Raquel estaba al borde de las lágrimas. No apartaba sus ojos de la ventana y no dejaba de señalar aquí y allá, cada vez que un copo se pegaba en el vidrio o caía dibujando una ágil curva frente al mismo. Papá subió una vez más el volumen de la radio, donde el locutor no dejaba de hablar entusiasmado por lo que estaba sucediendo, y las llamadas que iban saliendo al aire en directo se llenaban de parabienes, felicitaciones y alegría. Estaba nevando el día de navidad.
Mamá acunaba a la pequeña Irene en sus brazos, que se había contagiado de la emoción y se había puesto a llorar. Su suave canturreo para calmar a la criatura se fue alejando por el pasillo mientras se dirigía a contestar de nuevo al teléfono. No había dejado de sonar desde que habían empezado a nevar. Todo el mundo se estaba llamando, como si no lo pudiesen creer, como si necesitaran que alguien más se lo confirmase. Iban a ser unas navidades blancas.
Raquel aprovechó que el bebé no estaba en la habitación para pedir permiso a Papá para abrir la ventana y poder tocar la nieve. Lo hizo emocionada. Alargó el brazo y dejó que los fríos copos se fueran depositando en sus dedos, dándole pequeños besos helados, deshaciéndose en pocos segundos justo antes de que una nueva mota blanca ocupara su lugar. La risa nerviosa de Raquel, los villancicos de la radio y el llanto amortiguado de Irene llenaban el aire; un aire que se colaba frío por la ventana medio abierta. “Mira Papá, ahí hay niños jugando”. Unos pequeños, abrigados hasta las cejas, habían salido a la calle y comenzaban a jugar con la nieve, lanzándose bolazos y haciendo figuras. “¿Puedo ir yo también?”
Unos minutos más tarde, Raquel saludó desde la calle, con su mano enguantada, hacía la ventana de casa, y vio como Mamá agitaba el brazo devolviéndole el saludo, mientras Papá seguía apelotonando nieve junto a ella para hacer un gran muñeco. “¡¡Como en las películas!!”, había gritado entusiasmada la pequeña. Reinaba un buen humor descontrolado. Había muchas carcajadas y gritos de niños divirtiéndose, pero también risitas nerviosas, incrédulas y rejuvenecidas entre los adultos que les acompañaban. Era tan irreal, tan mágico…
Si Raquel y Papá pudiesen ver la cara de Mamá desde ahí abajo, verían como una lagrimita iba resbalando despacio, hasta llegar a la amplia sonrisa que iluminaba su rostro. Sus ojos, vidriosos, iban una y otra vez del espectáculo de la calle (cada vez más abarrotada de gente, pequeños y mayores, jugando y cantando y riendo en la nieve), a la pequeña Irene, que de nuevo se había calmado y acababa de quedarse dormida en sus brazos.
“No deberías dormirte, pequeña, que quizá nunca más veas algo así…”, susurro. ¿Quién se podía imagina que iba a nevar el mismo día de navidad? ¿No era algo increíble?
Era 25 de diciembre. Y nevaba. En Santiago de Chile.
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