Ardía en deseos de notar sus dedos cálidos. Sabía que él no
se fijaba jamás en ella, pero casi todos los días tenía la suerte de sentir el
tacto de su piel, y eso era más que suficiente. En alguna ocasión se demoraba
unos segundos el contacto; solía ocurrir si estaba distraído, quizá por estar
al teléfono o preocupado por algo, o cuando se le olvidaba durante un segundo
cual era el motivo por el que estaba ahí, de pie, camino a alguna parte. Y en
esos instantes de tiempo extra a su lado creía despegarse del mundo y volar de
felicidad.
Escuchó sus pasos acercarse. Hoy venía un poco pronto, y
teniendo en cuenta que aún era verano… quizá pasaría de largo. Pero más tarde
volvería, seguro, casi siempre ocurría, y entonces volvería a sentir el
contacto eléctrico de su piel, esa ligera caricia que la recorría de arriba a
abajo o de abajo a arriba, según la ocasión, y le hacía estremecerse como una
hoja de otoño al viento. Quizá parezca un poco ridículo vivir así, pendiente de
un instante que dura menos de un segundo y que hay días que nunca llega. Para
ella, sin embargo, es más que suficiente: ese fugaz momento era todo el motivo
de su existencia. Y no lo lamentaba. Al contrario.
Aún recordaba aquella tarde de invierno. ¿Cuánto tiempo
estuvieron juntos? Sí, bien, solo fueron unos segundos, de acuerdo; pero el
estuvo tocándola continuamente todo ese tiempo, mientras miraba al techo con
cara extrañada. Aquella tarde recorrió los siete cielos y, si hubiera podido,
habría llorado ríos de alegría y felicidad. También había días duros, claro,
cuando el contacto provenía de unas manos extrañas, y no de las suyas. Como
aquellos engendros del demonio, de manos sucias y pegajosas, que todo lo
toqueteaban. Por suerte él solía estar ahí para defenderla, mandarles que se
estuvieran quietos, que se limpiaran las manos, que no jugaran con las cosas...
¿No es adorable?
Y bueno, también estaban aquellas harpías que aparecían en
su vida de vez en cuando. Aquellas fulanas de uñas esmaltadas y manos suaves,
que se atrevían a ponerle la mano encima antes o después de yacer con su amor
platónico. Furcias bastardas… ¡No os merecéis ni compartir el aire que
respiráis con él! Si yo pudiera darle mi amor, si él supiera…
Cuando el se acercó y la acarició levemente antes de seguir
de largo, volvió a sentir ese cosquilleo de infinito placer que valía tantas
horas de espera. Cada vez que ocurría era como si el tiempo se ralentizara
hasta casi detenerse. Notaba sus dedos, presionándola ligeramente, empujándola
hacía la pared. Luego el instantáneo “clac”, al mismo tiempo que se encendía la
luz de la habitación, y un instante después sus dedos se alejaban, siguiendo a
su cuerpo, de nuevo más allá de su alcance.
Quizá más tarde la volvería a usar para apagar la luz de la
habitación. ¡¡Dos veces en un día!! Esos eran los mejores días, sin duda. Y si
no, le esperaría en la pared, como siempre, suspirando de impaciencia porque
aquellos dedos mágicos volvieran a necesitarla. Pronto.
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