jueves, 9 de junio de 2011

Desde la cima

Se asomó de nuevo al precipicio. La verdad es que era realmente espectacular. La montaña parecía cortada a cuchillo por más de treinta metros. Más allá de ellos, se apoyaba en la pared vertical una empinada ladera cubierta de pequeñas rocas, que pronto comenzaba a salpicarse de arbustos y matas, aquí y allá, para luego quedar absorbida por el verde del bosque de hayas y pinos.

Delante, un amplio valle, como un gigantesco caldero de mil tonos de verde, rodeado por montes en sus cuatro costados. El bosque tupido solo se abría alrededor de las pequeñas casas que forman las tres o cuatro aldeas que se divisan en el fondo del valle, junto al riachuelo. Allí había algunos parches de un verde claro, zonas de pastos para el ganado. Desde lo alto, las cimas grises de roca desnuda rascaban el cielo, alguna incluso a más altura de en la que él se encontraba.

Un escalofrío recorrió su espalda y le hizo temblar levemente. Se alejo despacio del borde del precipicio, dándole la espalda, hasta el otro extremo de la plana cima, a penas media decena de metros más allá. A partir de ahí la montaña bajaba en una pendiente mucho más suave que la de la otra vertiente; parecía una enorme sábana de césped verde, moteada de gris por grandes rocas solitarias, con algunos pequeños grupos de grandes arboles de tanto en tanto.

Respiró profundamente varias veces, y se giró, encarando de nuevo el precipicio. Juntó los pies y visionó en su cabeza lo que iba a ocurrir. Cogería carrerilla desde allí, y correría tan rápido como pudiera hasta el mismo borde del abismo. Entonces saltaría, saltaría con todas sus fuerzas, dejaría lo más atrás posible la montaña y, por un instante, se sentiría colgado en el aire. Y entonces caería como una piedra, más y más rápido, teniendo la extraña sensación de que eran la tierra, las rocas, y los árboles los que se precipitan hacía él, y no al revés.

Y sabía que entonces se acabaría todo. De golpe, un fundido en negro. El final. Y aunque no lo deseaba, aunque de hecho era lo último que deseaba, sabía que saltaría igualmente. No sabía bien porque, pero no tenía miedo. Solo sabía que tenía que hacerlo. No había más razón que esa: tenía que hacerlo.

Se inclinó hacia delante y su pierna de batida se adelanto veloz, mientras notaba cómo sus músculos se tensaban y su cuerpo se lanzaba con mecánica coordinación a toda velocidad hasta aquella frontera que daba al vacío. Antes de poder si quiera replantearse todo aquello, notó cómo el cuerpo se encogía y se estiraba solo un instante después, lanzándole más allá del borde afilado. Era un salto magnífico, inhumano. Nunca había pensado que podría saltar con tanta fuerza. Notó cómo cortaba el aire, hacía arriba y hacía delante, más y más lejos de la seguridad baja sus pies. Y entonces, durante un momento, le dio la sensación de que el tiempo se detenía, de que se quedaba colgado, ingrávido. Ante él, aquel cuenco verde que le llamaba desde cada uno de los verdes de todas las hojas que lo tapizaban. Justo en aquel instante, el sol escaló el límite algodonado de la nube que lo cubría y sus rayos rascaron con su luz aquel paisaje, bañándolo de un cálido brillo que lo hacía más hermoso si cabe a sus ojos.

Y cuando debería haberlo sentido, cuando debería haber empezado a caer, vio que algo raro pasaba. No caía. De hecho, seguía subiendo y avanzando, atravesando el aire con la misma velocidad que le dio aquel impulso, ya varios metros atrás.

Le entraron unas ganas terribles de reír, y de llorar, y de gritar. Pero el cuerpo le pedía otra cosa. Le pedía callar y observar. Observar el paisaje que le estaba regalando aquel salto irreal que le seguía impulsando por los aires. Flotaba. Realmente estaba flotando. No. No flotaba. ¡Volaba!

Desde que le ocurrió aquello, siempre al acostarse sonríe pensando que, tal vez, de nuevo aquella noche, sueñe con volar.

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