miércoles, 23 de noviembre de 2011

¿De qué me suena?

Recordaba a toda la gente del pueblo en que nació. No era difícil, no serían más de doscientos habitantes. Fue recorriendo mentalmente calle tras calle, llamando a cada puerta y viendo como salían de cada una de los domicilios hilera tras hilera de personas. Algunos saludaban cordialmente, como viejos amigos de la infancia. Otros apenas hacían un gesto de reconocimiento levantando levemente la cara al cruzar sus miradas con la suya, algo hoscos y despreocupados: aquellos primos lejanos o amigos de compromiso, a los que había podido conocer en algún cumpleaños o fiesta popular, y de los que ni recordaba el nombre. Casa tras casa, cara tras cara, fue recorriendo cada una de las callejuelas hasta cerrar el círculo. No, no era de allí.

Pensó en la media docena de trabajos que había tenido en su vida. En la peluquería del tío José, barriendo el cabello que caía de la cabeza de los clientes. No, desde luego, no era de allí. En la academía donde daba clases. Tuvo muchos alumnos en aquellos tres años, sí, pero... no, imposible, no podía ser de allí. Ni de la notaría donde estuvo de becario. Ni de la asesoría que montó con Iñigo y Carmen. Ni de su primer trabajo de procurador. Ni mucho menos de ahora, que era socio del bufete. No, no y no. Desde luego que no podía ser del trabajo. De ninguno de ellos. Se acordaría. Estaba casi seguro de que se acordaría. Bastante seguro. Bueno, en realidad no lo descartaba... pero no... no. Sabía que no era de allí; algo internamente, privadamente, le decía que no era de allí. Así que lo descartó también.

¿La familia? ¿Los amigos? Quizá de alguna cena, o de alguna fiesta posterior a la misma. Eran muy dados a eso... ¿Sería de allí? Trató de hacer memoria... Amigos de amigos, familia de amigos, amigos de familiares... Uf. No. ¿Algún viaje? No. ¿Del colegio, tal vez? ¿O de la universidad? ¿Del barrio de sus padres? ¿Del suyo? Joder, ¡no! No sabía bien por qué, pero estaba seguro de que no. No era de allí. No. Algo ahí dentro, en el fondo de la garganta, donde se ancla la lengua, le seguía diciendo que no, que estaba errando el tiro una y otra vez, que tendría que apuntar con más tino, que la respuesta la tenía ahí delante de las narices y que no estaba sabiendo verla...

Se rindió. O mejor dicho, estaba a punto de hacerlo. En diez pasos, cinco suyos y cinco de ella, se cruzarían en la acera. Y ella seguiría de largo y él también, y quizá nunca sabría de qué la conocía. A menos que...

"¡Perdona...! Lo siento, perdona. Te va a parecer una tontería pero... ¿te conozco de algo?". Y fue entonces, mientras pronunciaba el "algo", tras esos tres segundos en que ella paró la conversación con la chica que la acompañaba y fijó sus ojos verdes en él, en ese instante en que sus pupilas se inflamaron y su mirada se iluminó con la sonrisa que crecía en sus labios, una sonrisa de reconocimiento, cariño y alegría por el reencuentro; justo en ese momento es cuando supo, sin necesidad de que ella respondiera, de donde la conocía. ¡¡Qué idiota había sido!! ¡Cómo no podía haberse dado cuenta!

"¡¡Elena!!", gritó, al mismo tiempo que el corazón se le aceleraba y notaba como la emoción les embargaba a ambos. Y en lo que dura el latido de un colibrí, unos pies ligeros se pusieron de puntillas, dos pares de brazos atraparon dos cuerpos largamente añorados, y un suave dulce beso unió sus labios de una forma extrañamente natural y automática, pese al tiempo transcurrido. Precisamente como si todo ese tiempo, de pronto, no hubiera corrido para ambos.

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