Ochocientas veintisiete, ochocientas veintiocho… uy… ya me he vuelto a equivocar, jo… Esto es muy difícil. Y tengo mucho sueño… Mañana empezaré de nuevo, y lo lograré. Si, mañana. Mañana, seguro…
Eli se separó de la ventana y se acostó en la cama, procurando no hacer ruido. No debería estar levantada tan tarde, sus padres se enfadarían si la vieran fuera de la cama, y más aún descalza y en pijama. Sabía lo que de diría su madre, “Elizabeth, ¿se puede saber que haces fuera de la cama? Y en pijama… ¡¡y descalza!! No te he dicho mil veces que te abrigues bien, que la casa del abuelo es muy fría… Anda, cariño, no me hagas enfadar. Ya sabes que no lo estamos pasando bien, así que tienes que ser buena…”
Como le dolía eso… Ya sabía que tenía que ser buena, pero ella también lo hacía por Miguel. Todo lo hacía por Miguel. ¿Es que no querían entenderlo? Ella era la primera en echar de menos sus peleas, sus juegos, su risa… Por eso se escabullía y le llevaba un trozo de tarta de la abuela cuando nadie la veía. Y por eso tocaba en la flauta aquella canción que Miguel silbaba a todas horas. Que silbaba antes, claro. ¡Como echaba de menos escucharle silbar mientras jugaba con sus juegos de construcciones en la habitación de al lado!
Pero todo hacía enfadar a sus padres. “¡¡No le vuelvas a dar comida a escondidas!!” “¡¡Deja de tocar la flauta, tu hermano necesita descansar!!” “Se buena, Eli…” “Pórtate bien, Eli…” “Es por el bien de Miguel, los médicos lo han dicho…”. Los médicos, los médicos… ¡¡siempre los médicos!! Su hermano llevaba muchos meses en manos de los médicos, con sus medicinas, sus ingresos, sus ordenes… y Eli no lo veía mejor. Para nada. Los médicos no entendían. No tenían ni idea. Y sus padres tampoco. Pero Eli si. Ella había visto como sonreía cuando entraba de puntillas en su cuarto con algún dulce escamoteado de la despensa de la abuela. Y hasta le pareció escuchar un suave silbido escapar del cuarto de al lado una de las veces que tocaba su canción para él.
Cuando venían los médicos su cara se volvía blanca como el papel, y sus ojos se ponían brillantes, como si fuese a llorar. En cambio, cuando pasaba por delante de su cuarto y se asomaba y, su mirada, desde el reposo de la cama, se cruzaba con la suya, notaba como amagaba una sonrisa en sus labios. Y cuando pasaba a darle el beso de buenas noches, notaba como se le subían los colores. Y a veces los ojos también se le ponían llorosos. Pero de llorar del bueno, como aquella vez que el abuelo le enseño los cachorritos que había tenido la perra Luci. Ese día Eli también lloró, pero las lágrimas le supieron muy rico. También echaba mucho de menos eso… hacía muchas semanas que Miguel no tenía fuerzas para devolver el beso de buenas noches, aunque ella siempre acercaba su mejilla…
¡¡Pero se iban a enterar!! Ella iba a conseguir que Miguel se pusiera bueno. Y entonces tendrían que decirla, “Eli, tenías razón”, “Eli, has sido muy buena”, “Elizabeth es más lista que todos los médicos del mundo juntos”. ¡¡Vaya que sí!! Y además ella sola había encontrado la forma de conseguirlo, sin ayuda de nadie. Bueno, si, con ayuda de su abuelo. Aún recordaba todas y cada una de las palabras de su abuelo, un par de noches atrás, cuando salieron después de cenar a la fresca (bien abrigada, eso sí, su madre había insistido mucho en ello), y el abuelo le había señalado la cantidad de estrellas que se veían aquella noche en el cielo. Y luego le había susurrado al oído: “Te voy a contar un secreto, guapa. Dicen que si logras contar todas y cada una de las estrellas que se ven en el cielo en una noche como esta, se te cumplirá un deseo. Pero no vale hacer trampas, ¿eh? Hay que contarlas muy bien, sin saltarse ninguna y sin contar ninguna dos veces. Si no, no funciona…”. Mira que no haberlo pensado antes… ¡¡solo tenían que hacer eso, y Miguel se pondría bueno!!
Se destapó rápidamente y saltó de la cama. Esta vez se calzó las zapatillas y se puso la bata. No pensaba esperar a mañana, lo conseguiría esta misma noche.
Una, dos, tres, cuatro…
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