martes, 6 de septiembre de 2011

Hágase la luz


Ardía en deseos de notar sus dedos cálidos. Sabía que él no se fijaba jamás en ella, pero casi todos los días tenía la suerte de sentir el tacto de su piel, y eso era más que suficiente. En alguna ocasión se demoraba unos segundos el contacto; solía ocurrir si estaba distraído, quizá por estar al teléfono o preocupado por algo, o cuando se le olvidaba durante un segundo cual era el motivo por el que estaba ahí, de pie, camino a alguna parte. Y en esos instantes de tiempo extra a su lado creía despegarse del mundo y volar de felicidad.

Escuchó sus pasos acercarse. Hoy venía un poco pronto, y teniendo en cuenta que aún era verano… quizá pasaría de largo. Pero más tarde volvería, seguro, casi siempre ocurría, y entonces volvería a sentir el contacto eléctrico de su piel, esa ligera caricia que la recorría de arriba a abajo o de abajo a arriba, según la ocasión, y le hacía estremecerse como una hoja de otoño al viento. Quizá parezca un poco ridículo vivir así, pendiente de un instante que dura menos de un segundo y que hay días que nunca llega. Para ella, sin embargo, es más que suficiente: ese fugaz momento era todo el motivo de su existencia. Y no lo lamentaba. Al contrario.

Aún recordaba aquella tarde de invierno. ¿Cuánto tiempo estuvieron juntos? Sí, bien, solo fueron unos segundos, de acuerdo; pero el estuvo tocándola continuamente todo ese tiempo, mientras miraba al techo con cara extrañada. Aquella tarde recorrió los siete cielos y, si hubiera podido, habría llorado ríos de alegría y felicidad. También había días duros, claro, cuando el contacto provenía de unas manos extrañas, y no de las suyas. Como aquellos engendros del demonio, de manos sucias y pegajosas, que todo lo toqueteaban. Por suerte él solía estar ahí para defenderla, mandarles que se estuvieran quietos, que se limpiaran las manos, que no jugaran con las cosas... ¿No es adorable?

Y bueno, también estaban aquellas harpías que aparecían en su vida de vez en cuando. Aquellas fulanas de uñas esmaltadas y manos suaves, que se atrevían a ponerle la mano encima antes o después de yacer con su amor platónico. Furcias bastardas… ¡No os merecéis ni compartir el aire que respiráis con él! Si yo pudiera darle mi amor, si él supiera…

Cuando el se acercó y la acarició levemente antes de seguir de largo, volvió a sentir ese cosquilleo de infinito placer que valía tantas horas de espera. Cada vez que ocurría era como si el tiempo se ralentizara hasta casi detenerse. Notaba sus dedos, presionándola ligeramente, empujándola hacía la pared. Luego el instantáneo “clac”, al mismo tiempo que se encendía la luz de la habitación, y un instante después sus dedos se alejaban, siguiendo a su cuerpo, de nuevo más allá de su alcance.

Quizá más tarde la volvería a usar para apagar la luz de la habitación. ¡¡Dos veces en un día!! Esos eran los mejores días, sin duda. Y si no, le esperaría en la pared, como siempre, suspirando de impaciencia porque aquellos dedos mágicos volvieran a necesitarla. Pronto.

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