jueves, 24 de noviembre de 2011

Cazamariposas

Decidió que iría con el cazamariposas a todas partes. No se separaría de él ni un segundo. Necesitaba tenerlo a mano. Ya estaba cansada de que siempre ocurriera lo mismo, de que en el momento más inesperado una mariposa se le cruzara revoloteando alegremente y, para cuando fuera a buscar algo con lo que atraparla, ya hubiera desaparecido.

Le gustaban tanto aquellas mariposas… Surgían de cualquier sitio, como flores arrastradas por un viento caprichoso, gráciles, dejando escapar aquel polvillo mágico de sus alas que embriagaba estancias enteras con su olor. Le encantaba contemplarlas cuando se quedaban con ella largo rato, saltando en el aire por escalones invisibles hasta posarse trémulamente en lo alto de una silla o en el vano de una ventana. Disfrutaba especialmente cuando las veía, a veces a pares, incluso a tríos, apoyadas en el travesaño de la cama al despertarse; o cuando, entre puntada y puntada de aquella interminable bufanda amarilla que tejía para la abuela, se acercaban, curiosas, intentando aterrizar en el extremo romo de las largas agujas.

Pero los momentos más deliciosos eran los más inesperados. Cuando la sorprendían distraída mirando por la ventana, o en la lectura del capítulo más seductor de una novela de intriga, y el cosquilleo de unas patitas minúsculas apoyadas en su hombro o en su antebrazo le arrebataban de lejanos pensamientos y le traían a un suave suspiro presente. Aquello casi era magia, aquel cosquilleo que le recorría la piel y le erizaba los pelos de la nuca hasta hacerla estremecer en un íntimo escalofrío que le invitaba a cerrar los ojos y a sonreír con placidez.

Adoraba a aquellas mariposas de fantasía, a las canciones interminables que susurraban sus diminutas alas de iridiscentes colores, a aquellas sensaciones que le producían, que se calaban hasta los huesos, hasta lo más hondo del corazón, desde donde bombeaban por todo su cuerpo el primer mordisco de un chocolate negro, el beso largamente anhelado, la carcajada desbocada y el sol de una mañana de Abril. Todo eso y mucho más, y todo al mismo tiempo. Amaba sentirse arropada por las delicadas caricias del tiempo que le regalaban a su lado. ¡Y cómo las echaba de menos cuando faltaban! Por eso había decidido no separarse del cazamariposas. Esta vez las cogería a medida que se le presentaran. No quería que se le volvieran a escapar. No podía estar sin ellas. Necesitaba su olor inexistente, sus revoloteos imperceptibles y sus colores transparentes. Necesitaba su tierna presencia, su inconfundible existencia, su certera alegría. Necesitaba aquella sonrisa tonta que le dibujaban en los labios, aquel hormigueo que le instalaban en el ritmo de sus segundos, de aquellos segundos que volaban cuando estaban con ella.

Así que estaba decidida: se las comería, a todas, para que estuvieran siempre en su interior, regalándole aquellas deliciosas sensaciones mientras revoloteaban una y otra vez bien dentro de su pecho. Justo en la boca del estómago.

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