Se tapó los ojos y se puso de cara a la pared. Y comenzó a contar en voz alta. "Uno, dos, tres...". No era la primera vez que jugaba al escondite en la vieja buhardilla. Era divertido hacerlo allí. Distinto. Casi como un juego de detectives. O de caza. Todo era más fácil si había algún rastro que seguir.
"Diez, once...". La capa de polvo era la mejor pista. Lo cubría todo, desde el suelo hasta las sábanas que escondían parcialmente los apolillados muebles y los incontables cajas y cachivaches. Bastaba con saber seguir las huellas de una pisada aquí, una zona más limpia de lo normal allá y pronto aparecía alguien reflejado en algún sucio espejo, mientras se trataba de tapar la boca para contener un grito de sorpresa.
"Diecinueve, veinte, veintiuno...". También estaban la viejas tablas de suelo. El repiquetear de los zapatos al correr o los chirridos que escapaban como pequeños grititos de queja cuando se pisaban algunas de ellas, por mucho cuidado y lentitud con que se hiciera. Eran otro indicio estupendo para saber por dónde empezar a buscar cuando se acabase la cuenta. Tan solo bastaba estar un poco atento a lo que sucedía alrededor. Y Marcos, desde luego, lo estaba.
"Treinta y dos, treinta y tres...". Conocía bien aquel lugar. Cada esquina oscura, cada tabla suelta. Sabía, en cada hora del día, hacía dónde apuntaban los rayos de sol que se colaban por las claraboyas. Si se lo proponía, podría andar por allí con los ojos cerrados sin tropezarse con nada. Allí se encontraba cómodo. Era su ambiente.
"Treinta y nueve, ¡Cuarenta! ¡El que no se haya escondido, tiempo y lugar ha tenido!". Se destapó los ojos, nervioso. Porque en esta ocasión no había oído chirriar ni una sola tabla. Ni un solo paso, ni un solo sonido a lo largo de toda la cuenta; solo su voz resonando en el espacio vacío del antiguo desván, y aquellas dos respiraciones cada vez más agitadas a su espalda, en el otro extremo de la amplia estancia. Y eso le erizaba los pelos de la nuca. Debería girarse y mirar. No quería hacerlo, le temblaban las piernas de pensar que seguirían allí, que no se habrían movido ni un centímetro. Pero debía hacerlo. Ahora.
Se armó de valor y dio la espalda a la pared. Y al verles de nuevo gritó. Gritó con todas sus fuerzas. Porque, como tanto temía, ahí seguían. Los dos niños, con aquellos camisones blancos, abrazados y apretujados contra la esquina más sombría del desván; con las caras contraídas por el mayor de los terrores y los ojos a punto de saltar de sus órbitas, estallando en sollozos, con sus pálidos rostros cubiertos de lágrimas y mucosidad. Atrapados en el más profundo de los horrores.