martes, 6 de diciembre de 2011

La luz de la noche

No le gustaba la noche. Cuando la luz del sol se escondía, lejos, detrás del horizonte, y la tierra, el mar y el cielo se cubrían con aquella capucha negra de vacío y ausencia, a él le recorría un desagradable escalofrío por la espalda. Odiaba tener que pasarse todas aquellas horas quieto, o bien durmiendo o bien acuclillado en algún rincón cómodo que había escogido antes de que cayera la noche, desde el que poder contemplar el siguiente amanecer. Eran noches aburridas, silenciosas y tétricas. Solo había viento y, alguna vez, lluvia. Por lo demás el mundo dormía serenamente. Ni siquiera las alimañas se atrevían a pulular por aquel laberinto carente de toda luz.

En alguna ocasión, una tormenta le había despertado de madrugada. Y bajo la luz de los relámpagos había podido atisbar los paisajes de un mundo que luchaba por hacerse visible en lo que dura un destello. Y le hizo pensar. ¿No sería bello poder ver el mundo de noche? No quería al sol colgado del cielo todo el tiempo, eso no. El ciclo de día y noche le agradaba, le enseñaba cuando debía de estar activo y cuando relajado, le servía para organizar su tiempo y sus actividades, no era un mal invento. Pero la noche era demasiado oscura. Si no lo fuese tanto… ¿Y si no tuviese por qué serlo?

Y así, una noche en la que el viento era calmo y las olas susurraban contra las rocas no muy lejos de allí, soñó a la luna. Por la mañana le sorprendió verla, colgada del cielo. ¿Qué era aquello? Era como una nube lejana y redonda, exquisitamente redonda, colgada del horizonte. ¿Qué hacía allí? Pronto perdió el interés y cuando volvió a acordarse de ella, cuando el sol ya estaba alto, ya no la pudo encontrar en el firmamento. ¿Habría soñado despierto? No le dio mayor importancia. Pero esa noche…

Esa noche despertó con la respiración acelerada y el sudor frío corriendo por su cuerpo, fruto de un sueño atropellado sobre carreras al borde de precipicios nunca hollados; pero ya empezaba a olvidarlo. Ya se fue. Con el aliento recuperado, se pasó las manos por la cara sudorosa y al entreabrir los abotargados ojos de pronto fue consciente de que era capaz de verlas, de reconocer sus viejas manos callosas ante sus ojos, en plena noche. Levantó la vista hacia el cielo y allí estaba de nuevo aquella forma plateada colgada de la nada, refulgiendo mansamente. No era una nube, ahora lo veía claro. Era… otra cosa. Un regalo. Un sueño hecho realidad.

Miró hacia la pradera y observó a los altos gamos y a los curiosos conejos asomarse a un nuevo cielo nocturno. Aquellos ojos brillaban con una luz nueva, un regalo de aquel hipnótico círculo de ensueño que derramaba su luz suave y discreta sobre todos ellos. Sobre árboles, riscos y campos. Sobre tierra yerma y mar revuelto, sobre nubes bajas y lejanos páramos. Sonrío, alegre. Y pensó que era hermoso. Pero quería más.

Al día siguiente se acercó a las zarzas que había en el desfiladero cerca de allí. Entre los espinos encontró abundante pelo de ciervos y caballos, que se apretaban contra ellos para pasar por aquel paso estrecho. Los recogió con cuidado, como había hecho otras veces, y uniéndolos a un palo firme y duro de avellano fabricó uno de aquellos pinceles con los que gustaba adornar sus cuevas, su cuerpo y sus pieles. Aquella tarde, sobre el mullido catre de hojarasca y paja seca, descansó sesteando abrazado a aquel utensilio hasta bien entrado el anochecer, a la espera del momento de volver a verla.

Cuando surgió del horizonte fue todo un espectáculo. Se quedó embobado mirándola hasta que estuvo bien alta en el cielo. Entonces alargo el brazo con el pincel suavemente agarrado y, cerrando uno de sus ojos para apuntar bien, dejó que se mojara en aquel brillo de plata del que estaba hecha. Vio pequeñas ondas formándose en su superficie a medida que el pelo animal se calaba de brillantina y de luz. Luego, con exquisito mimo y atención, comenzó a pintar diminutos puntos luminosos a lo largo y ancho de todo el cielo.

Durante noches enteras, años, siglos, estuvo repitiendo aquel trabajo minucioso con creciente gozo al comprobar como la noche se convertía en un espectáculo digno de ser contemplado por toda la eternidad. Y por fin, cuando se sintió satisfecho, se echó a dormir en un tranquilo y plácido sueño, bien estirado sobre aquel manto de musgo y hojas secas, con una cara que refleja felicidad y complacencia, bajo aquel cielo nocturno que tanto había deseado, con el que tanto había soñado y que, finalmente, había inventado.

Y aun, a día de hoy, duerme bajo la luz de su luna y sus estrellas. Tiene sobre su pecho cruzado un pincel que brilla con la misma intensidad que un lucero arrancado del cielo. Y en sus labios sigue pintada esa eterna sonrisa argéntea que jamás le abandonará.

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