Uno nunca espera que algo así le vaya a pasar a él. Pero estas cosas ocurren. Y esta vez no había vuelta atrás. Pensó en todas las circunstancias que le habían traído hasta aquel paredón. Todas aquellas estúpidas decisiones. Todos aquellos tontos errores. Y, sobre todo, pensó en toda aquella mala suerte concentrada, comprimida en aquel instante en que el reloj de la torre daba las doce y el pelotón de fusilamiento formaba. Le temblaban las rodillas, pero no podía permitirse demostrar que tenía miedo. No lloraría. No suplicaría. Aguantaría aquello como un hombre. No cerraría los ojos. No. No lo haría.
El sargento desenfundó su sable y lo levantó en alto. Sus órdenes sonaban lejanas, como procedentes de un sueño. De una pesadilla, más bien. Al grito de "fuego", mientras el acero cortaba el aire, siete dedos tiraron de sendos gatillos. El estruendo de las balas de fogueo se confundió con el de las que atravesaban la piel y los órganos, y seguían su camino aun con la bastante fuerza como para clavarse en la pared del cementerio, donde las nuevas manchas de sangre fresca se confundían con las antiguas.
Se acabó, había terminado todo. Por fin. Aquel había sido con diferencia el peor minuto de su vida. El solo hecho de que pudiera tener que repetirlo en un futuro le nubló por un segundo la vista. Al menos, pensó, había tenido suerte en esta, su primera vez: por el retroceso se había dado cuenta de que su fusil había sido cargado con una salva y no con un proyectil.
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