Se despertó, confuso, abrazado a un peluche vagamente familiar, en una habitación extraña. No sabía como había llegado allí. No recordaba nada. Se sentó en la cama, despacio, apartando lentamente la ropa de cama. Llevaba un pijama azul claro que no había visto nunca. Se frotó los ojos, intentando desperezarse y aclararse la cabeza, pero no conseguía entender las cosas. Se levantó y caminó con cuidado por las penumbras de la habitación, con uno de los brazos extendido delante de él, tendiendo el negro vacío que le precedía, y el otro aferrado a aquel osito de felpa. Pronto se topó con una superficie lisa y firme. Poco después sus dedos se cerraron en torno al pomo de una puerta. La abrió con cautela, intentando no hacer ruido, y avanzó por un pasillo tenuemente iluminado, explorando con curiosidad. Paso ante una puerta entreabierta. Dentro, en la cama, parecía que dos personas dormían abrazadas. Estaba oscuro y no podía ver bien sus caras. Decidió acercarse y ver quienes eran. Entró en silencio y se inclinó levemente sobre uno de aquellos rostros. Era una mujer joven y guapa. Le resultaba vagamente familiar, como una de esas caras que has visto alguna vez pero a la que no sabes colocar en ese momento en el lugar o en las circunstancias que la hacen conocida; y mucho menos recordar su nombre, claro, si es que alguna vez lo has sabido.
De pronto aquellos ojos se abrieron levemente. Luego volvieron a cerrarse. Después parpadearon, nerviosos, como exigiéndose aceptar que lo que veían no era un sueño. "¿Papá?, ¿qué haces levantado?", preguntó con voz dormida. La otra persona, un hombre de barba cerrada y ojos hundidos, también se despertó y le dedicó una mirada lastimosa. "No podemos seguir así, Sonia...", dijo. "Calla, anda, no es el momento", le contestó la mujer. "Ven, Papá, te llevaré a la cama; aún no es de día, hay que descansar", le dijo con una voz cargada de suavidad y de un intenso matiz cariñoso. No entendía porque le llamaba Papá, pero aquella voz tranquila y tierna le hacía sentirse bien, cómodo. Quizá la había escuchado antes. Sí. Probablemente. Decidió dejarse hacer y guiarse por aquella mujer de vuelta a la extraña habitación. Le ayudó a tumbarse de nuevo en la cama y le arropó con cuidado. "Toma, no te olvides del Oso Fred", le dijo, tendiéndole el osito de peluche. ¡Eso era!, ¡el oso Fred, sí! Así se llamaba. Recordaba como se lo había regalado Mamá por su cuarto cumpleaños, adoraba aquel peluche. Lo abrazó y sonrió contento. ¿Cómo no había recordado su nombre hasta ahora? ¿Y por qué le besaba aquella mujer la frente? ¿Quién era? Bueno, al menos parecía una joven agradable y dulce, sí. Le recordaba a Mamá. La deseo buenas noches como respuesta a las suyas.
"Qué descanses, Papá", dijo. ¡Qué graciosa! ¡Le llamaba Papá! Soltó una risita divertida y traviesa, y se enroscó sobre si mismo, atrapando a Fred con fuerza entre sus brazos. Tenía sueño. Lo mejor sería dormirse enseguida. No quería que Mamá se enfadara si por la mañana se despertaba perezoso por no haber dormido en condiciones... Suspiró profundamente y cayó en un mundo de sueños de niño.
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