Dos manos cubren mis ojos, y una voz me susurra al oído: "¿quién soy?". Al instante sé que es él, claro, y noto cómo se me erizan los pelillos de la nuca al tiempo que una sonrisa inunda mi cara. Pronuncio su nombre aguantándome una risita nerviosa, y sus manos se retiran de mi rostro, solo para posarse un instante después en mis caderas y ayudarlas a orientarse gentilmente hacía él, trayéndome la visión de sus dos grandes ojos donde antes solo había tinieblas. "¿Estás contenta? Al final he podido venir", me dice. No contesto, solo floto. Levito. Le doy un suave beso. ¡Esos labios! Me abraza con fuerza y yo entierro mi cabeza entre su cuello y su hombro. Y aspiro. Huele a él. Un pequeño escalofrío hace que se me agite la espalda en un pequeño espasmo, rico y nervioso. "¿Me has echado de menos?", me dice. Idiota, si tu supieras... No quiero que me suelte. No, no, no. Ahora que está aquí, conmigo, no quiero que me suelte nunca más, necesito que no se mueva de mi lado.
Una de sus manos se pierde en mi melena. Sus dedos son las púas del más delicioso de los peines, recorriendo mechón tras mechón de mi cabello. "¿Estás bien, cari?, no me has dicho ni hola... ¿pasa algo?". ¡¡Qué si estoy bien, me dice!! Me encuentro de nuevo con sus ojos, brillantes, y una mirada llena de ternura, cariño y una pizca de curiosidad. Y me derriten, cómo siempre. ¿Es de día o de noche? ¿Hay algún otro sonido, más allá de su voz? ¿Algún otro olor? ¿Hay calor más allá de este abrazo, hay vida ahí fuera? "Sí, estoy bien, claro que estoy bien, mucho más que bien", le digo. Y esa sonrisa suya se expande hasta escaparse de sus labios y pintar su cara, su pelo, hasta cubrir todo el cielo, todo lo que alcanza mi mirada. Y le beso, claro, lenta y dulcemente. Y me olvido de todo, del cuándo y del dónde, del cómo y del porqué. Y solo queda el qué. Solo quedan esas ganas de reír y de gritar y de reventar de felicidad.
"¿Por qué suspiras?", me pregunta. ¿No está claro?: "Por ti".
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