jueves, 17 de noviembre de 2011

Dejarse hacer

No sabía qué sería de ella esta vez. Cada día era una historia nueva. Le gustaba que fuera así, claro, pero a veces le gustaría saber qué era lo que iba a ocurrir antes de que pasara. Sería un detalle que, por primera vez, antes de que ella se acercara y la moldease a voluntad, tuviera la cortesía de decírselo. Pero no se hacía ilusiones. De un momento a otro llegaría y se sentaría enfrente de ella, y entonces comenzaría a mirarla con aquellos ojos curiosos y traviesos, maquinando cómo atacarla, transformarla y utilizarla para convertirla en lo que sea que hubiera podido tramar esta vez. Quizá la destrozaría. Quizá la despedazaría en pequeños fragmentos de sí misma, hasta hacerla del todo irreconocible, y luego la desperdigaría por toda la creación. O quizá la pintase de colores nunca vistos y escribiera en su piel letras y sueños que nadie nunca antes había inventado, con ese gusto exquisito por el detalle que era capaz de tenerla trabajando con intensidad meticulosa y detallado cuidado en uno de aquellos proyectos suyos durante horas y horas.

Aunque lo cierto es que poco importaba lo que hiciera con ella. En realidad le daba igual, siempre y cuando le hiciera algo. Lo que realmente no podía soportar no era el no saber a qué atenerse, sino su desidia y abandono. Cuando, durante días o semanas, sus manos no se posaban sobre ella, se quería morir. No aguantaba aquellos periodos de barbecho, deshaciéndose en el deseo creciente de volver a tenerla a su lado, mirándola con aquellos ojos de pasión ardiendo por el fuego secreto de la inventiva de su indomable creatividad. Lo necesitaba más que el aire, más que la vida. Aunque le hiciera daño. Aunque grabara con tinta en su piel el dolor de la más cruenta de las afrentas. Aunque llorara torrencialmente el más profundo de los dolores hasta ablandar su cuerpo y dejarla convertida en una pasta informe, inútil y repugnante. Aunque la escupiera, le pegara o la quemara. Aunque le partiese el alma con un puño de hierro. La necesitaba.

Cuando la vio acercarse tuvo que reprimir un irrefrenable deseo de estremecerse de principio a fin. Ahí estaba, con aquellos ojos negros que giraban contra el engranaje de una nueva creación, de un nuevo invento, una nuevo ser que nacería hoy desde la punta de sus dedos para hacerse carne en ella. Hoy traía un tintero y una pluma. Casi le entraron ganas de llorar de emoción. Aquellos eran los mejores días. Le encantaba sentir el cosquilleo de la pluma en su piel, a medida que las palabras se iban grabando en ella con aquella cuidada caligrafía gótica. Se dejó llevar por el placer de dejarse dibujar en aquel silencio que solo ocupaba la punta del hueso hueco de ave contra su piel. Saboreó cada una de las palabras, cada uno de los sentimientos, vivencias, anhelos y leyendas que iban cubriendo su blanca piel en aquel cebreado traje de letras. Gozó el silencio largo y pausado tras el punto final, cuando ella la cogió entre sus brazos y la leyó, devorándola con aquella mirada ardiente y penetrante que le hacía crujir el alma en el más intenso de los abrazos. Luego la cogió con cuidado de un extremo, y entonces vio el mechero. Y quiso llorar, pero no pudo. No esperaba que aquel día acabara así, con lo magnífico, con lo genial que había sido todo hasta entonces... Podría haber sido uno de los mejores días, sin duda, de esos que guardaba como pequeños tesoros en el recuerdo del deseo de que se repitieran interminablemente hasta el fin de los tiempos. Pero no, aquello acabaría mal. Con dolor. Con fuego. Con ceniza ardiente que iría cayendo lentamente en aquella vieja papelera de latón.

Y mientras las llamas devoraban su cuerpo y aquella tinta que narraba la más dulce de las melodías, que nadie es capaz de describir con palabras, contempló como sus ojos lloraban de alegría y emoción ante el dolor que le causaba. ¿Por qué? ¿Por qué era capaz de todo lo bueno y de todo lo malo? ¿Por qué se empeñaba en torturarla así? No lo sabía. Seguramente no lo sabría nunca. Pero tampoco quería que lo dejara de hacer. No. No quería que llorara así por ninguna otra. No quería que mirase así a nadie más. No quería que utilizara a nadie para dar forma a sus geniales ideas, fueran cuales fueran, por muy deliciosas o terribles que resultasen.

Mañana se reencarnaría en el siguiente folio de la pila que esperaba en la esquina de aquella mesa de trabajo, en aquel pequeño taller bohemio en que había convertido la vieja sala de revelado de su padre. Y quizá, ojalá, mañana volvería a estar entre sus manos, y volvería a ser la pasta con la que daba vida a su ingenio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario