Se tapó los ojos y se puso de cara a la pared. Y comenzó a contar en voz alta. "Uno, dos, tres...". No era la primera vez que jugaba al escondite en la vieja buhardilla. Era divertido hacerlo allí. Distinto. Casi como un juego de detectives. O de caza. Todo era más fácil si había algún rastro que seguir.
"Diez, once...". La capa de polvo era la mejor pista. Lo cubría todo, desde el suelo hasta las sábanas que escondían parcialmente los apolillados muebles y los incontables cajas y cachivaches. Bastaba con saber seguir las huellas de una pisada aquí, una zona más limpia de lo normal allá y pronto aparecía alguien reflejado en algún sucio espejo, mientras se trataba de tapar la boca para contener un grito de sorpresa.
"Diecinueve, veinte, veintiuno...". También estaban la viejas tablas de suelo. El repiquetear de los zapatos al correr o los chirridos que escapaban como pequeños grititos de queja cuando se pisaban algunas de ellas, por mucho cuidado y lentitud con que se hiciera. Eran otro indicio estupendo para saber por dónde empezar a buscar cuando se acabase la cuenta. Tan solo bastaba estar un poco atento a lo que sucedía alrededor. Y Marcos, desde luego, lo estaba.
"Treinta y dos, treinta y tres...". Conocía bien aquel lugar. Cada esquina oscura, cada tabla suelta. Sabía, en cada hora del día, hacía dónde apuntaban los rayos de sol que se colaban por las claraboyas. Si se lo proponía, podría andar por allí con los ojos cerrados sin tropezarse con nada. Allí se encontraba cómodo. Era su ambiente.
"Treinta y nueve, ¡Cuarenta! ¡El que no se haya escondido, tiempo y lugar ha tenido!". Se destapó los ojos, nervioso. Porque en esta ocasión no había oído chirriar ni una sola tabla. Ni un solo paso, ni un solo sonido a lo largo de toda la cuenta; solo su voz resonando en el espacio vacío del antiguo desván, y aquellas dos respiraciones cada vez más agitadas a su espalda, en el otro extremo de la amplia estancia. Y eso le erizaba los pelos de la nuca. Debería girarse y mirar. No quería hacerlo, le temblaban las piernas de pensar que seguirían allí, que no se habrían movido ni un centímetro. Pero debía hacerlo. Ahora.
Se armó de valor y dio la espalda a la pared. Y al verles de nuevo gritó. Gritó con todas sus fuerzas. Porque, como tanto temía, ahí seguían. Los dos niños, con aquellos camisones blancos, abrazados y apretujados contra la esquina más sombría del desván; con las caras contraídas por el mayor de los terrores y los ojos a punto de saltar de sus órbitas, estallando en sollozos, con sus pálidos rostros cubiertos de lágrimas y mucosidad. Atrapados en el más profundo de los horrores.
¿Y si llueve qué?
sábado, 15 de junio de 2013
sábado, 5 de enero de 2013
G.
Nunca he creído en las señales. No creo que exista un hado, ni siquiera que ante nosotros tengamos distintos caminos abiertos hacia una serie limitada de destinos. Me niego a pensar que todo lo que pienso, decido y llevo a cabo, que cada paso que doy, que cada vuelta del destino, no es más que la siguiente página que leo de un libro ya escrito hace tiempo.
No quiero.
Mi mundo, con sus alegrías y sus desdichas, es únicamente mío. Mis errores y mis aciertos, mi suerte y mi desgracia, mis recuerdos y mis anhelos, son todos y solo míos. Y de nadie más. A mi me pertenece el derecho de conducir mi vida hacia el objetivo que desee en cada instante. Y el que lo alcance, no depende de ningún demiurgo que juega desde las sombras con las cuerdas de la marioneta que escribe estas líneas. Yo, y únicamente yo, soy el responsable y la única entidad con la capacidad de hacerlo.
Y sin embargo...
Sin embargo, a veces dudo. A veces quiero creer. A veces quiero dejarme llevar y abandonar la responsabilidad de mi futuro, de mi pasado, de mi presente. ¿No sería todo más fácil? Dejarse llevar por lo que dicten las Moiras en su hilandería de vidas, descansar de la necesidad de tener que guiar los propios pasos en función de las metas y la conciencia de uno mismo. Resignarse ante los deslices y regocijarse de que Fortuna los compense con cada sonrisa que acuda al rostro.
Pero no. No debo equivocarme. Soy conocedor de la verdad. Soy sabio. Sé que mi realidad es el fruto de mis manos y de mi sudor, de mi experiencia, de cada dirección que con libertad tomé en cada bifurcación en el pasado. Y que así será para siempre.
De todas formas, esta noche...
Esta noche quiero confiar un poco. Quiero desconectar durante un tiempo mi mente racional y dejarme llevar por una vez. Aunque solo sea una vez. Haré caso al presagio. Solo a este. Solo en esta ocasión. Pero lo haré. Quiero hacerlo. Es mi elección. Aunque, ¿tiene sentido que mi elección sea, en cierto modo, dejarme arrastrar por lo que se esconde tras este augurio y dar oportunidad a que la profecía sea cierta, y al mismo tiempo creer en mi libre albedrío? No lo sé... En cualquier caso, ya lo discutiré con mis hermanos de camino. Ahora es momento de pedir a los pajes que ensillen el camello y ponerme en marcha.
Hacia el oeste.
G.
No quiero.
Mi mundo, con sus alegrías y sus desdichas, es únicamente mío. Mis errores y mis aciertos, mi suerte y mi desgracia, mis recuerdos y mis anhelos, son todos y solo míos. Y de nadie más. A mi me pertenece el derecho de conducir mi vida hacia el objetivo que desee en cada instante. Y el que lo alcance, no depende de ningún demiurgo que juega desde las sombras con las cuerdas de la marioneta que escribe estas líneas. Yo, y únicamente yo, soy el responsable y la única entidad con la capacidad de hacerlo.
Y sin embargo...
Sin embargo, a veces dudo. A veces quiero creer. A veces quiero dejarme llevar y abandonar la responsabilidad de mi futuro, de mi pasado, de mi presente. ¿No sería todo más fácil? Dejarse llevar por lo que dicten las Moiras en su hilandería de vidas, descansar de la necesidad de tener que guiar los propios pasos en función de las metas y la conciencia de uno mismo. Resignarse ante los deslices y regocijarse de que Fortuna los compense con cada sonrisa que acuda al rostro.
Pero no. No debo equivocarme. Soy conocedor de la verdad. Soy sabio. Sé que mi realidad es el fruto de mis manos y de mi sudor, de mi experiencia, de cada dirección que con libertad tomé en cada bifurcación en el pasado. Y que así será para siempre.
De todas formas, esta noche...
Esta noche quiero confiar un poco. Quiero desconectar durante un tiempo mi mente racional y dejarme llevar por una vez. Aunque solo sea una vez. Haré caso al presagio. Solo a este. Solo en esta ocasión. Pero lo haré. Quiero hacerlo. Es mi elección. Aunque, ¿tiene sentido que mi elección sea, en cierto modo, dejarme arrastrar por lo que se esconde tras este augurio y dar oportunidad a que la profecía sea cierta, y al mismo tiempo creer en mi libre albedrío? No lo sé... En cualquier caso, ya lo discutiré con mis hermanos de camino. Ahora es momento de pedir a los pajes que ensillen el camello y ponerme en marcha.
Hacia el oeste.
G.
domingo, 5 de agosto de 2012
¿Qué me pasa?
Contando las cuentas de mis inabarcables ábacos.
Arrancando sonrisas con las dentelladas de tu mirada.
Descifrando cuentos antes de ser inventados.
Rasgando mañanas y noches con risas, pestañas y puntas de dedos.
Escuchando con atención complejos silencios.
Jugando a contar palabras que anuncian versos.
Descargando ilusiones de ojos grandes y miedos de boca chiquita.
Mordisqueando mi nuca con palabras dulces y tiernos suspiros.
Desfibrilándome cada vez que pronuncias ese nombre de cinco letras.
Ordenando a mi piel erizarse bajo tu presencia.
Señalando el horizonte con mi mano agarrada.
Describiendo círculos de calma en lo callado de mi espalda.
Barriendo presumidamente mis preocupaciones.
Esperando a mi alma tras cada esquina.
Jugando al pilla-pilla con los ojos vendados.
Soñando a mi lado con mares mullidos y cubiertos de besos.
Me pasas tú.
Arrancando sonrisas con las dentelladas de tu mirada.
Descifrando cuentos antes de ser inventados.
Rasgando mañanas y noches con risas, pestañas y puntas de dedos.
Escuchando con atención complejos silencios.
Jugando a contar palabras que anuncian versos.
Descargando ilusiones de ojos grandes y miedos de boca chiquita.
Mordisqueando mi nuca con palabras dulces y tiernos suspiros.
Desfibrilándome cada vez que pronuncias ese nombre de cinco letras.
Ordenando a mi piel erizarse bajo tu presencia.
Señalando el horizonte con mi mano agarrada.
Describiendo círculos de calma en lo callado de mi espalda.
Barriendo presumidamente mis preocupaciones.
Esperando a mi alma tras cada esquina.
Jugando al pilla-pilla con los ojos vendados.
Soñando a mi lado con mares mullidos y cubiertos de besos.
Me pasas tú.
jueves, 2 de agosto de 2012
Qué rollo
¿Cuántos serían? ¿5.000 o 6.000 metros? Bueno, cada vez menos, eso estaba claro. Pero aquellos picos del fondo debían tener unos 2.000 o 3.000, y aún quedaban un tanto más abajo. Así que el cálculo no debería estar muy desencaminado...
Un nuevo grito agudo me sacó de aquel ensimismamiento. ¿Por qué no podían llevarlo de un modo más... silencioso?. Ya era todo bastante problemático como para sumar al asunto todos aquellos gritos, lloros y aspavientos. Cada vez estaba más cansado de la gente. Estiró la mano hacia su cuaderno de viaje y anotó aquella sensación de cansancio hacia el género humano en general, justo debajo de la entrada en que comentaba la explosión del motor derecho y como, a partir de entonces, el izquierdo también había comenzado a fallar.
Porque no hacía falta ser ningún genio ni tener ningún título de ingeniería aeronáutica para saber que aquello pintaba a desastre inminente. Aquella tos espasmódica que soltaba el único motor que podía evitar el siniestro total no era ninguna señal alentadora. Y por si había alguna duda, no había más que mirar a la cara de algunos de los miembros de la tripulación y darse cuenta de las miradas que se intercambiaban mientras intentaban calmar lloros histéricos y ataques de nervios.
Volví a aislarme de aquel cansino ruido de fondo y me puse a mirar por la ventana. Estábamos mucho más cerca de las nubes, sin duda. Y se acercaban muy rápidamente. Ya no quedaría mucho para que tomáramos tierra, de una forma u otra. Son curiosas las nubes. Dan ganas de estirar los brazos y hundir las manos en ellas. Parece como si uno se fuera a encontrar con la más etérea de las mousses posibles. Y no, no hay nada de eso. Solo una tenue capa de aire cargada de humedad.
Una nueva y muy violenta sacudida volvió a arrastrar mi conciencia de nuevo al interior del aparato, todo rezos y señales de cinturones abrochados encendidas. A la dantesca decoración de los brazos y cuerpos bamboleantes se habían unido algunas de las máscaras de oxígeno que habían saltado del techo, desatando una nueva oleada de llantos. La voz del comandante sonó sorprendentemente calmada por los altavoces, advirtiendo de un aterrizaje de emergencia y de cómo debía acomodarse el pasaje. No me tengo por un experto en la conducta humana, pero que me aspen si ese hombre no era ya un muerto viviente, si no daba ya por hecho que en unos minutos todo esto se va a convertir en un amasijo de hierros y carne humana asada al queroseno en algún monte bajo...
¿Alguno de ellos se lo había planteado esta mañana al levantarse? Seguramente sí. Había mucha gente con miedo a morir por algo así. Pero es curioso cómo las probabilidades son ridículamente pequeñas. ¿Se podía llamar suerte a aquello? Nunca había tenido suerte hasta ese día. Ninguna sorpresa me había asaltado, para bien o para mal, después de una cadena casual de acontecimientos. Pero esa vez, ese billete de avión para ese viaje concreto en aquel día determinado me iba a deparar sentir en primera persona lo que ocurre cuando te estrellas en un avión. ¿No es maravilloso el azar?
Alargué la mano para buscar el cuaderno de viaje y añadir una nota al respecto, y entonces lo vi. No era más que un chaval de unos once o doce años. Estaba sentado (es un decir, porque en realidad debía de estar arrodillado o en cuclillas) un par de filas delante de mí, y su cabeza sobresalía por encima del reposacabezas de su asiento, con la mirada fija en mí y una amplia sonrisa en el rostro.
La gente estaba demasiado ocupada intentando llamar por teléfono a sus seres queridos o perdiéndose en la inconsciencia del terror como para fijarse en cualquiera de nosotros, las únicas dos personas a las que el pánico a la muerte no les había convertido en berreantes corderos camino del matadero. Me costó darme cuenta de lo que pasaba allí, de por qué aquel crío me sonreía. Entonces algo hizo “clic” en mi cabeza y lo entendí. ¿Cuántas probabilidades había de aquello? El azar no dejaba de maravillarme. Sin duda, tendría que escribir sobre ello más tarde...
“¿También estás de visita, verdad?”, me espetó su gran boca, toda sonrisas, mientras su madre, que acababa de darse cuenta de que su hijo se había soltado del cinturón y no era presa del horror, como debía ser, se empeñaba en traerlo a su mundo de desesperación a base de tirones y gritos. Asentí lentamente como respuesta. “Rigel 7, cuadrante 5”, gritó con orgullo mientras se clavaba su dedo pulgar en el pecho. “¿Y tú?”, dijo justo antes de que entre la azafata y su madre consiguieran inmovilizarlo y atarlo a conciencia en su asiento.
Manda huevos. Iba a vivir una experiencia de la que muy pocos seres humanos habían sobrevivido. Y la iba a tener que compartir con un estúpido Rigeliano. ¿Cuántas probabilidades había de aquello? Cuando volviera a casa, no se lo iba a creer nadie. Qué rollo.
domingo, 26 de febrero de 2012
Corazón
¿No te quieres enterar? ¿Por qué sigues insistiendo en hacerme daño? Olvídate de mí, abandóname, vete. Estoy cansado. Destrozado. Déjame vivir en paz; si es que a esto se le puede llamar vida...
¿No te das cuenta de que ya casi nunca puedo llorar? Las lágrimas han cristalizado y han caído en el torrente que recorre mi alma. Y allí muerden en silencio con sus afiladas aristas de sueños rotos y vidas truncadas. Me arde el pecho. Se me clava la dolorosa cuña del recuerdo antes de partirme más y más la conciencia con cada aldabonazo de una memoria pasada.
Cada una de las noches acuden con su lengua áspera a arrancarme la piel a lametazos. Cada día, el sol escupe ardiente sal sobre mi carne viva. Un ciclo de tortura, de aguijones y filos de navaja. Una espiral en la que solo vale caer y caer hacia la más negra y profunda de las fauces. Los dientes negros, como los más oscuros sentimientos, y el gargantuesco apetito que devora el último recuerdo de lo que es la alegría. Estoy cansado hasta la desesperación de tus juegos con cuchillas y punzones en mis más tiernas carnes, allá donde se unen en lo más hondo de mí al ser sensible que has convertido en ser doliente.
¡Qué lejos las sonrisas, amores e ilusiones! Qué pequeños se los ve... Niego con la cabeza mientras clavo las uñas en mis sienes y comprendo con cruel seguridad que ya no volverán. Estoy harto del vino agrio, del grito sordo y constante, de la opresión en el pecho, del dolor lacerante de la burla de una vida que no me quiere en ella. Harto de ti. Vete, ¡por Dios!, ¡¡vete!!
Abandona mi cuerpo, que nunca debiste habitar. Sal de mis entrañas y escoge a otro a quien martirizar. Maldito seas hoy y siempre. Y maldito el día en que te instalaste en mi pecho con funestas garras de emociones falsas, promesas falsas, falso, falso, falso... Lárgate de aquí. Déjame.
Ya sé que no lo harás. Ya sé que me levantaré y volveré a luchar con estúpida tozudez contra el velo luctuoso con que cubres mi cuerpo y mi alma. Solo te ruego una cosa, solo una: ten clemencia. Ten una minúscula pizca de compasión y concédemela antes de volverme loco, por favor.
Solo quiero volver a llorar. Solo eso. Al menos, déjame llorar.
¿No te das cuenta de que ya casi nunca puedo llorar? Las lágrimas han cristalizado y han caído en el torrente que recorre mi alma. Y allí muerden en silencio con sus afiladas aristas de sueños rotos y vidas truncadas. Me arde el pecho. Se me clava la dolorosa cuña del recuerdo antes de partirme más y más la conciencia con cada aldabonazo de una memoria pasada.
Cada una de las noches acuden con su lengua áspera a arrancarme la piel a lametazos. Cada día, el sol escupe ardiente sal sobre mi carne viva. Un ciclo de tortura, de aguijones y filos de navaja. Una espiral en la que solo vale caer y caer hacia la más negra y profunda de las fauces. Los dientes negros, como los más oscuros sentimientos, y el gargantuesco apetito que devora el último recuerdo de lo que es la alegría. Estoy cansado hasta la desesperación de tus juegos con cuchillas y punzones en mis más tiernas carnes, allá donde se unen en lo más hondo de mí al ser sensible que has convertido en ser doliente.
¡Qué lejos las sonrisas, amores e ilusiones! Qué pequeños se los ve... Niego con la cabeza mientras clavo las uñas en mis sienes y comprendo con cruel seguridad que ya no volverán. Estoy harto del vino agrio, del grito sordo y constante, de la opresión en el pecho, del dolor lacerante de la burla de una vida que no me quiere en ella. Harto de ti. Vete, ¡por Dios!, ¡¡vete!!
Abandona mi cuerpo, que nunca debiste habitar. Sal de mis entrañas y escoge a otro a quien martirizar. Maldito seas hoy y siempre. Y maldito el día en que te instalaste en mi pecho con funestas garras de emociones falsas, promesas falsas, falso, falso, falso... Lárgate de aquí. Déjame.
Ya sé que no lo harás. Ya sé que me levantaré y volveré a luchar con estúpida tozudez contra el velo luctuoso con que cubres mi cuerpo y mi alma. Solo te ruego una cosa, solo una: ten clemencia. Ten una minúscula pizca de compasión y concédemela antes de volverme loco, por favor.
Solo quiero volver a llorar. Solo eso. Al menos, déjame llorar.
martes, 14 de febrero de 2012
Un día de playa
Le dijeron que en aquella playa las caracolas vacías que abandonaba la marea traían ecos del otro lado del mundo. Según decían, en ellas se podía escuchar lenguas extrañas, animales fantásticos y sonidos tan ajenos a nuestra realidad que parecían sacados de sueños profundos. También le hablaron de la fina arena blanca que acomodaba cada paso en un suave cojín susurrante, y que se escapaba de entre los dedos como si se tratase de agua (y no de incontables pedacitos de sueños, tal y como él bien sabía era el origen de toda la arena del mundo). Si debía hacer caso a aquellas palabras, y no veía por qué no, caminar por aquél arenal debía de ser lo más parecido a un intenso y relajante masaje en los pies.
También la hablaron de las olas. Decían que a aquella bahía entraban siempre en grupos de tres. La primera de cada serie era baja y tímida. Luego llegaba una ola creciente y espumosa. Y por último una plana y larga que lamía la orilla hasta el mismo límite de la arena húmeda. Y cada una traía un sonido del mar, una ronca nota arrancada de las entrañas del océano y de la fuerza del viento. Siempre los mismos tonos, repetidos una y otra y otra vez: la do sol, la do sol. la do sol. Y, según contaban, cuando amenazaba galerna, aquella melodía se iba transformando en toda una sinfonía rugiente y terrible, y extrañamente bella y atrayente a la vez. Los más ancianos pescadores de la zona, según comentaban, llamaban a aquellos sonidos de tormenta “cantos de sirena”.
Pero no eran las aguas cristalinas ni la brisa fresca lo que más le podía atraer de aquel lugar. Ni lo era las amables gentes ni los muchos y confiados animales que transitaban arenales y bajíos costeros. Ni las caracolas, ni las arenas, ni las olas; ni las rocas, lodos o todas aquellas casetas y sombrillas multicolores que moteaban el dorado paraíso. Lo fantástico de aquel rincón, lo que le maravillaba y le llamaba a acudir pronto a conocerlo es que, según le contaron, a menudo se la podía ver paseando por allí, riendo mientras chapoteaba en el agua, leyendo una novela tumbada al sol o paseando de madrugada con aquel precioso vestido verde mar.
Y eso sí, desde luego que sí. Eso bien mereciera un día de playa.
sábado, 24 de diciembre de 2011
25 de Diciembre
Cada año esperaba estas fiestas. No es que fueran sus favoritas, no. Es que para él eran las únicas. El resto del año no dejaba de ser una repetición monótona de días vacíos de significado. Pero cuando se acercaba la Navidad todo cambiaba. Era distinto. Le encantaba aquello. Lo vivía tan, tan, tan intensamente...
Desde semanas antes al día de Navidad, ya se notaba el cambio en él. Recibía a todas las visitas a la casa con una gran sonrisa. Disfrutaba de las cordialidades navideñas, de escuchar aquellos "¡qué tengas feliz Navidad!" o "¡felices fiestas!". Para él no eran simples formulismos. En absoluto. Eran deseos sinceros. Deseos de paz, de armonía, de familias abrazadas en torno a mesas llenas y de sueños infantiles. Era precioso. El lo vivía como algo precioso. Le costaba tan poco vivirlo así... De hecho, no podía evitarlo. Tenía la sensación de que estaba en este mundo para eso. Para vivir así de intensamente la Navidad. Para ser Navidad.
Siempre había deseado unas navidades blancas, aunque nunca había pisado la nieve. Para alguien como él, con una vida como la suya, era difícil poder escaparse a algún puerto de montaña y hacer muñecos de nieve o disfrutar de peleas a bolazo limpio. Aunque lo deseaba, sí. Secretamente. Su vida... bueno. No podía decir que le gustara. Deseaba que fuera de otro modo, eso seguro. Se sentía enclaustrado, vació, anónimo, inútil. ¿Cuestión de autoestima? Puede ser. No era una vida mejor o peor que la de otros muchos, eso es cierto. Pero realmente el resto del año no valía nada para él. Eran días, semanas, meses vacíos. Simplemente formaban el tiempo entre dos Navidades. Nada más que eso.
No es difícil hacerse una idea de lo que significaba para él que se acabaran las fiestas. Hablar de depresión es quedarse corto. Aunque con el paso de los años había aprendido a ser paciente, a vivir cada día como uno más en la cuenta atrás hasta las próximas Navidades. Pero seguía resultándole duro. Muy duro. De todas formas no pensaba en ello durante aquellas fiestas. No le daba tiempo. Lo pasaba demasiado bien, sus días y sus noches se llenaban de demasiadas ilusiones y demasiados motivos para sonreír de oreja a oreja, como siempre hacía.
Nunca se le oía decir cuantísimo amaba la Navidad. No hacía falta, claro. Solo había que mirar sus ojos brillantes para darse cuenta de lo feliz que era. Desbordaba entusiasmo, dinamismo, ganas por festejar. Era lo más parecido a la Navidad personificada. Y cada Navidad, año tras año, impregnaba de buenos sentimientos, bonitos deseos y sinceras alegrías a aquella familia que le acogía. La misma familia que conocía desde hacía ya cuatro generaciones, y con la que deseaba estar cuatrocientas generaciones más. Les quería a todos, a todos y cada uno de ellos. Pero ahora mismo sentía debilidad por la pequeña Nati. Era ella quien junto a la matriarca, su abuela Aurori, cada año, a primeros de Diciembre, abría la caja de los adornos navideños. Escuchar la voz aguda de Nati mientras revolvía espumillón, bolas y figuritas del belén era uno de los momentos más dulces para él. "¿Dónde está el pastorcito, Abu? ¿En esta caja? ¿Está aquí? ¡¡Pastorcitoooooo!! ¡Aquí estás!". Y lo cogía con sus dedos diminutos, y lo abrazaba, y lo colocaba con cuidado en su lugar, en aquella pequeña mesita de la vieja casa familiar dónde cada año se instalaba el nacimiento. "Abu, ¿te he dicho que este pastorcito es mi figurita favorita?", decía. "Todos los años me lo dices, cielo. Y claro que lo es, es la de todos", le contestaba su abuela. "¡¡Pero es que mira como sonríe, abu!! Mira, ¡miraaaaaa!", gritaba entusiasmada la pequeña, mientras su abuela reía, complacida.
Y así pasaban los años para el pastorcito. El pequeño pastorcito del belén. El de la pintura descascarillada aquí y allá. El de la ovejita a hombros. El de la enorme, enorme sonrisa y los ojos tan brillantes como el primer día. El que querría poder hablar, poder gritar con todas las fuerzas de sus diminutos pulmones de plomo, diciendo: "¡¡¡Feliz navidad!!!".
Desde semanas antes al día de Navidad, ya se notaba el cambio en él. Recibía a todas las visitas a la casa con una gran sonrisa. Disfrutaba de las cordialidades navideñas, de escuchar aquellos "¡qué tengas feliz Navidad!" o "¡felices fiestas!". Para él no eran simples formulismos. En absoluto. Eran deseos sinceros. Deseos de paz, de armonía, de familias abrazadas en torno a mesas llenas y de sueños infantiles. Era precioso. El lo vivía como algo precioso. Le costaba tan poco vivirlo así... De hecho, no podía evitarlo. Tenía la sensación de que estaba en este mundo para eso. Para vivir así de intensamente la Navidad. Para ser Navidad.
Siempre había deseado unas navidades blancas, aunque nunca había pisado la nieve. Para alguien como él, con una vida como la suya, era difícil poder escaparse a algún puerto de montaña y hacer muñecos de nieve o disfrutar de peleas a bolazo limpio. Aunque lo deseaba, sí. Secretamente. Su vida... bueno. No podía decir que le gustara. Deseaba que fuera de otro modo, eso seguro. Se sentía enclaustrado, vació, anónimo, inútil. ¿Cuestión de autoestima? Puede ser. No era una vida mejor o peor que la de otros muchos, eso es cierto. Pero realmente el resto del año no valía nada para él. Eran días, semanas, meses vacíos. Simplemente formaban el tiempo entre dos Navidades. Nada más que eso.
No es difícil hacerse una idea de lo que significaba para él que se acabaran las fiestas. Hablar de depresión es quedarse corto. Aunque con el paso de los años había aprendido a ser paciente, a vivir cada día como uno más en la cuenta atrás hasta las próximas Navidades. Pero seguía resultándole duro. Muy duro. De todas formas no pensaba en ello durante aquellas fiestas. No le daba tiempo. Lo pasaba demasiado bien, sus días y sus noches se llenaban de demasiadas ilusiones y demasiados motivos para sonreír de oreja a oreja, como siempre hacía.
Nunca se le oía decir cuantísimo amaba la Navidad. No hacía falta, claro. Solo había que mirar sus ojos brillantes para darse cuenta de lo feliz que era. Desbordaba entusiasmo, dinamismo, ganas por festejar. Era lo más parecido a la Navidad personificada. Y cada Navidad, año tras año, impregnaba de buenos sentimientos, bonitos deseos y sinceras alegrías a aquella familia que le acogía. La misma familia que conocía desde hacía ya cuatro generaciones, y con la que deseaba estar cuatrocientas generaciones más. Les quería a todos, a todos y cada uno de ellos. Pero ahora mismo sentía debilidad por la pequeña Nati. Era ella quien junto a la matriarca, su abuela Aurori, cada año, a primeros de Diciembre, abría la caja de los adornos navideños. Escuchar la voz aguda de Nati mientras revolvía espumillón, bolas y figuritas del belén era uno de los momentos más dulces para él. "¿Dónde está el pastorcito, Abu? ¿En esta caja? ¿Está aquí? ¡¡Pastorcitoooooo!! ¡Aquí estás!". Y lo cogía con sus dedos diminutos, y lo abrazaba, y lo colocaba con cuidado en su lugar, en aquella pequeña mesita de la vieja casa familiar dónde cada año se instalaba el nacimiento. "Abu, ¿te he dicho que este pastorcito es mi figurita favorita?", decía. "Todos los años me lo dices, cielo. Y claro que lo es, es la de todos", le contestaba su abuela. "¡¡Pero es que mira como sonríe, abu!! Mira, ¡miraaaaaa!", gritaba entusiasmada la pequeña, mientras su abuela reía, complacida.
Y así pasaban los años para el pastorcito. El pequeño pastorcito del belén. El de la pintura descascarillada aquí y allá. El de la ovejita a hombros. El de la enorme, enorme sonrisa y los ojos tan brillantes como el primer día. El que querría poder hablar, poder gritar con todas las fuerzas de sus diminutos pulmones de plomo, diciendo: "¡¡¡Feliz navidad!!!".
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