Le puso la correa alrededor del cuello. Era una pura formalidad, porque luego no tiraría de él mientras paseaban, pero le encantaba ver la pequeña plaquita dorada con el nombre de Toby balancearse a cada paso. Él jugueteo con ella, tal y como siempre hacía cuando se la ponía. Recordaba como en los primeros paseos se la quitaba, la chupaba y la acababa tirando en alguna esquina; pero de un tiempo a esta parte parecía que aceptaba llevarla puesta.
Comprobó que las ruedas estaban bien engrasadas. Había estado lloviendo y no quería que se oxidaran. Luego se puso el abrigo y el gorro, abrió la puerta y salió a la calle empujando el carrito. Recordaba, meses atrás, cuando empezaron a dar aquellos paseos juntos. ¡Cómo les miraban todos! Había hasta exclamaciones de sorpresa. Ahora, de vez en cuando, aún comprobaba como alguna mandíbula se descolgaba y algún que otro índice curioso les apuntaba. A ver, sí, no es muy normal sacar a pasear a tu mascota en un carrito, era consciente de ello. Pero a Toby le venía muy bien salir a la calle, pese a su condición. Disfrutaba mucho, miraba atento en todas las direcciones, y tenía más apetito y estaba de mejor humor desde que realizaban aquellos paseos diarios. Estaba seguro de que los disfrutaba tanto como él. Y la gente del barrio ya se había acostumbrado a verlos pasar. Había quienes saludaban con afecto a Toby, y este, desde luego, les reconocía y saludaba a su manera.
Chispeaba un poco, y las gotas rompían el esquema de ondas que recorría la parte superior de la pecera al avanzar por la calle. Toby se desplazaba de un lado al otro de la misma, como hacía siempre, curioseando los colores y formas que le rodeaban. Metió una mano en el agua y noto como enroscaba un par de sus flexibles tentáculos alrededor de sus dedos y su muñeca, señal de que estaba contento y a gusto. Sonrío. No todo el mundo tenía una relación tan genial con su mascota como la que tenían ellos. Y más tratándose de un pulpo.
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