viernes, 9 de septiembre de 2011

De camino al hotel

Arrastraba su maleta, calle arriba. Las gafas de sol no ocultaban la expresión curiosa de su rostro, levantado hacia las esquinas de los bloques, buscando señales de una calle perdida. Las disculpas apuradas por entorpecer el paso por la estrecha acera a la marabunta de gente que, curiosamente, caminaba sobre todo en sentido contrario, acabaron transformándose en unos gestos de hartazgo y enfado reprimido. ¿Sabes cuando ves a alguien y notas, al instante, que esa persona está terriblemente incómoda, pese a intentar mostrar con todas sus fuerzas justo lo contrario con su expresión corporal? Pues era el vivo ejemplo. Parecía un lento caracol, cargado con aquella enorme maleta granate a cuestas, intentando avanzar por una cuesta demasiado empinada, demasiado llena de obstáculos, demasiado desconocida. Pero no se parecía en nada a los caracoles risueños de ceras y plastidecor que dibujan los críos. Más bien parecía haberse escapado de un Caravaggio, bañado por una luz gris de derrota, de hastío, de cansancio desbordado, de abatimiento ante la seguridad de haberse cruzado con todo un autobús de tuertos.

Un diálogo corto. Una pregunta que le sorprendió, por lo inesperada. Unas líneas de un rostro que cambian, que abandonan trazos rectos, pequeños y duros, para crecer, suavizar y modelar gestos agradecidos. Un dedo que indica, una cabeza que asiente. Y dos sonrisas que se despiden en sentidos distintos, tras sendas cabezas giradas, tras sendas palmas extendidas. Uno de esos días en que, un extraño, en un suspiro, te hace olvidar que te has levantado con el pie izquierdo. Uno de esos días en que, un desconocido, en una instante, te recuerda lo agradable que es entregar desinteresadamente una sencilla indicación de ayuda.

¿O quizá un día más especial aún?

Dos pares de pies que se detienen, dos ruedines que dejan de rodar, dos cuerpos que se giran. Dos miradas que vuelven a encontrarse, en la distancia. Unas sonrisas curiosas y extrañadas, unos gestos de saludo. Una mano que invita. Un dedo que se apunta al propio pecho. Una cabeza que asiente entre risitas nerviosas. Y unos pasos que deshacen un camino, calle arriba, en pos de una gran maleta granate, al encuentro de ojos escondidos tras gafas de sol.

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