domingo, 27 de noviembre de 2011

Su primer funeral

Esperaba de pies, junto al resto de sus familiares. Nadie se lo había dicho, pero entendía que ese era el lugar que le correspondía. Los presentes iban acercándose a ellos en un lento goteo. Apretones de manos, abrazos, caras largas y palabras de consuelo. "No somos nadie", decían algunos. Se preguntaba que querrían decir con eso. Sus padres, sus tíos... todos tenían el semblante compungido y los ojos rojos. Mamá, apoyada por momentos en los abrazos de Papá, los ocultaba tras unas gafas de sol. Le ponía triste verles así, no le gustaba nada.

Siguió aquel interminable rosario de saludos en aquella aburrida ceremonia. No le sorprendía que nadie hablará con él ni le dedicara ninguno de aquellos gestos de empatía y resignación. Al fin y al cabo era el benjamín, aquel al que casi todo le parecía nuevo y extraño, el que nunca entendía porque eran así las cosas, por qué se empeñaban los adultos en no limitarse simplemente a hacer las cosas que querían y se empeñaban en complicarlo todo. "Cuando seas padre comerás huevos", le gustaba repetirle su padre. Otra de esas frases que sabía que no significaba lo que aparentemente significaba, pero cuyo sentido real se le escapaba. ¿Por qué ese empecinamiento en no hacer las cosas de manera más sencilla?

Tampoco echaba de menos aquellas palabras que los amigos y los familiares susurraban a los oídos de sus padres y que provocaban, en ocasiones, abruptas rupturas de aquellas caras serias en torrentes de lágrimas, emociones desbordadas y abrazos intensos. No sabía que era eso tan terrible que les podían estar diciendo, pero algo no le cuadraba. Aparentemente todo el mundo estaba triste y dolido, eso estaba claro, de hecho se lo estaban contagiando. Pero aunque parecía que todos pretendían consolar a sus padres y, en menor medida, a su hermana, en ocasiones parecía como si les incitaran a llorar de nuevo cada vez que conseguían contener sus lágrimas detrás de una precaria presa. Mejor no recibir esas atenciones, pensó. No quería que le hicieran llorar también a él. Bastante triste era ya todo.

Sin embargo, lo más preocupante era lo de María. Ella no lloraba, ni tampoco hablaba. De hecho miraba con cara ausente a cada persona que se acercaba a su lado para darle un silencioso abrazo o una caricia, o a aquellos que le dedicaban un sonrisa forzada y un besito en la mejilla. Parecía estar en otro sitio, en un sitio interno y privado, en un lugar vacío, en una extraña pesadilla viviente de la que esperaba despertar de un momento a otro. Simplemente se dejaba hacer, escuchando sin atender, dejándose abrazar sin sentir. Muda e impasible, parecía, como él, extraña a toda aquella situación. Pero, también como él, al menos tendría que estar contagiándose de aquella pesada atmósfera de dolor; y en cambio, a pesar de tener que soportar las atenciones de muchas de aquellas personas, seguía insensible y ajena a aquel presente. Necesitó acercarse a su lado y decirla unas palabras. Quiso que reaccionara, que despertara. No la quería ver triste, él no quería que nadie de los que estaban allí sufrieran, para nada; pero mucho menos quería ver a su hermana así, carente de aquella alegría vital, de aquella sonrisa que acudía a su rostro tan fácilmente como el llanto. Verla así, como un cascarón vacío, le dolía especialmente. Así que apoyó una de sus pequeñas manitas huesudas en su hombro y, poniéndose de puntillas, le dijo al oído: "¡Sonríe, tata!".

Lo que pasó después no lo entendió. Su hermana gritó. Primero de sorpresa. Luego de una emoción y alegría extremas. Mamá al oírla cayó de rodillas, llorando; Papá intentaba sujetarla con su abrazo para que no cayera del todo al suelo, al tiempo que rogaba a María que no se inventase esas cosas. Algunos familiares negaban, tristes, y cuchicheaban señalando a su hermana. A sus oídos llegó algún "pobrecita" o "esta niña...", y hasta un "¿lo dirá en serio o...?". Sus tíos Magda y Ángel, los padrinos de María, la abrazaron y se la llevaron lejos de Mamá, que no dejaba de llorar tras escuchar las palabras de su hija. Unas palabras que no dejaba de gritar una y otra vez, sacada de golpe de su anestesia, de su forzado presidio en un autismo sordo y mudo. A él le gustó verla sonreír, contenta. De hecho, parecía hasta demasiado contenta. Estaba casi histérica. Y no solo sonreía, también reía divertida, con una risa nerviosa que, pese a sacar a relucir aquella enorme sonrisa de dientes alternos, sonaba extrañamente artificial. Y al mismo tiempo que reía y se dejaba arrastrar, su mirada desorbitada bailaba de unas caras a otras, aunque la fijaba intensamente cada vez que gritaba, y especialmente sobre Mamá. Al menos había despertado de aquello, pensó. Prefería verla así de alterada a como estaba antes, eso seguro. Decidió que se acercaría a ella para susurrarle más palabras de ánimo. Pero de momento esperaría a que se calmase un poco y que dejara de gritar aquello.

¡Tengo que sonreír! ¡Nacho me ha pedido que sonría! ¡Le he oído! ¡Me ha dicho: "Tata, sonríe"! ¡Me ha hablado el tato! Jajajajaja. ¡¡Me ha hablado el tato!! Me ha dicho que sonría... ¡¡sonreid!! ¡Sonríe, Mamá! ¡¡Sonríe!! ¡¡Me lo ha dicho Nacho!! ¡¡El tato!! Jajajajaja. ¡El tato! Me ha hablado el tato... no sé como, pero me ha hablado el tato. Nacho. Le he oído. Le oigo... ¡¡Te oigo Nacho!! Jajajajajaja.

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