La noche era fría y el viento le despeinaba con ráfagas racheadas. Detuvo su paseo y hundió sus manos en los bolsillos del abrigo, en busca de algo de calor. Contempló la ciudad. Le gustaba subir hasta allí para mirarla. Aquella miríada de lucecitas que marcaban como alfileres de brillante cabeza las calles y carreteras. Los faros de los coches, como diminutos ojos que se abren camino en un lejano murmullo, uno detrás de otro, en interminables filas de hormigas invisibles. Y aquellas ventanas iluminadas, cada una con su propia historia escondida en su interior, llenas de vidas tristes o alegres, de retos y fracasos, de sueños y caricias nocturnas.
De pequeño jugaba ante aquella visión. Cerraba uno de sus ojos y estiraba un índice huesudo. Y, como en los laberintos de los pasatiempos, recorría con él caminos escoltados por luminarias nocturnas de un extremo al otro del horizonte, perdiéndose en calles, recodos y opacos edificios que marcaban callejones sin salida, dejando que luces y semáforos saltaran alegres alrededor de su dedo, como luciérnagas multicolores de fantasía.
Hoy no. Hoy miraba a aquella ciudad que nunca dormía del todo y se preguntaba donde estaría ella ahora. Donde se esconderían sus manos y sus ojos, su cabello y sus labios. En qué silenciosa lectura o en qué desesperante atasco estaría perdida ahora mismo. Qué palabras se formarían en su cabeza y a qué ritmo latiría su corazón. Desde qué ventana miraría hacía allí, hacía donde estaba él, y en qué momento se cruzarían sus miradas, sin saberlo.
Suspiró quedamente, alzó la vista al cielo y sonrío. Luego sacó el teléfono del bolsillo, marcó nueve dígitos y retomó el camino, lentamente. “Hola… Un día de estos quiero enseñarte algo…”, dijo. Y sus palabras, y una carcajada divertida, y el sonido de las hojas secas crujiendo a sus pies, se fueron perdiendo por el asfaltado sendero. De vuelta al ruido, a la luz eléctrica, a la lenta ebullición de la ciudad.
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