martes, 30 de agosto de 2011

Juez y verdugo

¿Crees que estoy loco? ¿Que no voy a hacerlo? ¿Que no seré capaz de acabar contigo? Te mataré. En un suspiro dejarás de existir. No tardaré mucho, será un instante, seguramente ni tendrás tiempo de sufrir, tranquila. Será brutal, pero rápido.

No sé si debería contarte esto. Total, seguro que una mente inferior cómo la tuya no llega ni a entender de lo que hablo, pero bueno, ya puestos... ¿qué más da? Creo que te lo mereces. Te mereces saber porque creo que debo acabar contigo. No es solo por el infinito odio que te profeso, no; ni por lo que acabas de hacer. Eso podría ser suficiente para mí, claro, para cualquiera... pero no, no es por eso. O no solo por eso.

Tengo la teoría de que he sido creado para esto, de que esto forma parte de mi destino, uno de los motivos por los que estoy aquí. Debo de acabar con las menos aptas, las menos preparadas, aquellas que no merecen continuar en este mundo; de otro modo acabarías generando una descendencia de seres tan inútiles cómo tú; y muchas de ellas, las hembras (siempre soy las hembras, ¿verdad?) podrían ser tan estúpidas cómo lo has sido tú. Serían capaces de cruzarse en mi camino, y hacer una  tontería cómo la que acabas de cometer. Y no es lo que queremos, ¿verdad? No es lo que quiere... la evolución. Sí, eso es: la evolución. Soy una simple herramienta darwiniana, soy parte del control, soy el cercenador de las vidas de aquellas cuyas cualidades, cuyas características, se han mostrado inferiores, erróneas, invalidas. Y tú, amiga mía, eres una de ellas, que le vamos a hacer. Así que hazme el favor de estarte quietecita, no alarguemos esto. Pasará todo en un suspiro, ya lo verás, no te muevas...

La mano descendió veloz y se estrelló contra la pared. Al retirarla y mirarse la palma, la expresión dudosa de su rostro se tornó en un gesto de triunfo, casi de alegría. Se limpio la sangre con un pañuelo de papel y se volvió acostar. Apagó la luz de la mesilla y cerró lo ojos. Enseguida podría volver a quedarse dormido. Pero aún le picaba un poco el brazo.

Malditos mosquitos...

lunes, 29 de agosto de 2011

En la orilla del mar

Tatuado en la arena, a la espera de que suba la marea y de que las olas, frías y saladas, lo vuelvan a convertir en olvido. Sueños bajo una luna llena, tan llenos entonces, tan vacíos ahora. ¿Dónde quedan las ruinas de los castillos por construir? Cuentacuentos disfrazados de duendecillos juguetones, que recorren las estancias del oído interno. Ilusiones bordadas en sábanas de seda brillante; litros de risas, y tejados de pizarra oscura y caliente bajo el sol del verano. Tacones resonando en habitaciones vacías, a la espera de que se llenen de muebles, de vidas. Un recuerdo por cada rincón, un beso, una noche de pasión. Y los dados caen detrás de la cortina, a la espera de que alguien se agache a recogerlos. ¿Acaso importa la tirada? ¿Lo importante era jugar o ganar?

Ya está aquí, la primera ola. Y los trazos se vuelven bosquejos, y las letras se emborronan; el mar cobrándose su tributo, lametazo a lametazo. Y se gana el derecho a tropezar de nuevo. En otra piedra, s'il vous plâit. La brisa marina trae el olor a salitre, a noches frescas e historias de ultramar. Pies mojados que se hunden en la arena húmeda. Y un paseo que comienza de una nueva mano, que acoge cálida y suavemente las emociones que anteceden al alba. Silbar aquella canción medio olvidada y dejarse secuestrar por sonrisas, y risas, y tiernas caricias. Mordisquitos de alegría y estrellas colgadas en un cielo de negro humo vacío. Bonitas postales, pero no de las de recuerdo, sino de esas en las que lo importante es lo que se cuenta a la izquierda de la dirección de destino. ¿Será, otro día, otro nombre en la arena? Hay ganas de que recorra por la espina dorsal, rápido cómo un relámpago que escala vértebras, la sensación de que no será así.

¡Quiero escribir cuentos!

domingo, 28 de agosto de 2011

¿Por qué suspiras?

Dos manos cubren mis ojos, y una voz me susurra al oído: "¿quién soy?". Al instante sé que es él, claro, y noto cómo se me erizan los pelillos de la nuca al tiempo que una sonrisa inunda mi cara. Pronuncio su nombre aguantándome una risita nerviosa, y sus manos se retiran de mi rostro, solo para posarse un instante después en mis caderas y ayudarlas a orientarse gentilmente hacía él, trayéndome la visión de sus dos grandes ojos donde antes solo había tinieblas. "¿Estás contenta? Al final he podido venir", me dice. No contesto, solo floto. Levito. Le doy un suave beso. ¡Esos labios! Me abraza con fuerza y yo entierro mi cabeza entre su cuello y su hombro. Y aspiro. Huele a él. Un pequeño escalofrío hace que se me agite la espalda en un pequeño espasmo, rico y nervioso. "¿Me has echado de menos?", me dice. Idiota, si tu supieras... No quiero que me suelte. No, no, no. Ahora que está aquí, conmigo, no quiero que me suelte nunca más, necesito que no se mueva de mi lado.

Una de sus manos se pierde en mi melena. Sus dedos son las púas del más delicioso de los peines, recorriendo mechón tras mechón de mi cabello. "¿Estás bien, cari?, no me has dicho ni hola... ¿pasa algo?". ¡¡Qué si estoy bien, me dice!! Me encuentro de nuevo con sus ojos, brillantes, y una mirada llena de ternura, cariño y una pizca de curiosidad. Y me derriten, cómo siempre. ¿Es de día o de noche? ¿Hay algún otro sonido, más allá de su voz? ¿Algún otro olor? ¿Hay calor más allá de este abrazo, hay vida ahí fuera? "Sí, estoy bien, claro que estoy bien, mucho más que bien", le digo. Y esa sonrisa suya se expande hasta escaparse de sus labios y pintar su cara, su pelo, hasta cubrir todo el cielo, todo lo que alcanza mi mirada. Y le beso, claro, lenta y dulcemente. Y me olvido de todo, del cuándo y del dónde, del cómo y del porqué. Y solo queda el qué. Solo quedan esas ganas de reír y de gritar y de reventar de felicidad.

"¿Por qué suspiras?", me pregunta. ¿No está claro?: "Por ti".

¿Surrealismo?, ¡dos tazas!

Una mano que dibuja otra mano, muy escheriano, ¿no? Es cuestión de sentirse un poco rana. ¿Y el queso? Átale, demoníaco Caín, o me delata. Languidece la tarde. Sí. Y un rábano. ¿Y mis margaritas? Sentido y sensibilidad. Sí, claro, seguro, lo que tu digas. Antonio no lo es, pero Juan tampoco; nótese la ironía, fina como un cactus. Grosso modo. No te líes la manta a la cabeza. Otro rábano. ¿Más rábanos? Cielito lindo junto a la boca. Rasga el rojo ruido, retorcido rufián. Lo siento, está ocupado. Maraca. Maraca, maraca y maraca. ¡Cuantas chispitas! No, si el color es bonito, pero no me pega al ojo, que quieres que te diga... ¿Pero ese es tu nombre de verdad, o solo un apodo? Polisíndeton, perífrasis y (redoble, por favor)... ¡¡sinestesia!! Le pegó un mordisco y se quedó sin dientes, el muy animal. Uy uy uy, en cuanto pare el viento va a ponerse a llover, seguro. Lacustre. ¿Simple? Tendencioso, desde luego. ¿A quién le importa?, es más, ¿quién sabe donde? Ya estamos con los dichosos porqués, ¿es que siempre tiene que haber un porqué? Ay, hacía mucho que no lloraba de risa. Perogrullo. ¿Otra vez rábano? Gracias Manu. Mira, ya se abre. Punto y final.

sábado, 27 de agosto de 2011

Tu cine en casa

¿Alguna vez has tenido la sensación de ser el protagonista de una película? Una película que no es otra cosa que tu propia vida, claro. ¿Y alguna vez te has sentido interpretando un papel secundario en la película de los demás? ¿O te has encontrado con gente a lo largo de tu vida que parecían sacados de alguna serie televisiva? Sería curioso que todos siguiésemos un guión en la vida; un guión que nos está oculto, pero que nos dirige, y que simplemente interpretamos con cada uno de nuestros actos y palabras. Cómo si fuéramos sujetos de un gigantesco experimento de hipnosis colectiva: cada uno con nuestro papel y nuestras consignas que seguir, aún siendo totalmente inconscientes de las mismas.

No creo que sea así, claro. No estoy negando el libre albedrío. Pero, en el fondo, ¿no se asemeja esto mucho a la realidad? ¿Acaso no somos la suma de nuestros valores, nuestras experiencias, y nuestros sentimientos? Ese es nuestro guión, al que nos aplicamos cada vez que damos un paso o tomamos una decisión en nuestra vida. Esa es nuestra guía, nuestro condicionante, nuestros mandamientos. Y aunque como en cualquier buena película a los actores nos dejan cierto margen para improvisar, procuramos ceñirnos lo mejor posible al papel.

Así que habrá que seguir descubriendo esta película. Vivámosla. ¿Cuantas aventuras aún por descubrir? ¿Cuantos romances, cuantas carcajadas, cuantas sorpresas, cuantos lloros desconsolados? ¿Cuantos nuevos sueños, cuantos instantes que se convertirán en recuerdos inolvidables? ¿Cuantas decepciones y cuantas puñaladas? Tú también, Bruto. Amar significa no tener que decir nunca lo siento. Tócala otra vez, Sam. Houston, tenemos un problema. Que la fuerza te acompañe. ¿Comedia romántica? ¿Acción? ¿Drama? ¿Musical? Supongo que, en cualquier caso, cine de autor.

Luces, cámara y acción.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Aquel sueño

La otra noche tuve un sueño. Bueno, mitad pesadilla, mitad sueño. Desde entonces es algo que me tiene obsesionado. Cada noche, antes de acostarme, pienso una y otra vez en aquel recuerdo onírico, con el deseo de que cuando me arrastre de nuevo a la oscuridad del sueño, mi inconsciente me devuelva a él mismo y por fin me presente su desenlace.

En el sueño no tengo rostro. Mi cara es un simple óvalo coronado por una mata de pelo. Y aunque veo, oigo y huelo, no tengo ninguna posibilidad de expresarme. Los músculos que hay bajo mi piel responden, pero tiran de ojos y labios que no existen, provocando que mi piel se estire y se encoja, pero sin mostrar nada de lo que siento: esa terrible angustia que me hace hervir por no tener rostro.

Y de pronto unas manos entran en escena. Tan solo puedo ver esas manos, como si el resto del cuerpo al que van unidas se ocultase tras una densa niebla. Pero esas manos... uf. Esas manos me acarician con ternura, con el más dulce de los ánimos por confortarme y consolarme, por decirme que todo irá bien, que esto se va a arreglar. Y de pronto comienzan a hacerlo.

Primero pintan mis ojos. Y mis ojos se abren, felices. Se ensanchan con gesto de sorpresa, luego se encogen, hasta apenas cerrarse. Guiñan y parpadean al mismo tiempo que mis pupilas bailan en todas direcciones. Y entonces rompen a llorar. Una incontrolable cascada sale de ellos. Lágrimas por la inmensa felicidad de poder volver a expresarme; lágrimas que liberan la tensión acumulada por la increíble tortura que fue notar que no podía hacerlo. Un llanto, sobre todo, de profundo agradecimiento a esas manos que han sabido dibujarme de nuevo. Las mismas manos que ahora secan mis ojos, con una extraordinaria sensibilidad. Mis ojos desean besarlas, estrecharlas, adorarlas... Pero solo pueden seguir llorando más y más y no dejar de recorrerlas ni un solo instante, como si el hacerlo fuera el mayor agradecimiento que un rostro sin rostro, una cara toda ojos, pudiera ofrecer.

Y esas manos siguen, no se detienen. Pintan mis orejas, arrancándome la más deliciosa de las cosquillas al hacerlo. Mis ojos ríen entonces, cómo solo unos ojos felices lo pueden hacer; cómo ni la más arrebatadora de las sonrisas jamás soñaría con ser capaz de igualar. Luego, pintan mi nariz, y mi respiración suena por fin, acelerada, profunda, agitada, llena de ganas de gritar por la indescriptible sensación de alivio que recorre mi interior, por el incontenible deseo de corresponder de algún modo a esas manos en su inmensa generosidad. Y por fin, dibujan mis labios. Y en ese momento la niebla se disipa, mis ojos se abren de par en par y mi boca, recién dibujada, se dispone a gritar un nombre.

Y entonces desperté. Desperté sin poder escuchar ese nombre. Y sin poder describirle la eterna gratitud por haberme dado un rostro que no tenía. Desperté sin poder saber quien me había rescatado de mi encierro en mi infierno particular. Y sin poder gritar, gritar con fuerza, que ya no quiero despertarme nunca más.

martes, 23 de agosto de 2011

Las tres palabras

Escucha a tu anciana madre, hija mía. Estos viejos ojos han visto tantas cosas... Que no te engañen las arrugas que cubren mi rostro; no son más que la huella de lo vivido. Yo sé. La vida me ha hecho saber. Y es el momento de que te hable de las tres palabras.

Tres palabras han gobernado tu vida desde el día que lloré de emoción al poder estrecharte por primera vez entre mis brazos. Y esas tres mismas palabras dictarán que va a ser de ella de aquí al muy lejano día, espero, en que acabe tu viaje, cómo el mío pronto lo hará. No llores, las dos sabemos que ese momento se acerca. Y por eso tengo que contarte esto, es necesario que lo sepas.

Quizá ya las hayas intuido. Son palabras de peso, potentes, dominantes. Aunque a veces saben ser sigilosas y hasta desaparecer de delante de nuestros ojos durante breves instantes. Saborea esos momentos, mi niña; esos momentos en los que sientas haber escapado a su obsesiva vigilancia, al inexorable restallido de su látigo sobre tu alma. Pero no nos engañemos: nada puede escapar de las tres palabras. E incluso en esos breves suspiros en que te creas libre de su yugo, seguirán estando ahí, agazapadas en la sombra, a punto de abalanzarse de nuevo sobre ti para arrebatártelos.

No tiene sentido querer luchar contra ellas. Es algo inútil. Es mejor aprender a conocerlas, a soportarlas, a asumirlas cómo una parte propia de nuestras vidas. No siempre son malas con nosotros. A veces nos ayudan, secan nuestras lágrimas y alejan nuestras penas. Otras se vuelven vengativas y rencorosas con nosotros, y se empeñan en demostrarnos su dominio sobre nuestra vida con interminables torturas. Pero también nos dan grandes sonrisas, traen nuestras más ansiadas ilusiones a esta realidad y nos permiten soñarlas en vida. Cómo ves, no son inherentemente buenas o malas. Pero sí son nuestras amas y dueñas; cuanto antes seas consciente de ello y lo aceptes, mejor será para ti.

Ha llegado el momento en que te hable de ellas, antes de que me arranquen de tu lado con la misma mano firme con la que han dirigido mi vida.

Son tres palabras, solo tres: Tiempo, tiempo, tiempo.

sábado, 20 de agosto de 2011

¿Mito o realidad?

Cuenta la leyenda que una vez cada varios siglos se dan las circunstancias para que ocurra un hecho tan excepcional. Quizá en nuestros días pueda volver a repetirse: hace tanto que ocurrió la última vez, es un hecho tan perdido en los anales de la humanidad, que podría volver a repetirse en cualquier momento. Volverá a tocar que suceda, inevitablemente. Pronto. Quizá este ocurriendo ahora mismo, mientras lees esto.

Hay quien defiende que aquellas historias que narran lo que ocurrió, que cuentan cómo ya había pasado mucho antes, eones antes, son tan solo un mito más. Una de tantas historias contadas de boca a oreja durante siglos y que, quizá basadas en un hecho cierto, se han ido transformando y cargando de una mitología y simbolismos puramente accesorios, habiendo convertido una pequeña anécdota en un gran adorno, una gran farsa vacía de realidad histórica.

Obviamente, yo no me cuento entre esa gente. Os explicaré por qué. Un día conocí a Eugenia y me habló de todo esto. Me contó como llevaba toda su vida estudiándolo. Me habló de aquellos pergaminos que se caen a pedazos y que había estado consultando por medio mundo. Me explicó todas las pruebas históricas, pruebas solidas y fehacientes, que demuestran que lo que en ellos se narra ocurrió realmente. Y entre esas cosas que se cuentan está esta leyenda. Que no hayamos encontrado pruebas de que sucediera no significa que no pasara; es más, no hay más que escuchar a Eugenia con un poco de atención para conseguir que te convenza de que algo así no solo ocurrió una vez, sino otras muchas antes de eso, atrás, muy atrás en el tiempo, cíclicamente, desde el mismo día que el ser humano comenzó a caminar por este mundo.

Y lo más curioso de todo es que puede volver a ocurrir. De hecho, todo indica a que ocurrirá, que tiene que suceder ya mismo, muy pronto. Quizá lo veamos nosotros, o nuestros hijos, o nuestros nietos. Pero no creo que tarde mucho más. Es inevitable que suceda pronto si son cierto lo que se cuenta de esta historia. ¿No es inquietante pensar que ha podido empezar a suceder ya y que no nos hemos dado cuenta aún? O, más inquietante aún: pensar que mañana, o mejor aún, hoy mismo, ahora mismo, tú, la persona que esté leyendo esto, comience a experimentarlo; que puedas ser el primer testigo de un hecho tan extraordinario, algo único, que cambiará de arriba a abajo toda nuestra concepción del universo, de la realidad, cómo lo ha hecho tantas veces antes, cómo es evidente que ocurrió antes también en tiempos históricos (ya os he contado que los indicios son más que esclarecedores en este sentido... es ridículo no querer verlos).

Acabo de darme cuenta de que aún no es hablado de esta leyenda. Pero, ¿realmente hace falta? Todos sabemos a que me refiero, ¿verdad? Y si hay alguien que está leyendo esto y no sabe lo que es, quizá es que no esta preparado aún para lo que va a ocurrir. Pronto. Muy pronto.

martes, 16 de agosto de 2011

Una vida tras el cristal

¿Tan interesante soy? No se que narices miráis, de verdad. Podíais iros a vuestras casas y dejarme en paz, no se que leches pintáis aquí...

¿Qué pasa? ¿Quereís verme hacer monerías? ¿Trucos, gracietas? ¿Que os parece si estampo un puñado de mierda en vuestras caras sonrientes? ¿Eso os gustaría? ¡Perderos de una vez, pesados!

Esos ojos, siempre esos ojos ahí, mirándome... Al menos por la noche os largáis, algo es algo. Pero vuelve el día y aquí estáis de nuevo, dando el coñazo. Me gustaría veros en mi situación, que esto fuera al revés. Que fuera yo el que me pasara hora tras hora mirando, cotilleando en vuestra vida. Seguro que no lo veíais tan curioso, tan gracioso, ¿a que no? Seguro que no os reiríais ni expondríais a vuestros hijos a esto. ¿Créeis que no tengo ya bastantes problemas? ¿Que no soy ya lo bastante infeliz? ¿Es que no tenéis corazón? ¡¡Idos!! ¡¡Idos de una vez!! Y no volváis, demonio... no volváis, maldita sea...

Dejadme en paz. Dejadme sufrir en paz. Malditos todos. Os odio. A todos y cada uno de vosotros, de vuestros ojos, de vuestras caras sonrientes. Os escupiría, os golpearía, os patearía hasta reventar. A todos. Idos de una vez, dejadme en paz... Idos...


-Mamá, ¿por qué aquel monito está triste?


sábado, 13 de agosto de 2011

Un paso tras otro

Nota como cada paso, cada impacto del pie en el suelo, se transmite rápidamente a lo largo de la pierna y la columna vertebral hasta sacudir rítmicamente la cabeza en el familiar vaivén de la marcha. Camina, camina, camina, rápido. Siente el corazón latiendo con fuerza, extrañamente sincronizado con la cadencia de los pasos; y la acelera, una vez más, estirando un poco más la zancada, notando como tiran con más fuerza los músculos de los muslos, las pantorrillas y el trasero a medida que la velocidad aumenta. Antes del próximo paso de cebra alcanzarás a ese del jersey rojo. Vamos. Hazlo. 

Ahora llega un pequeño repecho. Y la pendiente se hace mayor por momentos. Pero se esfuerza en mantener el ritmo y en intentar recorrer la misma distancia a cada paso. Sigue dejando atrás a la gente que camina por la misma acera, ahora que va cuesta arriba aún con mayor frecuencia. La respiración se hace más y más profunda, y entreabre la boca una y otra vez para ayudar a llenar con una nueva bocanada de oxígeno sus pulmones, que cada vez se muestran más ávidos del elemento azul. El corazón comienza a dejar atrás su cadencioso ritmo para repiquetear con un trote más alegre en el pecho. Nota su pulso exigente en el cuello. ¿Ya he roto a sudar? Aún más rápido, aún puedo darle un puntito más de velocidad.

Gira la esquina, deprisa. Cruza esta calle en diagonal, acortarás unos metros. ¿Vienen coches? No... Dale, dale, dale. Mira el reloj con expresión concentrada, cómo si levantar la muñeca de su brazo izquierdo un par de segundos hacia su cara requiriera una gran dificultad por mantener el ritmo coordinado de pasos y balanceo de brazos. Cinco pasos más adelante un gesto de extrañeza muda su cara. ¿Qué hora era? Joer, miras el reloj y ni te fijas en que hora es... De nuevo, una consulta a las manecillas. De nuevo, un gesto concentrado al hacerlo. Y de nuevo la vuelta al balanceo sistemático de brazos que intenta compensar ese par de piernas que se mueven rápida y coordinadamente, con articulaciones haciendo su juego como bielas bien engrasadas.

Es curioso. Solo tengo que pensarlo, desear dar un paso un poco más largo, un poco más rápido. El cuerpo hace el resto. Pensar la cantidad de músculos que estoy moviendo a cada instante, la necesidad de controlar el equilibrio, la respiración, la presión sanguínea... Y todo eso funciona en el plano automático. Es cómo pisar el acelerador de un coche... ¡Ostras! ¡No te desconcentres pensando en chorradas ahora! Un paso tras otro, no pierdas el ritmo. Ya no queda nada, cien metros, poco más.

Siente la pequeña gota de sudor que se ha formado en su sien y que comienza a resbalar hacia su mejilla. Pero ya está, ya ha llegado. Ahí están. Rebaja el ritmo de sus pasos y hace unas cuantas respiraciones profundas, dejando que el cuerpo vuelva a relajarse, vuelva a ponerse a velocidad de crucero, a ritmo de paseo. Poco a poco deja de sentir el corazón latiendo a todo trapo. Nota los músculos de las piernas, ya calentados, cómo se amoldan agradecidos a un paso más sereno. Vuelve a ojear el reloj. ¿A que me recuerda esto de andar a toda prisa y pendiente de la hora? Una cabeza se gira, le ve y una mano al aire le saluda. Y cuando están a unos metros de distancia ambos arrancan a hablar a la vez.

-Joer, vienes acelerado, ¿no? Si aún no son ni y cinco, hombre, no había prisa.
-Ya esta aquí el conejo blanco, perdonad el retraso.
-¿Que dices de un conejo blanco?
-Nada, nada, que ya está, ya he llegado. Voy a pedir algo para beber que me muero de sed, ¿que os pido a vosotros?

martes, 2 de agosto de 2011

Deseo de verano

Todo un año esperando este momento, y por fin había llegado. Enfiló el pasillo de los lácteos y giró a la derecha en la pila de latas de tomate en conserva. Y ahí estaba: el pasillo de los congelados. Su destino.

Aparcó el carro en uno de los extremos del mismo, y se asomó con cuidado. Nadie. Ni un solo alma en todo el supermercado. La música ambiental sonaba de fondo; y ese, junto al sonido de sus pasos era la único que se escuchaba. Notó cómo se le aceleró el corazón. Iba a hacerlo de nuevo, cómo el año anterior. Los nervios y la emoción por revivir ese momento iban creciendo más y más. Se forzó a respirar profundamente y relajarse un poco. Quería disfrutar de aquello en condiciones.

Mientras se acercaba al carro pensó en cuando era pequeño y acompañaba a sus padres a hacer la compra semanal. En cómo entonces ya tuvo aquel deseo, y al ver sus intenciones se llevo una buena reprimenda de su parte. La verdad es que era un deseo un tanto ridículo, se podría decir que infantil. Pero desde que el año anterior se encontró haciéndolo tras haberse lanzado a ello casi inconscientemente, en un arreón de espontaneidad, se había pasado meses y meses deseando que llegara este momento. Y aquí estaba, por fin. Más de media ciudad estaba de vacaciones. El resto estaría en la playa o en casa comiendo o echándose la siesta. Tan solo había visto una cajera al entrar, que le había saludado aburrida con la cabeza al verle, apenas levantando la vista de la revista que estaba ojeando. Ese era el momento perfecto para hacerlo.

Agarro el carro con fuerza, lo atrajo hacia si, y comenzó a correr más y más rápido. Y cuando había recorrido un tercio de aquel pasillo, el más alejado de las cajas, dio un pequeño salto y subió sus pies en las barras que unían las ruedas traseras. Y se dejó llevar a lo largo de todo el largo pasillo, pasando al lado de arcones y neveras llenas de productos que en aquel momento no eran más que borrones; notando el aire fresco en su cara y en la camisa que se le pegaba al pecho mientras iba deslizándose más y más y más.

Al llegar al final del pasillo, bajo los pies a tierra y frenó. Notaba la tonta sonrisa que se había dibujado en su cara. Respiró profundamente y cerro un instante los ojos. Luego giró la cabeza y miró el pasillo que acababa de recorrer montado en su carro de la compra, y susurro una despedida: “Hasta el año que viene…”