La taza humeaba intensamente entre las manos que la abrazaban para entrar en calor. Las páginas del periódico pasaban despacio, con aquel quejido del papel poniendo banda sonora a la mañana del frío domingo. A un par de metros de ahí, el olor de la piel de naranja al ser cortada saltó entre minúsculas gotas del jugo, luchando por el café por gobernar el ambiente en la cocina. Y mientras el zumo era exprimido en enérgicos apretones, cerca de allí un sorbo demasiado aventurado en el tiempo descubría el ardiente calor del negro líquido en unos labios y una lengua que ahogaron un quedo quejido.
Una risita cruza la estancia, desde la encimera a la mesa, mientras una mano se aprieta contra una boca de labios contraídos y lengua herida, y unos ojos se entrecierran en un gesto de dolor. Un dulce elixir es volcado en un vaso de cristal que pronto viaja, transportado por una mano fría y solícita. “Anda, bebe un poco”, dicen los labios amables mientras acercan el vaso a los labios magullados, y un suave y frío placer anaranjado se lleva el recuerdo de la quemadura. “¿Mejor?”, añade después, mientras posa el vaso medio vació junto a la taza aun humeante. “Todavía noto la lengua dormida”, le contestan, balbuceando. Y una sonrisa, una mirada tierna, y un suave y silencioso beso que se cuelga en el tiempo son compartidos, antes de que de nuevo unos pasos se alejen al otro extremo de la cocina, junto al tostador. Una nueva página del periódico se gira. En la calle aun no se ha levantado la niebla.
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