miércoles, 21 de septiembre de 2011

Curiosa ave

El otro día amaneció un pajarito en mi terraza. Al principio pensé que era un viejo amigo mío, uno al que ya conocí siendo pajarito, que venía a visitarme a menudo, a cantarme entre trinos y gorgoritos historias que yo me apura a pasar a limpio, y que me imbuían en sueños que siempre pensé que se cumplirían. Pero no, no era aquella ave cantora y mágica, aquel prodigio de voz de oro, sino que era otro el pequeño pajarito que encontré esa mañana.

Esta era una pequeña ave, con plumas suaves como terciopelo, de cabeza desproporcionada y curiosa, tocada con ojos terriblemente despiertos y vivos. No era de ninguna raza en especial, y lo era de todas. Parecía como si su plumaje variara de tamaño y color en función de como los rayos vespertinos se colaran entre las begonias de los tiestos de la balaustrada. Y sus pequeñas alas, ridículamente diminutas, que parecían incapaces de hacerle siquiera emprender el torpe despegue de una gallina, aclaraban el motivo por el que tan singular pajarito no salía volando escopetado al mundo de animales inimaginables del que se debía de haber escapado, y al que debería huir ante la mera presencia de un observador, como era mi caso.

Sin embargo no hizo el menor ademán de escapar. Bien al contrario, parecía mirarme con la misma curiosidad temerosa de que fuera yo el que saliera asustado lejos de su presencia, quizá incluso balconada abajo. Así estuvimos, largos minutos, dándonos el lujo de conocer nuestras miradas, nuestros gestos... y más, muchísimo más: conocimos nuestras vidas, nuestra idas y venidas; jugamos al ajedrez con piezas de dos metros de ónice y plata, en tableros hechos de musgo y cieno; descorchamos botellas vacías que se llenaban de risas y llantos al instante, para zumbar alegres junto a otras muchas en una interminable bodega que se cocía bajo el sol del mediodía del trópico; compartimos viandas, gusanos y lechón, canalones y centeno, todo ello regado por cuentos sobre pájaros y hombres que compartían sueños con solo mirarse.

Y como llegó se fue, sin despedirse, sin darme cuenta. De pronto me encontraba allí, solo, sentado en la vieja silla de la terraza, mirando el hueco entre los tiestos del geranio y los gladiolos, justo allí donde me parecía haber estado viendo a un pajarillo muy particular que había amanecido en mi terraza. Y que ya no estaba. O que nunca estuvo.

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