Tenía esa costumbre desde niña: cada vez que vivía un momento especial, cada vez que notaba un cosquilleo de felicidad en la piel o le dolía la cara de sonreír, se llevaba la mano al lóbulo de la oreja derecha y se lo frotaba suavemente durante un instante. No sabía porqué lo hacía. Seguramente era un gesto reflejo, simplemente algo que su cuerpo tenía asociado a esos momentos deliciosos de su vida; algo que surge espontáneamente, igual que nos reímos cuando nos pasa algo divertido o que lloramos cuando la vida nos da una buena patada. A ella le daba por tocarse la oreja cuando se sentía feliz.
Y era algo curioso porque, en cierto modo, eso hacía que todos esos momentos especiales tuvieran algo en común. Aquel gesto era como un marca páginas de los párrafos más bonitos que había leído con el paso de los años. Recordaba las miradas de aquel chico, en el patio del colegio, que le hacían sonreír nerviosa y llevarse la mano a la oreja; o aquel día que estuvo ayudando en la granja del abuelo a dar a luz a su perrita, y no pudo evitar ensuciarse la oreja con la mano. Y cómo no, cuando nació la pequeña Patricia, y la enfermera la puso sobre su regazo, la cosita más vulnerable y necesitada de cariño que había visto nunca… ¡Tantos momentos tan dulces!
En aquel instante sonreía, complacida. Era una de esas sonrisas nostálgicas, fruto de bellas historias pasadas, de las cosas maravillosas que han salpicado los días, meses y años de un viaje pleno, vivido al segundo. Se acariciaba la oreja, como lo hacía a menudo para recordar, para que el familiar gesto le ayudara a atraer aquellos recuerdos a su presente, reviviendo las fabulosas sensaciones que llenaron su vida de sonrisas. Esa vida que ahora se acababa; una vida que terminaba mientras se frotaba, suavemente, el lóbulo de su oreja derecha.
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