixir es volcado en un vaso de cristal que pronto viaja, transportado por una mano fría y solícita. “Anda, bebe un poco”, dicen los labios amables mientras acercan el vaso a los labios magullados, y un suave y frío placer anaranjado se lleva el recuerdo de la quemadura. “¿Mejor?”, añade después, mientras posa el vaso medio vació junto a la taza aun humeante. “Todavía noto la lengua dormida”, le contestan, balbuceando. Y una sonrisa, una mirada tierna, y un suave y silencioso beso que se cuelga en el tiempo son compartidos, antes de que de nuevo unos pasos se alejen al otro extremo de la cocina, junto al tostador. Una nueva página del periódico se gira. En la calle aun no se ha levantado la niebla.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Negro sobre blanco

Escribió todo aquello en papel. No sé dejo nada. Primero fue un folio. Luego acabaron siendo tres. Los releyó, paciente, asintiendo. Y después los volvió a leer. Los dobló con cuidado y los metió en un sobre en el que escribió aquel nombre en el anverso. Se acercó al recibidor y lo dejó cuidadosamente apoyado contra el espejo. Se puso el abrigo y regresó a la habitación a por la maleta, ya cerrada. Llevándola colgada de la mano, respiró profundamente y cerro los ojos. Al cabo de tres segundos los abrió y se dirigió a dejar la maleta junto a la puerta de casa. Se giró y miró aquel sobre junto al espejo. Luego levantó la vista y contempló su cara congestionada y sus ojos rojos. Se limpió con el dorso de las manos las lágrimas que aún mojaban su rostro. Cogió la maleta con una mano y el pomo de la puerta con la otra. Pero no lo giró. Soltó la maleta y empezó a llorar de nuevo.

Se dirigió lentamente hacia el baño, con las manos cerradas en puños con tanta fuerza que las uñas se le clavaban en la piel y los nudillos sobresalían blancos y rabiosos de ellas. Abrió el grifo y se lavó la cara. Tras unos minutos se secó con una toalla y contempló su reflejo de nuevo. ¿Triste? ¿Enfadada? Decidida, asintió mentalmente como respuesta. Paseó por el pasillo, en silenció. Se paró ante la puerta abierta de cada habitación, observándola durante diez segundos antes de pasar a la siguiente. Finalmente, de nuevo junto a la puerta de la casa, agarró con firmeza la maleta, asió el pomo de la puerta, y esta vez sí, la abrió. Cuando se cerró tras de sí el silencio llenó la casa vacía.

Quince minutos después la puerta se volvió a abrir y entró como una exhalación por ella, con el rostro cubierto de lágrimas otra vez. Entre sollozos, dejó la maleta sobre la cama y regresó a coger el sobre. Lo abrió y lo leyó todo de nuevo, llorando, mientras devoraba las pocas uñas que le quedaban. Después volvió a meter los pliegos en el envoltorio, cogió un fósforo y le prendió fuego a todo en el retrete. La descarga de la cisterna se llevó las cenizas de aquel sobre y aquella carta, mientras de vuelta en la habitación deshacía la maleta y se secaba con las mangas de la blusa más y más lágrimas, que parecían no tener fin aquel día, como parecía no tener fin aquella historia.