domingo, 20 de noviembre de 2011

Más que un juego

Levantó el mapa. Le parecía un poco ridículo todo aquello, no estaba acostumbrada a estas cosas. Hacía muchísimo que no se comportaba así, casi le resultaba algo ajeno a sí misma, pero estaba dispuesta a seguir el juego. Miró como aquellos trazos infantiles dibujaban algunas características reconocibles del entorno: el granero rojo, el viejo molino, el árbol partido, la plantación de maíz... Los colores alegres y el trazado marcado con aquella linea intermitente que llevaba hasta una enorme cruz roja le hicieron sonreír. "Toma, busca el tesoro, malvado pirata", le había dicho la pequeña, tan imaginativa como siempre. Y ahora le tocaba hacerlo, claro. Le había prometido que aquella mañana no trabajaría y que jugarían a lo que ella quisiera. "¡A piratas, a piratas!, ¡a la búsqueda del tesoro!", había gritado excitada la pequeña, mientras saltaba y bailaba divertida a su alrededor. Durante toda la semana había estado aprovechando los escasos momentos que pasaban juntas para contarle como estaba preparando un mapa y un gran tesoro para ella al final del mismo. Y por fin había llegado el domingo y el momento de compartir una mañana juntas. ¿Cuanto hacía que no había podido dedicarle medio día a Celeste? Tanto que ni lo recordaba... Bien, seguiría el trazado lo mejor que supiera. Había visto como la niña espiaba desde detrás del viejo remolque abandonado. Seguro que quería asegurarse de que ella estaba plenamente implicada en el juego. Le daría el gusto, por supuesto. Se lo debía. "Veamos", dijo en voz alta, asegurándose de que sus palabras llegaban a aquellas pequeñas orejas atentas, pero fingiendo hablarse a sí misma, "quizá debo de seguir estas marcas... ahí encontraré el tesoro, al final de las mismas... Debo asegurarme de que no me sigue nadie... y avanzar... mmmm... ¡¡por aquí!!".

Comenzó a andar con grandes zancadas, siguiendo con forzada atención el recorrido del mapa a través de la falsa inocencia que construía el mundo real. ¿No sería hermoso un mundo así? Pintado con ceras y acuarelas, dibujado con trazos nerviosos y apasionados, con lenguas de niño asomadas en bocas concentradas, con manchas del jugo de una manzana escurrido por una barbilla infantil aún magullada por la caída de la última aventura en el desván de la vieja plantación. Un mundo donde la vieja granja del bisabuelo fuera una eterna promesa de juegos y sorpresas, donde cada esquina guardara un nuevo viaje a una fantasía desbordada, donde las risas agudas y divertidas llenaran el aire a todas horas, y donde las noches olieran a cielos estrellados y sueños profundos y reparadores. Por un momento se permitió recordar lo joven que aún era ella; y aquello le trajo a la cabeza lo que habría disfrutado pudiendo no crecer tan rápido por dentro, los juegos de niña que se tuvieron que convertir en preocupaciones de adulta tan pronto. Tan malditamente pronto. Se dio cuenta que ni para eso tenía tiempo últimamente, para lamentarse de los tiempos perdidos por capricho de esa maldita suerte que le estaba negada; tan ocupada estaba sacando su vida y la de Celeste adelante que ni podía permitirse perder un segundo en lamentarse. De todas formas no era el momento; aquel era el tiempo prometido para su hija, así que se esforzaría en dárselo con auténtica calidad. "Soy una pirata que va a recuperar su tesoro, eso es lo que soy", se dijo internamente, mientras se frotaba las manos cómicamente y reía con una profunda carcajada forzada. "¡Ese tesoro será mío! ¡Y pronto! ¡Si el mapa del viejo Jack cara-cortada está en lo cierto, detrás del pozo veré un espantapájaros y unos pasos a su izquierda me toparé con él, ¡por fin!", gritó teatralmente, mientras una risita nerviosa disfrutaba del espectáculo más allá del susurro de unos pequeños pasos ocultos entre los altos tallos del maíz.

Cuando llegó al punto marcado por la amplia aspa roja en el mapa y se encontró con una era vacía y seca se desconcertó un poco. Miró el mapa, por si le podía indicar alguna pista que se le pudiera haber escapado; pero no, ahí no había nada más. En ese campo debería estar el tesoro, pero allí no había más que algunos hierbajos sueltos y tierra seca y dura, en la que tampoco creía que la pequeña hubiera podido excavar para esconder nada. Paseo con atención por aquel terreno, bromeando en voz alta sobre lo cercano que sentía el tesoro del viejo pirata del colmillo de oro, sobre lo pronto que lo encontraría; pero internamente comenzaba a preocuparse por no saber como la pequeña quería que continuase con el juego. ¿Dónde estaba aquel tesoro? ¿Cómo encontrarlo? No quiso mirar el reloj, para que no se perdiera la ilusión del juego, pero se dio cuenta de que las sombras se acortaban y el sol trepaba hasta estar casi vertical sobre sus cabezas. Pronto deberían volver a la vieja casona familiar. No podía alargar aquel juego, no podía retrasar la hora de la comida. Le esperaba mucho trabajo aquella tarde y la fecha de entrega estaba a la vuelta de la esquina. Se le ocurrió un truco con el que solucionar aquello y poner un fin rápido a aquel juego. De pronto se giró, con la rapidez de una serpiente, y fijó su atención en el árbol al que había trepado la pequeña para contemplar la actuación de su madre. "¿Qué es ese ruido? ¿Quién anda ahí? ¿Quién me vigila?... ¡Ah, eres tú, John Long KnifeJohn Long el afamado?", contestó su madre, metida en su papel. "Mmmmm... soyyyyy... mmmmm... ¡¡el narrador!!", gritó con orgullo la niña, al improvisar la respuesta. Tuvo que aguantarse la risa al oír aquella divertida ocurrencia. Unas noches atrás, aquella en la que había conseguido sacar unos minutos para leerle un cuento antes de dormir, habían estado hablando sobre quien era esa figura que escribía las historias que se contaban en los libros y las narraba en tercera persona. No dejaba de fascinarle lo rápido que aprendía y crecida. Y también le asustaba. A ella no le debía de ocurrir lo mismo, se negaba en redondo a que eso pudiera ocurrir; ella debía disfrutar de aquello, debía de ser una niña siempre. Ojalá lo pudiera ser siempre. Se esforzaría, trabajaría todas las horas que fueran necesarias para lograrlo; cargaría sobre sus hombros, en un escudo protector, todos los problemas habidos y por haber, de forma que no amenazaran a aquellos enormes ojos azules tal y como si habían vuelto tristes y sin brillo a los ojos grises de su madre. "Ah, el narrador,... ¡de acuerdo! Y dime, narrador, ¿cómo puedo encontrar ese valioso tesoro? Cómo bien dices he seguido las pistas del antiguo mapa, pero me he encontrado en este erial desprovisto de pruebas y tesoro alguno... Y mi tiempo se acaba: el sol está en lo alto y pronto deberé regresar al barco o mi tripulación se amotinará y partirá sin mí", se sorprendió contestando; ya casi no recordaba de quien había heredado la pequeña esa imaginación desbordante...

Celeste bajó de un ágil salto de la rama y se acercó en silencio y con cara seria hasta su madre, que la miraba entre curiosa y expectante. La niña se arrodilló a su lado y fingió abrir un enorme candado invisible con una inmaterial y gigantesca llave que colgaba del cinturón de su madre. "¡¡CLAC!!", gritó al girar sus manos. Luego abrió un inmenso cofre que solo existía en su imaginación. Del fondo del mismo cogió un pedazo de aire con exquisito cuidado. "Toma, pirata. Aquí esta tu tesoro. Aprovéchalo bien. A mí me encantaría tenerlo más a menudo, pero no tengo la suerte de tener un mapa como el tuyo para poder encontrarlo...", le dijo, tendiéndole unos brazos acabados en unas manos sucias que sujetaban ese preciado bien intangible. Su madre cogió el vacío con un reverencial tacto, sorprendida por aquellas palabras. "Y... mmmm... ¿se puede saber que...? mmmm... ¿qué valioso tesoro es este que tengo entre manos, amable narrador?", preguntó intrigada por la profunda veneración con la que Celeste había tratado ese premio, tan valioso para la pequeña como invisible era para sus ojos adultos. "Es tiempo" dijo la pequeña. "Tiempo con quien tú más quieras, malvado pirata. Yo que tú... Yo que tú elegiría que fuera tiempo con tu mamá. Seguro que tienes muchas ganas de estar con ella, ¿a que sí? La debes de echar mucho de menos, siempre en el mar, tan ocupado, tan lejos de ella...", añadió con voz triste.

No le importó mancharse los pantalones de los domingos al dejarse caer de rodillas en la polvorienta tierra, mientras el más sentido de los abrazos que jamás recordaba haber dado atrapó a la pequeña contra su cuerpo. Y lloró, hasta que el mundo se convirtió en una catarata de dolor y rabia ante sus ojos, al notar como Celeste se aferraba a ella con toda la fuerza de aquellos delgados bracitos, hundiendo sus huesudos dedos en la piel de su espalda. Las dos lloraron, se abrazaron y besaron, en un creciente torbellino de gestos que confesaban un amor tan intenso que dolía hasta partir el alma. Y las dos se hicieron secretas promesas al oído que, a partir de ese día, guiarían sus vidas.

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