miércoles, 24 de agosto de 2011

Aquel sueño

La otra noche tuve un sueño. Bueno, mitad pesadilla, mitad sueño. Desde entonces es algo que me tiene obsesionado. Cada noche, antes de acostarme, pienso una y otra vez en aquel recuerdo onírico, con el deseo de que cuando me arrastre de nuevo a la oscuridad del sueño, mi inconsciente me devuelva a él mismo y por fin me presente su desenlace.

En el sueño no tengo rostro. Mi cara es un simple óvalo coronado por una mata de pelo. Y aunque veo, oigo y huelo, no tengo ninguna posibilidad de expresarme. Los músculos que hay bajo mi piel responden, pero tiran de ojos y labios que no existen, provocando que mi piel se estire y se encoja, pero sin mostrar nada de lo que siento: esa terrible angustia que me hace hervir por no tener rostro.

Y de pronto unas manos entran en escena. Tan solo puedo ver esas manos, como si el resto del cuerpo al que van unidas se ocultase tras una densa niebla. Pero esas manos... uf. Esas manos me acarician con ternura, con el más dulce de los ánimos por confortarme y consolarme, por decirme que todo irá bien, que esto se va a arreglar. Y de pronto comienzan a hacerlo.

Primero pintan mis ojos. Y mis ojos se abren, felices. Se ensanchan con gesto de sorpresa, luego se encogen, hasta apenas cerrarse. Guiñan y parpadean al mismo tiempo que mis pupilas bailan en todas direcciones. Y entonces rompen a llorar. Una incontrolable cascada sale de ellos. Lágrimas por la inmensa felicidad de poder volver a expresarme; lágrimas que liberan la tensión acumulada por la increíble tortura que fue notar que no podía hacerlo. Un llanto, sobre todo, de profundo agradecimiento a esas manos que han sabido dibujarme de nuevo. Las mismas manos que ahora secan mis ojos, con una extraordinaria sensibilidad. Mis ojos desean besarlas, estrecharlas, adorarlas... Pero solo pueden seguir llorando más y más y no dejar de recorrerlas ni un solo instante, como si el hacerlo fuera el mayor agradecimiento que un rostro sin rostro, una cara toda ojos, pudiera ofrecer.

Y esas manos siguen, no se detienen. Pintan mis orejas, arrancándome la más deliciosa de las cosquillas al hacerlo. Mis ojos ríen entonces, cómo solo unos ojos felices lo pueden hacer; cómo ni la más arrebatadora de las sonrisas jamás soñaría con ser capaz de igualar. Luego, pintan mi nariz, y mi respiración suena por fin, acelerada, profunda, agitada, llena de ganas de gritar por la indescriptible sensación de alivio que recorre mi interior, por el incontenible deseo de corresponder de algún modo a esas manos en su inmensa generosidad. Y por fin, dibujan mis labios. Y en ese momento la niebla se disipa, mis ojos se abren de par en par y mi boca, recién dibujada, se dispone a gritar un nombre.

Y entonces desperté. Desperté sin poder escuchar ese nombre. Y sin poder describirle la eterna gratitud por haberme dado un rostro que no tenía. Desperté sin poder saber quien me había rescatado de mi encierro en mi infierno particular. Y sin poder gritar, gritar con fuerza, que ya no quiero despertarme nunca más.

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