El pirata oteó su objetivo desde lo alto del mástil. Tras dejarse caer sobre la cubierta hizo un gesto al contramaestre, y la pequeña galera giró lentamente a babor. Era un barco rápido y silencioso y se deslizaba sobre las aguas cálidas de aquel mar negro suavemente. Las estrellas y la enorme luna que colgaban en el cielo prístino eran suficientes guías hacía aquella isla secreta, donde yacían enterrados o escondidos en grutas los botines de tantos y tanto saqueos.
Una hora más tarde, tres botes entraron en una oscura gruta, tan cargados de cofres y sacas que desplazar aquel importante peso hacía resoplar a los remeros en la boga. El capitán pirata gobernaba de pie el primero de ellos, dejando que el pañuelo que llevaba atado en su cráneo rasurado pasara a escasos centímetros del techo de la caverna. Su mirada fiera y su porte temerario eran bien recibidos entre su tripulación, veterana y ducha en el pillaje. Aquel hombre rugía sus ordenes como si lanzara truenos, pero ellos sabían que cumplirlas con rapidez y sin duda era la diferencia entre la vida y la muerte, entre el botín y el fondo del océano. Su ingenio y su pericia les había dado grandes victorias y sacado de enormes apuros. Y la lealtad que eso promueve les hacía ser uña y carne, una maquinaria perfecta al abordaje de nuevas velas.
Iluminados por las antorchas, descargaron los expolios de sus últimas incursiones y los colocaron junto al resto. Las sonrisas cómplices asomaban cuando cruzaban sus miradas sobre aquellos tesoros robados: en unos años habría el suficiente oro para aquello que prometió el capitán. Ya se disponían a regresar a los botes cuando algo salto de entre las sombras y se interpuso en su camino.
Entre gritos, todos corrieron a la desbandada. Aquellos que perdieron un instante desenvainando sus espadas fueron hechos pedazos por aquel ser, todo dientes, pelo y garras. Las antorchas, los machetes y los miembros amputados de brutales dentelladas cayeron al suelo, y los hombres se escondieron en las sombras, tras las rocas aquí y allá, temblando de terror ante lo ocurrido. Pero el capitán esperaba de pie, al límite de la luz de las antorchas, con el sable desenfundado y los ojos fijos en aquella criatura. “Woody”, dijo, “Aquí me tienes. Solos tu y yo. Olvídate de estos pobres desgraciados y ven a por mi si te atreves…”.
El enorme y deforme ser mostró su lengua roja en un gesto que parecía burlarse de aquel pequeño aperitivo que se atrevía a desafiarle. En un instante sus patas restallaron contra el suelo, sus garras resbalaron un par de veces contra la dura roca antes de coger la tracción necesaria para lanzarse a toda velocidad contra su presa. El pirata cruzo la espada ante su cuerpo, pero era consciente de que todo estaba perdido. Aquella bestia se le abalanzo y le derribo contra el suelo, y comenzó a lamerle la cara, una y otra vez, provocándole unas terribles cosquillas que le dejaron inmovilizado entre carcajadas. Sus hombres comenzaron a asomar las cabezas de sus escondrijos. Unas miradas estaban llenas de estupor, otras aún reflejaban el miedo. En otras, en cambio, se había dibujado una amplia sonrisa. Incluso hubo quien empezó a gritar, con una entonación infantil y juguetona: “¡¡Woody, Woody!! ¡¡Vamos, ven a por mi ahora!!“
-Venga, niños, dejad en paz a Woody y venid a merendar. Y tu, María, levanta del suelo, mira como te estas poniendo. ¿Y no te he dicho mil veces que no dejes que el perro te chupe así la cara? A saber donde habrá estado metiendo el morro antes…
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