Negro, verde, blanco.
¡Cuántas veces me perdí en aquellos ojos! Qué bello era sentir que me miraban a mí, adentro de mí, a mi yo verdadero. Y qué dulce era saber que amaban lo que veían.
Detrás de esos tres colores se escondía aquel laberinto, aquel intrincado nudo de cualidades y defectos tan adorable, aquel sueño de persona hecha carne y actos.
Sentir como se posaban en los míos, notar como recorrían mi piel, provocaba que se me estremeciera el alma en suspiros de un dolor genuino; un dolor que solo encontraba paz en mi entrega absoluta.
Aquel par de ojos, dianas para mi mirada, encontraban mis sueños despiertos y los hacían suyos, trayéndolos a la realidad de mi vida. De nuestra vida.
El reflejo de mi rostro en la negra y brillante pupila, encerrada en aquel verde tremulante de confesiones al oído, vocalizando aquellas palabras que me ardían por dentro si no las decía.
Y ese blanco sin fin, el blanco del sueño que fue y que se ha ido, rodeando aquel iris que se hace más y más pequeño en el recuerdo de lo que tuve.
Aquel par de ojos único, irrepetible. Aquellos ojos que hice míos, de tanto mirarlos. Ojos que ríen, ojos que lloran. Ojos que aman.
Negro en verde, y verde en blanco.
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