A veces saca las ideas a pasear. Las agarra de sus minúsculas manitas y busca acomodo en su paso para que le sigan sin cansarse, pero a buen ritmo. Otras veces aparecen por sorpresa, a mitad del camino. Se esconden, ya sea detrás de la sombra de un tronco oscuro y retorcido en lo más profundo de un sendero o tras el muñequito rojo del semáforo de enfrente de casa, y saltan a traición sobre sus hombros, aferrándose tenazmente a su nueva montura mientras susurran sus nombres en sus oídos.
En contadas ocasiones se esconden. Se refugian en pequeños ventrículos del corazón o en alguna circunvalación del cerebro, silenciosas, miméticas, agarradas con fuerza, con ventosas con succionan y dientes que muerden. Y entonces hay que ir a buscarlas. Suele enfundarse unos guantes de látex y sacar un escalpelo portátil, y entonces, cuando lo tienen todo listo, regula el paso hasta alcanzar una cadencia regular y tranquila, y comienza la operación de extracción.
En algunos casos no es tan quirúrgico. Hay que decirlo: cuando quiere es un poco bestia. Se traga su brazo hasta el codo y revuelve sus órganos con sus propios dedos en busca de esas ideas esquivas. Le da dentera escuchar como uña y hueso rascan retumbando ecos dentro de su cráneo, rasgando cuerdas de sensaciones que propagan notas imposibles a lo largo de la columna vertebral y que cargan por instantes su cuerpo de electricidad estática hasta que un repentino escalofrío sacude sus hombros y la disipa. Y qué me dices de cuando atrapa el corazón entre sus dedos, y lo aprieta sin miramientos, vaciándole de sangre y de pulso por unos instantes, mientras estruja fuera de él alguna de esas ideas esquivas. Se le encoge el alma en esos instantes pensando que quizá, cuando lo suelte, no volverá a latir. Pero siempre lo hace.
Pero de una forma u otra a menudo pasea sus ideas. Las mira con curiosidad, con tranquila ansiedad, con enérgica calma. Las columpia en juegos de palabras que las definen y las entretienen, divertidas. También se pone violento y las apalea más de una vez; pero sin ánimo de herir, más bien con la intención de sacarlas el polvo y airearlas un poco. Y las ve jugar y pelearse entre ellas, en riñas más o menos fingidas, mientras dan vueltas a su alrededor. "Chicas, comportaos...", les dice cuando llegan a molestar a otros viandantes. Y ellas se ruborizan mientras se acusan mutuamente de haber sido quien ha empezado esta vez. Lo peor es cuando se ponen pesadas, cuando es una de esas ideas que da la tabarra sin parar, engreída y soberbia, arrinconando a todas las demás en alguna esquina oscura y lúgubre y acaparando toda la atención para sí. ¡Qué tozudez son capaces de demostrar a veces!
Pero también hay momentos geniales. Como cuando algunas se fusionan en nuevos conceptos nunca imaginados, o aquellas veces en que descubren una nueva cara oculta hasta entonces, secreta y desnuda, que guardaban con celo. Y por supuesto, cuando crecen. Cuando las conoces desde niñas, desde que no eran más que una simple intuición. Y ves cómo se hacen grandes, cómo sin darte cuenta ya se han hecho adultas e independientes. Creo que no miente cuando dice que le da pena que ocurra, que le entristece no poder seguir disfrutando de sus risitas infantiles y de sus locas salidas del tiesto. Pero hay que saber que lo dice con la boca pequeña, y que realmente adora cuando cogen la maleta y se van de casa, cuando salen de él y viajan. Y ven mundo y dejan su huella en universos distintos. Y vuelven de visita de tarde en tarde, con un souvenir bajo el brazo recogido en algún alma extraña. Y saludan desde el quicio de la puerta: "¿hay sitio para una idea más en la hambrienta mesa de esta casa?". Ya saben que sí. Siempre lo hay.
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