jueves, 2 de agosto de 2012

Qué rollo


¿Cuántos serían? ¿5.000 o 6.000 metros? Bueno, cada vez menos, eso estaba claro. Pero aquellos picos del fondo debían tener unos 2.000 o 3.000, y aún quedaban un tanto más abajo. Así que el cálculo no debería estar muy desencaminado...

Un nuevo grito agudo me sacó de aquel ensimismamiento. ¿Por qué no podían llevarlo de un modo más... silencioso?. Ya era todo bastante problemático como para sumar al asunto todos aquellos gritos, lloros y aspavientos. Cada vez estaba más cansado de la gente. Estiró la mano hacia su cuaderno de viaje y anotó aquella sensación de cansancio hacia el género humano en general, justo debajo de la entrada en que comentaba la explosión del motor derecho y como, a partir de entonces, el izquierdo también había comenzado a fallar.

Porque no hacía falta ser ningún genio ni tener ningún título de ingeniería aeronáutica para saber que aquello pintaba a desastre inminente. Aquella tos espasmódica que soltaba el único motor que podía evitar el siniestro total no era ninguna señal alentadora. Y por si había alguna duda, no había más que mirar a la cara de algunos de los miembros de la tripulación y darse cuenta de las miradas que se intercambiaban mientras intentaban calmar lloros histéricos y ataques de nervios.

Volví a aislarme de aquel cansino ruido de fondo y me puse a mirar por la ventana. Estábamos mucho más cerca de las nubes, sin duda. Y se acercaban muy rápidamente. Ya no quedaría mucho para que tomáramos tierra, de una forma u otra. Son curiosas las nubes. Dan ganas de estirar los brazos y hundir las manos en ellas. Parece como si uno se fuera a encontrar con la más etérea de las mousses posibles. Y no, no hay nada de eso. Solo una tenue capa de aire cargada de humedad.

Una nueva y muy violenta sacudida volvió a arrastrar mi conciencia de nuevo al interior del aparato, todo rezos y señales de cinturones abrochados encendidas. A la dantesca decoración de los brazos y cuerpos bamboleantes se habían unido algunas de las máscaras de oxígeno que habían saltado del techo, desatando una nueva oleada de llantos. La voz del comandante sonó sorprendentemente calmada por los altavoces, advirtiendo de un aterrizaje de emergencia y de cómo debía acomodarse el pasaje. No me tengo por un experto en la conducta humana, pero que me aspen si ese hombre no era ya un muerto viviente, si no daba ya por hecho que en unos minutos todo esto se va a convertir en un amasijo de hierros y carne humana asada al queroseno en algún monte bajo...

¿Alguno de ellos se lo había planteado esta mañana al levantarse? Seguramente sí. Había mucha gente con miedo a morir por algo así. Pero es curioso cómo las probabilidades son ridículamente pequeñas. ¿Se podía llamar suerte a aquello? Nunca había tenido suerte hasta ese día. Ninguna sorpresa me había asaltado, para bien o para mal, después de una cadena casual de acontecimientos. Pero esa vez, ese billete de avión para ese viaje concreto en aquel día determinado me iba a deparar sentir en primera persona lo que ocurre cuando te estrellas en un avión. ¿No es maravilloso el azar?

Alargué la mano para buscar el cuaderno de viaje y añadir una nota al respecto, y entonces lo vi. No era más que un chaval de unos once o doce años. Estaba sentado (es un decir, porque en realidad debía de estar arrodillado o en cuclillas) un par de filas delante de mí, y su cabeza sobresalía por encima del reposacabezas de su asiento, con la mirada fija en mí y una amplia sonrisa en el rostro.

La gente estaba demasiado ocupada intentando llamar por teléfono a sus seres queridos o perdiéndose en la inconsciencia del terror como para fijarse en cualquiera de nosotros, las únicas dos personas a las que el pánico a la muerte no les había convertido en berreantes corderos camino del matadero. Me costó darme cuenta de lo que pasaba allí, de por qué aquel crío me sonreía. Entonces algo hizo “clic” en mi cabeza y lo entendí. ¿Cuántas probabilidades había de aquello? El azar no dejaba de maravillarme. Sin duda, tendría que escribir sobre ello más tarde...

“¿También estás de visita, verdad?”, me espetó su gran boca, toda sonrisas, mientras su madre, que acababa de darse cuenta de que su hijo se había soltado del cinturón y no era presa del horror, como debía ser, se empeñaba en traerlo a su mundo de desesperación a base de tirones y gritos. Asentí lentamente como respuesta. “Rigel 7, cuadrante 5”, gritó con orgullo mientras se clavaba su dedo pulgar en el pecho. “¿Y tú?”, dijo justo antes de que entre la azafata y su madre consiguieran inmovilizarlo y atarlo a conciencia en su asiento.

Manda huevos. Iba a vivir una experiencia de la que muy pocos seres humanos habían sobrevivido. Y la iba a tener que compartir con un estúpido Rigeliano. ¿Cuántas probabilidades había de aquello? Cuando volviera a casa, no se lo iba a creer nadie. Qué rollo.

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