martes, 20 de septiembre de 2011

Y aún le escuecen

¡Cómo le picaba la mano! Se aguantaba con rabia y vergüenza las lágrimas que estaban a punto de desbordarse como una catarata. ¿Por qué todo lo arreglaba con un manotazo? Si echaba mano de la comida antes de bendecir la mesa, ¡zas!, manotazo. Si se hurgaba inconscientemente en la nariz o en la oreja, ¡zas!, lo mismo. Le escocía el dorso de la mano, allí donde recibía aquellos golpes rápidos e inesperados, y donde coleccionaba cardenales que iban del negro al amarillo. En aquel momento se la miró, y vio entre los amoratamientos la marca roja de los dedos recién estampados en su piel pálida. Notó el dolor caliente latiendo bajo su piel y sintió como se le arrebolaba el rostro, que escocía casi tanto o más que su propia mano.

"¿Cuántas veces te tengo que decir que no se señala, niño malcriado?", le dijo. "Pues no lo sé señora... ¿pero que tal si prueba a decírmelo, en vez cascarme semejantes golpes, que más bien parecen porrazos con esos dedos de bruja suyos, todo huesos y nervios?", pensó. No lo dijo, claro. No quería comprobar si aquello implicaría un bofetón en los morros por deslenguado, como se temía. Prefería quedarse con la duda y con la mano y el orgullo doloridos.

A veces, durante las noches, soñaba que ocurría al revés. Que era él quien la sorprendía de pleno en cualquiera de esas groserías que le parecían tan abominables. Y entonces le arreaba en la mano con todas sus fuerzas, ¡zas!, ¡para que aprenda! Pero leñe... ¡luego en los sueños se sentía mal por haberla hecho daño! Ella no. Ella levantaba la cabeza, como lo hacía en aquel momento, orgullosa por estar sabiendo enseñarle la lección. ¡Uf, qué largo se le estaba haciendo aquel verano! Luego Mamá se extrañaba de que no le gustara nada pasar unos días en el pueblo, en casa de la abuelita...

No hay comentarios:

Publicar un comentario