Aquella tarde su padre le pregunto que qué hacía. Ella le contestó que contar segundos. Como siempre, se enfadó con ella. Le dijo que dejara de una vez esas tonterías, y la mandó a la cama sin cenar. Pero ella se acostó y siguió contando segundos. Tuvo que volver a empezar, porque del disgusto de ver a su padre tan enfadado había perdido la cuenta. Pero no importaba, siempre había segundos nuevos para contar. Era lo estupendo que tenían: a cada instante aparecía un nuevo segundo para ser contado. ¿No era algo mágico? Ahí va otro, y otro, y otro. Ese era el Cincuenta y Tres. Le gustaba ponerles nombre. Era como hacerlos suyos. Sus segundos. El Setenta, el Doscientos Quince, ¡el Doscientos Cuarenta y Dos! Ese fue muy especial, porque vino al mundo a la vez que un estornudo.
Se imaginaba a todos los pequeños segundos, juntitos, agarrados bien fuerte y bien pegaditos los unos a los otros, tal y como habían llegado, ordenados en una pulcra fila. Cada uno con un pequeño cartel con su nombre en él. El Uno el primero, claro. Le faltaba compañía a un lado, por que el segundo que tenía que ir antes que él nunca fue nombrado. Por eso era importante contarlos, para que no se sintieran solos. Alguien tenía que hacerlo. Ella se encargaba de decirle mentalmente al Uno (sin dejar de contar al mismo tiempo a sus nuevos hermanos) que era el más especial de todos, porque de él dependían todos sus nombres y el hueco que ocupaban. Y se lo imaginaba contento y feliz al darse cuenta de ello, con esa alegría fugaz que tienen los segundos, tan breve como ellos mismos.
Seguía contando segundos cuando su hermano entro por la puerta. Le preguntó si dormía y ella contestó (en el tiempo que tardaba en traer de la mano el Cuatrocientos Tres al Cuatrocientos Cuatro) que no . Su hermano le dijo que Papá quería que fuese a cenar, pero que se dejase de esas tonterías suyas. Ella asintió, sin tener intención de dejar de hacerlo. Sabía fingir muy bien que no contaba segundos, quizá no se dieran cuenta. Mientras bajaba de la cama su hermanito se le quedó mirando. Miro sobre su hombro, para asegurarse que nadie les veía, y luego le susurro en voz baja una pregunta: quería saber por cuál número iba. Ella le contestó "Cuatrocientos Cincuenta" con una sonrisa cómplice al tiempo que le guiñaba un ojo, y él soltó una risita divertida. Y se fueron a cenar.
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