lunes, 19 de diciembre de 2011

El carpintero

Conocía aquel bosque mejor que nadie. Lo había recorrido infinidad de veces. Sus primeros recuerdos estaban llenos de aquellos troncos altos y firmes, de aquel cielo de hojas de decenas de especies de árboles distintos, de bayas, de flores y del viento ululando entre aquel ramaje. Y allí, entre aquellos claros, entre troncos caídos y hojarasca, rodeado de setales y de piñas huecas, se sentía como en casa.

Se paró en uno de sus claros favoritos, disfrutando del sol de la mañana mientras reposaba apoyado en un viejo tronco hueco cubierto de musgo. Hoy debía de elegir un árbol nuevo con el que empezar su trabajo. Quizá parezca un poco extraño que un carpintero elija por si mismo, en persona, la madera con la que quiere trabajar. Pero en él se juntaban dos cosas. Por una parte era un gran artesano, de eso no había duda. Le conocían en todos los pueblos de la comarca. A menudo había gente que se desplazaba al bosque para verle trabajar, para observar como seleccionaba el árbol adecuado, como miraba la madera con ojos expertos, viendo más allá de lo que ve cualquier mortal en un viejo y retorcido roble o en un estirado y orgulloso abedul. Por otra parte, conocía mejor que nadie aquellos bosques. Cada árbol, ya fuera centenario o nuevo brote, era familiar para él. Era tan común verle recorrer aquellos lares que todos los habituales del bosque, desde el guarda forestal hasta los aficionados a la búsqueda de hongos, pasando por los cazadores o los excursionistas, todos y cada uno de ellos, le saludaban jovialmente al toparse con él. Si bien es cierto que rara vez les prestaba atención: siempre solía estar ocupado con su labor. Pero era parte integral de aquel bosque.

Era un trabajador incansable. Cuando se ponía manos a la obra en la búsqueda del árbol perfecto no cejaba hasta dar con él. Con lluvia, nieve o vientos huracanados, daba igual. Y una vez hecha la selección, ponía en marcha sus herramientas de trabajo, que propagaban por todo el bosque aquel característico sonido, ese rítmico golpeteo interminable. Como estaba a punto de ocurrir en aquel momento. Ya había elegido el árbol adecuado para hoy. Frente a él tenía un enorme pino que se erguía alto y orgulloso en el linde del claro, asomando su puntiaguda copa mucho más allá que sus chaparros vecinos.

Se acomodó en una de las ramas para estudiar la materia prima de cerca. Sin duda había acertado ya desde la distancia: era el árbol adecuado. Se aferró con cuidado al tronco (no conviene caerse de esa altura...) y puso en marcha su pico. Aquel sonido rasgó el susurro de fondo del bosque. Miles de ojos y orejas, de animales y personas, se giraron al instante hacía aquel lugar. Pronto aquel repiqueteo constante llenó el bosque hasta el punto de convertirse en algo tan natural en él como el verde y el marrón. Ese era el bosque del carpintero. Y cuando golpeaba velozmente los troncos de los árboles lo reclamaba para sí. Sus árboles. Su bosque.

El rítmico soniquete se pausó por un momento, mientras atrapaba una pequeña larva con su pico y la tragaba rápidamente. Luego se desperezó, estirando las alas, y retomó su labor. De vuelta a trabajar la madera. Su madera. Como buen carpintero.

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