Ninguno de los seres que aparecía en sus cuadros tenía cara. Cada uno de ellos, ya se tratara de hombre o animal, tenía un rostro plano y vacío en el lugar donde deberían aparecer ojos, hocicos, narices o bocas. Tampoco tenían orejas. Ninguno de ellos podría nunca leer un cuento, reír a carcajadas, escuchar el viento, ladrar a un extraño, oler el espliego o lamer sus heridas. Jamás podrían comunicarse más allá del contacto de sus mudas pieles. Nunca conocerían su aspecto, ni el de los demás; nunca llorarían de dolor; nunca se dejarían arrullar por el sonido de las olas. De hecho nunca podrían respirar. No vivirían.
En sus cuadros, el sol era una inquietante esfera negra que colgaba del cielo, y que bañaba el mundo en sombras. En aquellas puestas del sol que dibujaba, en aquellos cuadros donde costaba encontrar un atisbo de contraste contra la negrura que cubría el lienzo, el astro lamía de oscuridad todo lo que estaba a su alcance, salvándose solo los recovecos de los lugares y objetos que esquivaban las tinieblas de sus rayos, allí donde el color y la luz se intuían vagamente. Pero casi todos de sus paisajes eran nocturnos; lugares donde las estrellas y la luna, lejos del negro manto que las ocultaba durante el día, se empeñaban en teñir un mundo de plata fría, de colores infinitamente grises y de gritos ahogados, a la espera de que el amanecer devorase su tímida luz.
Nunca hubo en sus pinturas planta alguna. Ni hierba meciéndose ante vientos oscuros y salvajes, ni árboles tratando de alcanzar sueños estrellados, ni flores desplegando fragancias que nadie nunca apreciaría. Tampoco pintó nunca ríos, ni mares, ni nubes, ni nieve, ni lluvia. No pinto ropas, ni casas, ni refugio alguno. Solo terrenos inhóspitos, eriales de barro seco y de polvo, montes de tierra dura y áspera, valles de rocas puntiagudas y afiladas. Solo se apreciaba en ellos el viento incesante contra el que luchaban aquellas criaturas sin rostro por mantenerse en pie; aquel viento que lanzaba la fina arena como millones de agujas contra sus pieles pálidas y frías, hiriendo a todos aquellos seres, hombres y bestias, haciéndoles sangrar en infinidad de minúsculos cortes a lo largo de todo su cuerpo.
Le llamaron el pintor del terror, de las pesadillas, del horror, de la muerte. El dibujante de infiernos, del anti mundo. El pincel asesino del color y de la vida. Le llegaron a insultar por crear un arte tan deprimente. Le odiaban por aquello que hacía. Y él contestaba a sus críticas con una amplia sonrisa, cuando no con una carcajada divertida. “Pinto el mundo que veo, nada más que eso”. Y nada menos.
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