domingo, 30 de octubre de 2011
Me apetece sonreír
Un parsimonioso sorbo de un espumoso café con leche. Un nocturno paseo con la única guía de estrellas y luna de verano. Una rápida carrera bajo las gotas de un chaparrón inesperado, del resguardo del alero de un edificio al de enfrente. Risas de niños, entrecortadas por jadeos y gritos de interminables juegos de persecuciones por el parque. Un copo de nieve que cae sobre la palma de la mano y se deshace en agua por momentos. El olor del pan recién tostado al crujir quejoso en el primer mordisco de la mañana. Una mano, mimosa, que entrecruza lentamente los dedos con los de la tuya. Silbar una canción animosa y notar que alegra el alma. Reír hasta que duela la mandíbula, hasta que las lágrimas corran a colarse en una boca desencajada de disfrute. Suspirar suavemente en esa mañana sin despertador bajo el peso de la ropa de cama que hornea a fuego lento ensoñaciones perezosas. Notar el viento en la cara mientras peina con fuerza el cabello y trae olores de hierbas silvestres, o de salitre, o del humo de esa hoguera que canta canciones al son de una guitarra. Rasgar el cielo con la mirada, serpenteando los ojos al mismo ritmo que el fugaz relámpago de esa tormenta que trae olor a pueblo y recuerdos; esperar que la voz del bajo que siempre le acompaña lo inunde todo con su ronquido hasta hacer que tus hombros se agiten en un repentino escalofrío. Saborear el silencio de la página que se torna de ese libro que no puedes dejar de leer, y fascinarte al descubrir un nuevo giro del argumento. Sembrar una sonrisa en unos ojos que te miran, brillantes y francos. Y tantas, tantas, tantísimas cosas más...
jueves, 27 de octubre de 2011
Asesino en serie
Este despiadado psicópata va a acabar conmigo. Lo sé. Es repugnante contemplarle ahí, delante de mí, moviendo la mandíbula mientras me mira con cara de deseo. ¿Qué mente retorcida se esconde tras esos ojos ansiosos? ¿Qué extraño placer puede encontrar en mutilarme con ese cuchillo que blande orgulloso? Es inútil que intente comprenderlo. Debo resignarme y entender que estos son mis últimos momentos.
Aquella arma blanca, exquisitamente afilada, va recortándome con contenida ansia. Me mutila lentamente, con placer, como si saborease cada pedazo de mi ser que se lleva consigo. Esa repugnante horca que usa para ir recogiendo las partes que se van desprendiendo de mí… ¡pero qué mente enferma podría usar una herramienta semejante! Si no fuera por el dolor de notar como me desmiembra metódicamente, su simple presencia, el solo hecho de contemplar como me mutila silenciosa y rítmicamente, me asquearía hasta la más incontenible de las nauseas. Pero no tengo tiempo para eso. Son mis últimos instantes. Pronto acabará definitivamente conmigo. Debo de ponerme en paz con mi espíritu antes de que llegue ese momento.
¡¡Si al menos no tuviera que ver su repugnante boca masticando!! Quizá entonces tendría un segundo para aislar el terrible pesar y el profundo sufrimiento que se clava en mi ambarina alma, y poder dejar mis asuntos atados en mi conciencia antes de abandonar este mundo. ¡Pero cómo hacerlo! ¡Cómo voy a ser capaz de conseguir la serenidad suficiente para ello mientras ese engendro, ese monstruo sacado de la más oscura de mis pesadillas, se dedica a masticar con sincero deleite esas partes de mi ser, de mi conciencia, que antes fueron mías! ¿No ha tenido bastante con torturarme? ¿No le ha bastado con fracturarme bestialmente, con abrasar mi cuerpo con aceite ardiente?
No, no acabará nunca, no parará hasta devorar lo más profundo de mi esencia. Y me temo que el momento ha llegado. Acerca a mí el arma que ha estado guardando para el crítico momento en que alcanzará su clímax de placer acabando con mi más inviolable identidad, con aquello que me hace ser un ente único e irrepetible, lo más propio de mi naturaleza, mi yo, mi templo. Noto como la corteza me atraviesa lentamente, mientras su lengua asoma en sus labios, lamiéndolos con anticipado placer. ¡Qué horror! Mi vida va acabar contemplando ese gesto de deleite, esa cara relajada y sonriente, como si la terrible profanación, el pecado supremo que está cometiendo no fuera más que el más simple de los placeres cotidianos.
Mientras la miga absorbe mi esencia y noto como parte de ella se derrama por el plato, ahogo en mi interior un grito de terror… y de alivio. Al menos todo ha acabado. Al menos el mundo dejará ahora mismo de existir para mí, igual que yo para él. En el último instante de mi vida, veo como se lleva el trozo de pan a la boca y cierra los ojos con un gesto de recogido placer íntimo. ¡¡Asesino!! ¡¡Llegará tu hora, no lo dudes!! ¡¡Ovicida!!
martes, 25 de octubre de 2011
La ciencia avanza que es una barbaridad...
Últimamente se han publicado muchos artículos sobre los increibles avances que el doctor Rafael Salvio ha logrado en su nueva clínca. Han sido muchas las entrevistas que se han podido leer en los medios en los últimos días en las que el doctor detallaba el nuevo procedimiento que realiza, gracias al cual las intervenciones se llevan a cabo en un tiempo récord, y los extraordinarios resultados que reporta. Nosotros hemos tenido el privilegio de conseguir acceder en exclusiva al quirófano para poder observar de primera mano como transcurre una de estas intervenciones que permite tamaña mejoría en los pacientes del doctor Salvio.
El paciente, una mujer de mediana edad, reposa en la mesa del quirófano convenientemente sedada y rodeada de todo un arsenal de instrumental médico. Una serie de máquinas a las que está conectado su cuerpo indica que la operación transcurre con normalidad. El local, perfectamente iluminado y climatizado, está decorado sobriamente por todo un abanico de tonos azules, el mismo color con el que se visten los miembros del equipo médico. La actividad dentro del quirófano es incesante, pero organizada y coordinada al milimetro. Cada uno de los especialistas, ya sea médico, enfermera o asistente, conoce perféctamente su labor y la ejecuta con mimo y profesionalidad. El doctor y uno de sus ayudante se encuentran trabajando en la dolencia de la mujer, a la que escoltan a ambos lados de la mesa, a la altura de su pecho. En sus caras las gafas especiales que todo el mundo asocia con este vanguardista procedimiento médico. Cabe recordar que el propio doctor Salvio pertenecía al equipo de trabajo que las diseño hace ahora diez años, y que su equipo actual ha implementado las mejoras en las mismas que han empezado ya a ser copiadas por otras clínicas especializadas debido a la impresionante mejora en el procedimiento.
El doctor va indicando con voz firme y enérgica el nombre de los distintos elementos del instrumental que necesita. Sus asistentes se los van facilitando rápidamente, con la precisión de un reloj suizo. De fondo se escucha suavemente la sinfonía numero 3 de Brahms, el compositor favorito de Rafael. El olor a desinfectante y lejía impregna completamente el ambiente, y puedo asegurar que las medidas higiénicas exigidas a todo aquel que accede al quirófano son extremas, para garantizar la esterilidad del entorno. De hecho, y a pesar de haber sido eficientemente preparado por el equipo del doctor, siendo lavado, desinfectado y vestido con ropa especialmente diseñada para la actividad en el quirófano (impermeable, resistente, repelente de cargas estáticas y de un solo uso, obviamente), a este reportero se le indicó un lugar alejado de la mesa de operaciones y convenientemente acotado en el que permanecer a lo largo de toda la operación, para poder estar seguros de que no interfiera activa o pasivamente en el desarrollo de la intervención quirúrgica.
Hora y media más tarde del comienzo de la operación, tras nombrar y utilizar toda clase de instrumental médico, siendo secado el sudor de su frente en numerosas ocasiones, finalmente el doctor Salvio se retira, habiendo quedado el pecho de la paciente convenientemente suturado, y es el resto del equipo el que finaliza el procedimiento y prepara a la paciente para salir del quirófano y dirigirse a su habitación para comenzar el post operatorio. Al salir del quirófano el doctor, a quien ya han retirado sus gafas especiales, nos guiña un ojo y levanta un pulgar. "La operación ha salido estupendamente", nos dice desde detrás de su mascarilla azul.
Al día siguiente nos recibe la paciente en su habitación. Se encuentra bien, un poco cansada y con alguna ligera molestia debido a la pequeña herida que nos muestra en su pecho. "Me han dicho que mañana podré irme a casa. Lo único que tendré que hacer es vigilar que no se infecte la herida y acudir regularmente al médico para que compruebe la correcta cicatrización de la misma. Por lo demás, me encuentro estupéndamente", nos ha comentado. Al preguntarle sobre su dolencia, si había comenzado a sentirse mejor, sonríe de oreja a oreja y sus ojos brillan de entusiasmo. "No se hace usted una idea. Soy una persona nueva, Rafael me ha devuelto la vida. Mis preocupaciones, mis miedos... todas aquellas desgracias que me acosaban en mi día a día han desaparecido. Ahora estoy llena de ilusión, ganas y alegría. No se imagina usted lo feliz que me encuentro", contesta con entusiasmo.
Y es que por algo el doctor Salvio es una eminencia mundial en su ámbito: quitar las penas. Y una vez más nos demuestra porque su especialidad médica tiene tantísimo valor para nuestra sociedad. Gracias a su trabajo y al de los miles de especialistas que diariamente ayudan a las personas con problemas emocionales en hospitales de los cinco continentes, podemos decir con orgullo que este pequeño mundo azul en que vivos se ha convertido en una lugar más feliz. Quién podía pensar hace apenas un par de decadas que la depresión, la angustia, la infelicidad o la apatía, por nombrar solo algunos de los trastornos que trata el doctor a diario, se podrían solucionar con una sencilla operación y un llevadero post operatorio. "Es nuestro trabajo, conseguir que la gente se encuentre mejor", nos apunta el doctor en su coqueto despacho, lleno de dibujos de agradecimiento de niños y fotos de muchos de sus de sus pacientes, "y por ello seguiremos trabajando". Permítale desde estas líneas a este humilde reportero agradecérselo de corazón a usted y a todos sus colegas, en nombre de toda la sociedad.
El paciente, una mujer de mediana edad, reposa en la mesa del quirófano convenientemente sedada y rodeada de todo un arsenal de instrumental médico. Una serie de máquinas a las que está conectado su cuerpo indica que la operación transcurre con normalidad. El local, perfectamente iluminado y climatizado, está decorado sobriamente por todo un abanico de tonos azules, el mismo color con el que se visten los miembros del equipo médico. La actividad dentro del quirófano es incesante, pero organizada y coordinada al milimetro. Cada uno de los especialistas, ya sea médico, enfermera o asistente, conoce perféctamente su labor y la ejecuta con mimo y profesionalidad. El doctor y uno de sus ayudante se encuentran trabajando en la dolencia de la mujer, a la que escoltan a ambos lados de la mesa, a la altura de su pecho. En sus caras las gafas especiales que todo el mundo asocia con este vanguardista procedimiento médico. Cabe recordar que el propio doctor Salvio pertenecía al equipo de trabajo que las diseño hace ahora diez años, y que su equipo actual ha implementado las mejoras en las mismas que han empezado ya a ser copiadas por otras clínicas especializadas debido a la impresionante mejora en el procedimiento.
El doctor va indicando con voz firme y enérgica el nombre de los distintos elementos del instrumental que necesita. Sus asistentes se los van facilitando rápidamente, con la precisión de un reloj suizo. De fondo se escucha suavemente la sinfonía numero 3 de Brahms, el compositor favorito de Rafael. El olor a desinfectante y lejía impregna completamente el ambiente, y puedo asegurar que las medidas higiénicas exigidas a todo aquel que accede al quirófano son extremas, para garantizar la esterilidad del entorno. De hecho, y a pesar de haber sido eficientemente preparado por el equipo del doctor, siendo lavado, desinfectado y vestido con ropa especialmente diseñada para la actividad en el quirófano (impermeable, resistente, repelente de cargas estáticas y de un solo uso, obviamente), a este reportero se le indicó un lugar alejado de la mesa de operaciones y convenientemente acotado en el que permanecer a lo largo de toda la operación, para poder estar seguros de que no interfiera activa o pasivamente en el desarrollo de la intervención quirúrgica.
Hora y media más tarde del comienzo de la operación, tras nombrar y utilizar toda clase de instrumental médico, siendo secado el sudor de su frente en numerosas ocasiones, finalmente el doctor Salvio se retira, habiendo quedado el pecho de la paciente convenientemente suturado, y es el resto del equipo el que finaliza el procedimiento y prepara a la paciente para salir del quirófano y dirigirse a su habitación para comenzar el post operatorio. Al salir del quirófano el doctor, a quien ya han retirado sus gafas especiales, nos guiña un ojo y levanta un pulgar. "La operación ha salido estupendamente", nos dice desde detrás de su mascarilla azul.
Al día siguiente nos recibe la paciente en su habitación. Se encuentra bien, un poco cansada y con alguna ligera molestia debido a la pequeña herida que nos muestra en su pecho. "Me han dicho que mañana podré irme a casa. Lo único que tendré que hacer es vigilar que no se infecte la herida y acudir regularmente al médico para que compruebe la correcta cicatrización de la misma. Por lo demás, me encuentro estupéndamente", nos ha comentado. Al preguntarle sobre su dolencia, si había comenzado a sentirse mejor, sonríe de oreja a oreja y sus ojos brillan de entusiasmo. "No se hace usted una idea. Soy una persona nueva, Rafael me ha devuelto la vida. Mis preocupaciones, mis miedos... todas aquellas desgracias que me acosaban en mi día a día han desaparecido. Ahora estoy llena de ilusión, ganas y alegría. No se imagina usted lo feliz que me encuentro", contesta con entusiasmo.
Y es que por algo el doctor Salvio es una eminencia mundial en su ámbito: quitar las penas. Y una vez más nos demuestra porque su especialidad médica tiene tantísimo valor para nuestra sociedad. Gracias a su trabajo y al de los miles de especialistas que diariamente ayudan a las personas con problemas emocionales en hospitales de los cinco continentes, podemos decir con orgullo que este pequeño mundo azul en que vivos se ha convertido en una lugar más feliz. Quién podía pensar hace apenas un par de decadas que la depresión, la angustia, la infelicidad o la apatía, por nombrar solo algunos de los trastornos que trata el doctor a diario, se podrían solucionar con una sencilla operación y un llevadero post operatorio. "Es nuestro trabajo, conseguir que la gente se encuentre mejor", nos apunta el doctor en su coqueto despacho, lleno de dibujos de agradecimiento de niños y fotos de muchos de sus de sus pacientes, "y por ello seguiremos trabajando". Permítale desde estas líneas a este humilde reportero agradecérselo de corazón a usted y a todos sus colegas, en nombre de toda la sociedad.
sábado, 22 de octubre de 2011
Por eso estás aquí
Me estaba poniendo nervioso. Veía de reojo que no dejaba mirarme. Incluso, cuando le devolvía la mirada y clavaba mis ojos en los suyos, no la escondía o apartaba o fingía estar mirando a mi espalda, más allá de donde yo me encontraba, como hacía la gente en ocasiones. No, ella seguía mirándome fijamente. ¿A qué venía todo eso? Vale, lo sé, llamo la atención. No soy un chico corriente, no soy lo más común que te puedas encontrar por la calle, soy consciente de ello. Estoy acostumbrado a que me miren, me señalen, y la gente se dé codazos mientras cuchichea acerca de mí. Pero al menos normalmente disimulan. Normalmente fingen no estar haciéndolo. Aquel descaro me estaba sacando de quicio, la verdad.
¿Y su cara? Esa impenetrable máscara de neutralidad... ¿A qué venía eso? No era una mirada curiosa, ni divertida, ni extrañada... ni nada. Era desconcertante. Me miraba fijamente, sin pestañear, con una cara totalmente relajada e inexpresiva. ¡Pero por algún motivo tenía que estar mirándome así! Algo debería de estar pensando sobre mí para que me mirase de esa forma tan continua y obsesiva, pero no conseguía leer ese motivo en su rostro. Uf, que mal me sentaba todo aquello. Le pedí disculpas a mi interlocutor e hice girar la silla de ruedas hacia ella. Iba a aclarar esto de una vez por todas.
"Hola", le dije. Iba a ser mucho más brusco. De camino hacia ella iba pensando en soltarle un "¿qué?, ¿se puede saber por qué leches me miras así?, ¿se puede saber cual es tu problema?", pero en vez de eso me salió un "hola", ya ves... Y entonces ocurrió. Bueno, creo que me empecé a dar cuenta a medida que me acercaba a ella, pero en el momento en el que fui a abrir la boca para hablar era ya tremendamente evidente. Aquella cara cobró expresión de golpe. ¡Y de qué manera! Una sonrisa tímida crecía sin parar, más y más y más amplia a cada instante que pasaba, al tiempo que el más coqueto y vergonzoso de los rubores cubría su rostro desde el cuello hasta la raíz de sus cabellos. Por cierto, ¡menuda cara! Ni siquiera me había fijado en ello hasta ese momento, de la simple rabia que me daba no entender lo que ocurría, pero... era la chica más guapa que había tenido delante en mi vida.
A la vez que abría los ojos de par en par, vi como se le hinchaban las pupilas, como si de pronto alguien hubiera apagado todas las luces de la habitación salvo una tenue vela. Y en cuanto un casi tartamudeante e inaudible "hola" salió de entre aquellos deliciosos labios, sus ojos se desviaron de inmediato de los míos para ir a clavarse en el nudo que habían hecho sus manos, apretadas fuertemente la una contra la otra, y presionando con intensidad contra su estómago, en un gesto de puro nervio y timidez. ¿Qué estaba pasando aquí? No... no podía ser... ¿O sí? Lo supe enseguida, cuando noté que se esforzaba por respirar profundamente y, tras un intenso suspiro, levantó de nuevo la mirada para encontrarse con mis ojos y me dedico la más hermosa sonrisa que he visto en mi vida.
"¿Cómo te llamas?", me dijo. Y me lo dijo mirándome a los ojos, alegre, con una expresión de sincero interés, con una atención limpia y hermosa. En ese momento supe que me enamoraría de ella. Pero bueno, luego me enteré de que ella ya había pensado del mismo modo a cerca de mí desde hacía bastantes minutos atrás. Y es que ahora se que, cuando ve algo que le gusta mucho mucho, parece que le hayan robado la mirada y los sentimientos de la cara. Y si no que te lo diga ella, ¿verdad Mamá? Como me va a gustar llamarte "Mamá"... ¿Ves cómo te está mirando ahora mismo, Ismael? Pues justo esa es la mirada de la que te hablaba. Toma, anda, coge al pequeñajo un rato. Quizá deberías probar a darle el pecho de nuevo, como nos ha dicho la enfermera, ¿no?
¿Y su cara? Esa impenetrable máscara de neutralidad... ¿A qué venía eso? No era una mirada curiosa, ni divertida, ni extrañada... ni nada. Era desconcertante. Me miraba fijamente, sin pestañear, con una cara totalmente relajada e inexpresiva. ¡Pero por algún motivo tenía que estar mirándome así! Algo debería de estar pensando sobre mí para que me mirase de esa forma tan continua y obsesiva, pero no conseguía leer ese motivo en su rostro. Uf, que mal me sentaba todo aquello. Le pedí disculpas a mi interlocutor e hice girar la silla de ruedas hacia ella. Iba a aclarar esto de una vez por todas.
"Hola", le dije. Iba a ser mucho más brusco. De camino hacia ella iba pensando en soltarle un "¿qué?, ¿se puede saber por qué leches me miras así?, ¿se puede saber cual es tu problema?", pero en vez de eso me salió un "hola", ya ves... Y entonces ocurrió. Bueno, creo que me empecé a dar cuenta a medida que me acercaba a ella, pero en el momento en el que fui a abrir la boca para hablar era ya tremendamente evidente. Aquella cara cobró expresión de golpe. ¡Y de qué manera! Una sonrisa tímida crecía sin parar, más y más y más amplia a cada instante que pasaba, al tiempo que el más coqueto y vergonzoso de los rubores cubría su rostro desde el cuello hasta la raíz de sus cabellos. Por cierto, ¡menuda cara! Ni siquiera me había fijado en ello hasta ese momento, de la simple rabia que me daba no entender lo que ocurría, pero... era la chica más guapa que había tenido delante en mi vida.
A la vez que abría los ojos de par en par, vi como se le hinchaban las pupilas, como si de pronto alguien hubiera apagado todas las luces de la habitación salvo una tenue vela. Y en cuanto un casi tartamudeante e inaudible "hola" salió de entre aquellos deliciosos labios, sus ojos se desviaron de inmediato de los míos para ir a clavarse en el nudo que habían hecho sus manos, apretadas fuertemente la una contra la otra, y presionando con intensidad contra su estómago, en un gesto de puro nervio y timidez. ¿Qué estaba pasando aquí? No... no podía ser... ¿O sí? Lo supe enseguida, cuando noté que se esforzaba por respirar profundamente y, tras un intenso suspiro, levantó de nuevo la mirada para encontrarse con mis ojos y me dedico la más hermosa sonrisa que he visto en mi vida.
"¿Cómo te llamas?", me dijo. Y me lo dijo mirándome a los ojos, alegre, con una expresión de sincero interés, con una atención limpia y hermosa. En ese momento supe que me enamoraría de ella. Pero bueno, luego me enteré de que ella ya había pensado del mismo modo a cerca de mí desde hacía bastantes minutos atrás. Y es que ahora se que, cuando ve algo que le gusta mucho mucho, parece que le hayan robado la mirada y los sentimientos de la cara. Y si no que te lo diga ella, ¿verdad Mamá? Como me va a gustar llamarte "Mamá"... ¿Ves cómo te está mirando ahora mismo, Ismael? Pues justo esa es la mirada de la que te hablaba. Toma, anda, coge al pequeñajo un rato. Quizá deberías probar a darle el pecho de nuevo, como nos ha dicho la enfermera, ¿no?
jueves, 20 de octubre de 2011
Camino del hospital
Lo lógico es que lo hubiesen decidido meses atrás, pero no había sido así.
Pensó en ello mientras miraba como las luces de la calle pasaban veloces junto a su ventanilla, más allá de las cortinas de agua que continuaba descargando la tormenta. El dolor latente volvería de un momento a otro, cada vez lo hacía con una mayor frecuencia. Pero ahora mismo su mente se vació gracias a la magia parpadeante de las luces del interior de un largo túnel. Como si fuese una especie de truco de prestidigitador, el resultado de los estroboscópicos juegos de luces que provocaban las gotitas de agua en el cristal contra el que reposaba su cabeza, le hizo viajar en el tiempo, atrás, a través de su memoria...
Recordó las luces del puerto donde veraneaba de niña. Pensó en como le gustaba contemplar las puestas de sol desde aquel banco del embarcadero, ver como el mar devoraba lentamente aquella bola de fuego y como el mundo parecía que se pintaba con una colección nueva de colores en cada ocaso. Fue uno de esos veranos cuando vio por primera vez un sobre como aquel que le entregó en mano el cartero. Ese olor peculiar, la textura de ese papel de color azafrán, el matasellos en un alfabeto incomprensible... Parecía haber salido de uno de esos libros de misterio que tanto le gustaban a su hermana. El remitente se había empeñado en escribir con cuidada caligrafía la dirección de la pequeña casita del puerto. Mamá le contó que la carta era de un viejo amigo del abuelo; uno de esos amigos que están unidos por experiencias compartidas que te atan con una persona con unos lazos tan fuertes que ni los miles de kilómetros ni las decenas de años te permiten alejarlo de tu corazón. Se llamaba Yakim, y había hecho la guerra junto al abuelo en su juventud.
El coche botó en un bache y le sacó de su ensoñación. Tom le miraba desde aquellos preciosos ojos verde cobalto, mitad preocupados, mitad emocionados. Ni siquiera se había dado cuenta de que sus grandes manos tenían una de las suyas agarrada con ternura. Le sonrío y suspiró aliviada por haber podido coger el taxi con él y tenerle a su lado en aquel momento. Pronto amanecería, y sentía un poco de frío.
Su mente volvió a viajar al mismo pueblo costero, unos años más tarde, a aquel día frío de primero, el primer día en que aquellos dos ojos se clavaron en los suyos. Se había pasado días confeccionando con cariño su traje de bruja para el carnaval. Había usado la antigua máquina de coser de la abuela para convertir el viejo mantel negro de la mesa camilla que había en el desván en un evocador vestido de hechicera, y había forrado con los retales el cartón de una de las polvorientas cajas llenas de botellas vacías que había en la bodega, previamente convertido en un puntiagudo sombrero de ala ancha. Cuando llegó a la fiesta convertida en una preciosa bruja adolescente y reconoció aquel traje de gala del ejército rojo se quedó boquiabierta. Aquel apuesto muchacho que lo llevaba con tanto porte tenía el aspecto de haber sido sacado de una de aquellas fotos que había en el álbum del abuelo, aquel que tenía escrito en el lomo con cuidada caligrafía "Yakim". Recordaba como se le iba la mirada una y otra vez hacía aquel muchacho y como la apartaba corriendo, avergonzada, cada vez que este se la devolvía.
Una ambulancia pasó rauda al lado del coche, con las luces encendidas, y se oía como se acercaba el sonido de la sirena de otra más. Tom la acarició el rostro, y le regaló palabras tranquilizadoras. El hospital estaba cerca, llegarían enseguida. Se dio cuenta de que reconocía en esa voz suave y cariñosa el mismo sentido interés que la primera vez que la escuchó.
Fue el verano siguiente a aquel carnaval. Un grupo de chicos se bañaba en el pantalán durante la puesta del sol, entre risas y aguadillas . Ella estaba sentada en el viejo banco de siempre, a lo indio, con el bloc de dibujo apoyado sobre el regazo, intentando plasmar aquella imagen idílica del atardecer en el puerto para poder colgarla en su cuarto y contemplarla a todas horas del día. Estaba tan absorta en su tarea que no sé dio cuenta de que las risas de los chicos se acallaban y que sus pisadas húmedas se iban perdiendo muelle adentro. Pero entonces oyó aquella voz: "Vaya, veo que no solo eres una bruja preciosa, encima tienes talento...". Recordando aquello notó como el rubor le subía por el rostro de nuevo, de la misma forma en que lo había hecho entonces. La sorpresa de aquellas palabras sinceras, encontrarse de nuevo con aquella verde mirada, contemplar esa sonrisa amable y luminosa bañada por la dorada luz del atardecer... Aquella puesta de sol fue, seguramente, el momento más especial de su vida. Y ahora, al mirar al hombre que se sentaba a su lado, se dio cuenta de que el fruto del amor que compartían estaba a punto de regalarle un instante que iba a atesorar con más cariño si cabe que aquel. Y se sintió muy feliz por ello.
Comenzaba a clarear el día cuando el taxi se detuvo junto a la puerta de urgencias y Tom pagó la carrera antes de ayudarla a bajar del coche. Un celador se acercó con una silla de ruedas y ella se sentó justo en el mismo momento en el momento en que llegaba una nueva contracción. "¿Recuerdas cuando nos conocimos?", le dijo ella unos minutos más tarde, camino de la habitación. "¿Cómo olvidarlo, cielo? Estuve pensando en aquella preciosa bruja durante seis largos meses, hasta que volví a toparme con ella...", le contestó Tom. "¿Te acuerdas de lo que te conté, lo del compañero de guerra de mi abuelo, el motivo por el que me fijé en ti por primera vez en aquellos carnavales...?", le preguntó de nuevo, mientras la ayudaban a acomodarse en la cama. "Claro que sí. Pero, ¿por qué me preguntas eso ahora?", inquirió él.
Cuando ella se lo propuso él estuvo de acuerdo al momento.
Tardó todo el día en que llegará aquel esperado instante de tenerle entre sus brazos, pero finalmente llegó justo cuando estaba a punto de ponerse el sol. Yakim nació sano y robusto. Tenía la nariz respingona de su abuela. Y los ojos de Tom.
miércoles, 19 de octubre de 2011
Están solo en tu imaginación
Entró en la habitación, preocupada. No era la primera noche que le reclamaba entre sollozos desde la cama. Siempre acudía calmada y con una sonrisa en la cara. Sabía que era importante aparentar esa actitud de calma y serenidad para tranquilizarle, para que entendiera que ella siempre estaría ahí cuando le necesitara y que le ayudaría a entender que esos miedos que no le dejaban dormir solo estaban en su cabeza, que él podía con ellos. Aunque no dejaba de estar inquieta por todo aquello. Le preocupaba que esos monstruos que le asaltaban muchas de las noches siguieran apareciendo periódicamente y el asunto no acababa de remitir.
Encendió la luz de la mesilla y se sentó en el borde de la cama. Le acarició la frente y le plantó un suave beso en la misma tras apartarle el flequillo. Luego tomó una de sus manos entre las suyas y le pidió que le contara lo que le preocupaba. Aquellas palabras tan feas, aquellas historias de los terrores que le perseguían por las noches, empezaban a sonar extrañamente familiares a fuerza de escucharlas una y otra vez, a pesar de no tener ni pies ni cabeza. Aquellas fantasías, repletas de ideas y palabras inventadas que solo él entendía, eran a veces narradas por su temblorosa voz con tal vehemencia, y el pánico que exudaba al contarlas era tan real, que por un instante llegaba a contagiarle cierta inquietud, como si de verdad todo aquello podría materializarse y arrastrarse bajo su propia cama para asaltar sus sueños.
Le escucho con paciencia, dejando que se desahogara, y cuando termino espero unos segundos, sonriente, mirando a aquellos ojos grises, asustados y húmedos, ansiosos de ser confortados. Y entonces le hablo, calmada y tranquila, para ahuyentar una vez más aquellos miedos de su cabeza. Le dijo que aquellas cosas no existían. Que ella jamás había oído hablar de ellas, que no había de que preocuparse. Que no hiciera caso a esos compañeros y amigos que le metían esas ideas en la cabeza. Aquellos seres monstruosos, tan horrendos, que podían destrozarte la vida con solo chascar los dedos eran seres irreales, pura imaginación. Jamás le harían daño, tenía que estar tranquilo. Pero, aunque lo fueran, había una forma de echarlos de su mente y de su vida. Era muy sencillo. Cada vez que uno de aquellos seres horrorosos amenazará con robarle el sueño y le trajera el miedo y las preocupaciones a su descanso, debía combatir con ellos con estas armas que ahora le daba.
Le dejó tranquilo, pensando en sus escudos y espadas contra aquellos malos pensamientos. Le dejó con las sonrisas que le traían a la cara los helados de chocolate, notando la ilusión por volver a aquel parque de atracciones, reviviendo aquellas vacaciones en las que lo pasó tan estupendamente, sintiendo las ganas de volver a estar con sus amigos y reír y jugar con ellos… Le dejó animando su corazón con sueños de viajes a lugares fantásticos, de cientos de aventuras que vivir, de emociones que compartir, de caminos que recorrer…
Se acostó en su cama y escuchó con atención. Pronto le oyó caer en el mundo de los sueños y roncar profundamente. Se le imaginó soñando con aquellos pensamientos positivos que había sembrado en su cabeza y sonrío orgullosa de haber logrado calmar su espíritu y apaciguar su alma. Cerró los ojos, dispuesta a dormirse enseguida. Mañana le esperaba un día duro y ella también necesitaba descansar en condiciones. Por un momento pensó de nuevo en aquellas palabras monstruosas que tanto le asustaban. ¿No sería horrible que cosas así existieran? Pero no, no era posible, que tontería. Euribor, Inem, Ere, Recesión, Embargo… ¡Qué nombres de monstruos tan tontos se inventaban los adultos! Menuda imaginación tenían, en fin... Se abrazó a Teddy, tan blandito como siempre, y pensó que quizá Papá le haría tortitas para desayunar. Normalmente, cuando le ayudaba a dormirse, lo hacía al día siguiente como agradecimiento. Sonrío, suspiró relajada al tiempo que saboreaba mentalmente su desayuno favorito, y se quedo plácidamente dormida.
martes, 18 de octubre de 2011
Hoy me acordé de él
Le gustaban las cosas redondas. Adoraba los círculos y era un amante de la luna llena. Disfrutaba sentándose en aquel parquecillo, donde pasaba las horas muertas viendo girar las ruedas de los coches al pasar, especialmente las de los grandes camiones de incontables ejes. Coleccionaba pelotas y balones de todas las formas, materiales y colores, para disfrute de sus muchos nietos en los días de visita al yayo. Recuerdo que, cuando ayudaba a mis padres en la frutería y el se acercaba a comprar naranjas (solo se llevaba las más redondas y perfectas, era un sibarita de la redondez absoluta...), siempre, siempre, siempre pagaba en efectivo y en metálico. ¡Y tan en metálico, cómo que lo único que usaba eran monedas!
Se mantuvo en buena forma hasta bien entrados los ochenta, según él gracias a la práctica diaria con su hula hoop. Disfrutaba de los caramelos, siempre que estuvieran adheridos a un palo cilíndrico y su redondeada forma le atrajera, así que no era raro verle disfrutando de una piruleta o de un chupa chups. La verdad es que, aunque era muy simpático y querido en el barrio (todos le llamábamos "abuelo"), nadie sabía a ciencia cierta a que se dedicaba años atrás, cuando aún trabajaba. Aunque entre los chavales jóvenes corrían apuestas de broma al respecto de si fue un gran filósofo especialista en la lógica circular o un alto funcionario acostumbrado a enviar circulares. Parece que le pudiera ver ahora mismo, sentado en aquel taburete, mordisqueando galletas mientras las hacía girar entre sus dedos para que se fueran manteniendo siempre lo más redondas posibles, bocada tras bocado...
En más de una ocasión estuvieron a punto de atropellarle. No era raro que se quedase a mitad de cruzar el paso de cebra mirando embobado los discos brillantes del semáforo, con su pequeña banqueta a cuestas de camino de su día contemplativo en el parque. Y también estaba aquel tic nervioso que le hacía llevar sus arrugados dedos a juguetear con alguno de los botones de su camisa cada vez que entablaba una conversación. Ya os imagináis de lo que le entusiasmaba hablar y hacía donde llevaba siempre los temas, ¿no? A lo maravilloso que era el círculo, a su redondez tan perfecta, a los ciclos de la vida, a la magia de pi, a una novela redonda que estaba leyendo o a que él ya había conocido antes a alguien con unos ojos como los tuyos, tan redondos, tan exquisitamente redondos...
Murió un ocho de agosto, parece que hubiera elegido la fecha a propósito. Ya llevaba unos meses achacoso, culpa, según decía de él, de unas horribles bacterias que el médico le había enseñado en una foto. "Horribles, horrorosas", comentaba casi asqueado, "angulosas, deformes... ¡¡nada circulares!!". A sus ochenta y ocho años nos dejó, quizá persiguiendo la luz blanca al final de un túnel perfectamente redondo. Yo me lo imagino ahora en un paraíso de nubes esféricas con una bonita aureola dorada en torno a su cabeza, llevando cuenta cuidadosa de redondas estrellas a lo largo y ancho de la cúpula celeste. Y sonreirá, seguro, rodeado de sus preciosas esferas y sus suaves curvas cerradas. Qué lo disfrutes, abuelo.
Se mantuvo en buena forma hasta bien entrados los ochenta, según él gracias a la práctica diaria con su hula hoop. Disfrutaba de los caramelos, siempre que estuvieran adheridos a un palo cilíndrico y su redondeada forma le atrajera, así que no era raro verle disfrutando de una piruleta o de un chupa chups. La verdad es que, aunque era muy simpático y querido en el barrio (todos le llamábamos "abuelo"), nadie sabía a ciencia cierta a que se dedicaba años atrás, cuando aún trabajaba. Aunque entre los chavales jóvenes corrían apuestas de broma al respecto de si fue un gran filósofo especialista en la lógica circular o un alto funcionario acostumbrado a enviar circulares. Parece que le pudiera ver ahora mismo, sentado en aquel taburete, mordisqueando galletas mientras las hacía girar entre sus dedos para que se fueran manteniendo siempre lo más redondas posibles, bocada tras bocado...
En más de una ocasión estuvieron a punto de atropellarle. No era raro que se quedase a mitad de cruzar el paso de cebra mirando embobado los discos brillantes del semáforo, con su pequeña banqueta a cuestas de camino de su día contemplativo en el parque. Y también estaba aquel tic nervioso que le hacía llevar sus arrugados dedos a juguetear con alguno de los botones de su camisa cada vez que entablaba una conversación. Ya os imagináis de lo que le entusiasmaba hablar y hacía donde llevaba siempre los temas, ¿no? A lo maravilloso que era el círculo, a su redondez tan perfecta, a los ciclos de la vida, a la magia de pi, a una novela redonda que estaba leyendo o a que él ya había conocido antes a alguien con unos ojos como los tuyos, tan redondos, tan exquisitamente redondos...
Murió un ocho de agosto, parece que hubiera elegido la fecha a propósito. Ya llevaba unos meses achacoso, culpa, según decía de él, de unas horribles bacterias que el médico le había enseñado en una foto. "Horribles, horrorosas", comentaba casi asqueado, "angulosas, deformes... ¡¡nada circulares!!". A sus ochenta y ocho años nos dejó, quizá persiguiendo la luz blanca al final de un túnel perfectamente redondo. Yo me lo imagino ahora en un paraíso de nubes esféricas con una bonita aureola dorada en torno a su cabeza, llevando cuenta cuidadosa de redondas estrellas a lo largo y ancho de la cúpula celeste. Y sonreirá, seguro, rodeado de sus preciosas esferas y sus suaves curvas cerradas. Qué lo disfrutes, abuelo.
lunes, 17 de octubre de 2011
El paquete
Esperaba el paquete, nerviosa. Sabía que llegaría de un momento a otro y no podía evitar recorrer el corto pasillo arriba y abajo una y otra vez. El cuadro con el retrato de mi bisabuela me vigilaba con aquellos ojos intrigantes, como los de quien guarda un secreto, desde lo alto de la pared. Ese cuadro siempre me había dado escalofríos. Había pensado en descolgarlo y llevarlo al altillo varias veces, pero no sabía exactamente por qué motivo no lo acababa de hacer; supongo que por no discutir con Isaac y su manía de mantener la casa tal y como les gustaba a los abuelos que estuviera… En aquel momento me detuve a contemplarlo, a escrutar esos ojos grises que parecían mirar fijamente a quien quiera que los observase. De hecho, siempre me ha dado la sensación de que su mirada te va persiguiendo a medida que te desplazas a su lado. ¡Qué repelús!
Recuerdo vivamente cuando noté como si un relámpago me recorriera todo el cuerpo. ¡Menudo susto! Solo había sido el timbre de la puerta pero, ¡en que momento! Justo cuando me estaba perdiendo en aquella mirada que parecía querer decirme algo… Pero ya no pensaba en todo eso. Me acerqué con prestas zancadas al recibidor y abrí la pesada puerta de roble. Ahí estaba el paquete. Los consabidos firme aquí, muy amable y que tenga un buen día, y de nuevo la puerta encajada en su marco. Fue cuando me giré con el paquete en brazos, camino de la mesa del taller para apoyarlo y abrirlo cómodamente, cuando no pude evitar volver a cruzar mi mirada con la del retrato. Parecía distinta en ese momento. Más apremiante. Como si un mensaje urgente que se hubiera perdido en el siglo que hacía desde que aquella mirada fue recogida por el retratista, de pronto volviese a surgir de aquellos ojos intensos y profundos. No sabía por qué, pero no me gustaba nada aquella sensación.
Parece que fuera ahora mismo cuando agarré las viejas tijeras de hierro y corté el precinto de la caja. Dentro, cuidadosamente rodeado por protecciones de poliespán y plásticos de embalar, se encontraba aquella pequeña reliquia que tanto había perseguido hasta encontrar. La miré con la curiosidad y la ilusión de tener entre mis manos aquella pequeña joya. Y de pronto aquello, aquella extraña sensación de malestar, una sensación incómoda, como la que tienes cuando caes en la cuenta que te has olvidado algo muy importante que deberías haber hecho. Me dejé llevar por un impulsó que sigo sin alcanzar a comprender. Entre nauseas, volví a colocar aquella pieza en la caja, bien protegida, tal y como había llegado. Eché mano de la cinta de carretero de mi hermano y, a pesar de hacerlo con las mismas manos torpes que nunca envolvían un regalo como es debido, cerré aquella caja con una rapidez y precisión que, créeme, no son propias de mí. Agarrando el bolso y la chaqueta salí de casa con aquella caja descolorida a cuestas, sin ni siquiera acordarme de cerrar la puerta con llave, como comprobé a la vuelta.
Una hora más tarde, tras girar la llave en la vieja cerradura encontrándose con que tiraba del pestillo antes de lo habitual, y mientras la puerta se abría con su viejo rechinar familiar, aún andaba descolocada y confusa. No sabía que me había empujado a ese acto irreflexivo y urgente de devolver aquel paquete a su origen, con su valiosísimo contenido. Era tan extraña aquella sensación de necesidad, de premura en hacerlo, me sentía tan desorientada por todo aquello... Y más extraño aún era que hubiera actuado sin ni siquiera saber por qué lo hacía, ¡yo!, ¡que me vanagloriaba de actuar siempre tan racionalmente…! Parecía que hubiera estado fuera de mí, que hubiera actuado por simple impulso, por reflejo, por instinto, sin pensar en nada. Pero lo más desasosegante de aquello fue cuando levanté mi mirada y se cruzó con la del viejo retrato. La bisabuela me miraba fijamente, ligeramente sonriente, como siempre... ¿Cómo siempre? No, no exactamente como siempre, no. Entonces había algo distinto en esa mirada, algo había cambiado. Era un gesto de triunfo, de alegría, lleno del orgullo por la satisfacción de una tarea largamente buscada y deseada. Una mirada que sigue compartiendo aún a día de hoy con todo aquel que acierta a contemplarla ahí, en lo más alto de la pared del pasillo, tras esos ojos grises y profundos que te siguen allá donde vas.
Esa mirada que, desde aquel día, me hiela la sangre.
Al llegar a casa he encontrado esta carta, sin firma ni destinatario pero escrita con su letra, junto a una caja de cartón destrozada, como si hubiese sido abierta a machetazos, y un montón de material de embalaje por el suelo. El papel de la carta está medio amarillento, no parece que haya sido escrita hoy, sino hace tiempo. Y en la caja no hay remite, ni dirección, ni nada de nada. Todo estaba sobre la mesa de mi taller, y no sé, me da mala espina, estoy muy preocupado. ¿Ha hablado contigo? No es propio de Susana desaparecer así. Ya sabes lo unidos que estamos, siempre al corriente de donde está el otro en todo momento. Jamás me había hablado de nada de esto, ni sé de qué paquete habla, ni si tiene que ver con la caja que he encontrado hoy; no sé, siempre nos lo hemos contado todo, nunca había habido secretos entre nosotros, ni siquiera de niños, y ahora me encuentro con esto… Estoy muy extrañado y muy, pero que muy preocupado ¿Sabes tu algo de este asunto? Estoy hecho un lío, se ha dejado todo aquí: el bolso, las llaves, la chaqueta…
Lo que más me preocupa es ver el cuadro de la bisabuela, desgarrado y desencajado del marco. Y la verdad, el hecho de que le hayan arrancado los dos ojos no es lo más tranquilizador…
Isaac
viernes, 14 de octubre de 2011
Popurrí de y-si-llueve-qué-ismos
Camina despacito, afianzando tus pasos. No corras aún. Siempre quedará la misma distancia para llegar. Mejor hacerlo de una pieza.
Si hace frío, hace frío. Si hace calor, hace calor. Si llueve, llueve. No depende de ti. Pero si quieres sonreír: sonríe.
Nuestra mente nos engaña. Si tiramos veinte veces una moneda al aire y las veinte sale cara, apostaríamos a que la siguiente sería cruz. “Sería demasiada casualidad que volviese a ser cara”, decimos. Y sin embargo, la mitad de las veces volverá a serlo. Las cosas no son tan difíciles ni tan fáciles como creemos. Las cosas son, sin más. Eso sí: si no tiras la moneda, nunca saldrá ni cara ni cruz.
Un cuento, una fábula, una leyenda… Siempre damos por hecho que son cosas fantásticas, irreales. Que simplemente son formas de contar algo a través de un mundo imaginario. ¿Alguna vez has pensado en como son los cuentos que se cuentan en el mundo de los cuentos? ¿Tan irreal crees que es tu vida?
El día que ese animalito que comparte tu vida te hable alucinarás, claro. Porque se supone que es imposible, sí. Pero sobre todo por lo que te dirá. Él sabe cosas de ti que no sabe nadie. Y tiene sus opiniones al respecto, claro. Aunque, por ahora, se las calla. Por ahora.
Si te entran unas ganas irrefrenables de saltar, ¡salta! Si deseas correr locamente, como cuando tenías seis años, ¡corre! Si el cuerpo te pide gritar con todas tus fuerzas, ¡hazlo! Si quieres llorar hasta que se te acaben las lágrimas, ¡adelante! Y si quieres que una mano tierna, una voz suave, unos ojos brillantes y una boca dulce te haga sentir único, ¡díselo!
Usa las palabras con sabiduría. Son tu mejor herramienta para decir lo que eres, lo que piensas y lo que sientes. Son solo eso, palabras; inútiles, frágiles, falsables y equívocas palabras. Lo que importa es lo que está detrás de ellas, claro. Pero aprende a cuidarlas, porque si lo haces bien, a pesar de todo, serán tu mayor tesoro.
Se un buen hermano. Se un buen amigo. Se un buen amante. Estarás ahí siempre, compartiendo lo mejor y lo peor. Harás feliz a tu gente. Te partirán el pecho y te lo curarán. Te harán subir al cielo para estrellarte contra el suelo. Pero haz lo que debes, haz lo que sientes que debes, siente lo que debes hacer. Y a cambio ganarás el mayor de los regalos. Un buen hermano. Un buen amigo. Un buen amante.
Creo en la belleza de las palabras. Creo en la intensidad de los sentimientos. Creo en el poder de las caricias. Creo en la complicidad de las miradas. Creo en el placer de los besos. Creo en las promesas sinceras. Pero en esas cosas creo. De lo único que estoy seguro es de las pruebas de los actos.
Deberes
“¡Aprended bien la lección!”, dijo la maestra. “Mañana quiero que la sepáis a pies juntillas”. Las caras de desagrado y los mohines de rabia se propagaron velozmente por todas sus caras aniñadas. Pero la maestra chistó y acalló el amago de queja que empezaba a formarse en algunas de sus gargantas, poniendo fin a la clase e invitándoles a abandonar el aula.
“¿Para qué narices nos hacen aprender esto?”, protestaban en el pasillo, enfadados. “Esto no sirve para nada en la vida”, comentaban. “Yo quiero aprender matemáticas, ¡eso sí que es útil!”, decían. “¡Ciencias!”, gritaban unos, “¡Lengua!”, clamaban otros. Y todos asentían, enfadados, por las tonterías inútiles que les hacían aprender y por negarles aquello a lo que tanta utilidad y valor veían.
Pero eran buenos alumnos. Aquella tarde todos estudiaron hasta más allá de la hora en la que se había escondido el sol. E hicieron todas las tareas del resto de las asignaturas también. Eran chicos aplicados, a veces se enfadaban por no estar aprendiendo lo que querían, sí, pero aplicados de todas formas.
Y a la mañana siguiente caminaron juntos al colegio, como todos los días. Jugando y bromeando, charlando de lo que harían el fin de semana y exagerando historias y aventuras vividas entre risas y gritos. Todos con sus mochilas llenas de libros. Libros de clase de Empatía, Gestión de Emociones, Herramientas Sociales o Pensamiento Crítico y Positivo. Eran niños traviesos y alegres, como solo los niños saben serlo. Pero lo realmente maravilloso fue en los adultos en que se convirtieron.
De vuelta a la vaguada
Caminando por el camino roto, de regreso al valle, no dejo de preguntarme. Me pregunto y me pregunto, y me olvido las respuestas a cada paso. Confundo ríos con caminos, hojas secas con piedras, sueños con recuerdos. Y me pierdo en cada intersección, volviendo de nuevo al mismo sitio una y otra vez. ¿No conocía ya este lugar? Sí, por aquí ya he pasado.
De regreso al verde valle, que hoy se tiñe de naranjas y amarillos, de marrones que se lleva el viento. De la lluvia fría que no escampa, del sol tímido, de la penetrante humedad del cejo. Dejo atrás los campos de labranza, otrora cubiertos de cereales y amapolas, que ahora languidecen, tristes, tristes, entre barros y pajas.
Allá espera el valle. La casita de piedra junto al puente viejo. El sonido de los rebaños que amanecen temprano. Las risas de los niños bajo la torre del reloj. El calor de un hogar, de la risa familiar y de los ojos que me esperan. Y yo me pregunto y me pregunto. Y el silencio nunca contesta.
De regreso al verde valle, que hoy se tiñe de naranjas y amarillos, de marrones que se lleva el viento. De la lluvia fría que no escampa, del sol tímido, de la penetrante humedad del cejo. Dejo atrás los campos de labranza, otrora cubiertos de cereales y amapolas, que ahora languidecen, tristes, tristes, entre barros y pajas.
Allá espera el valle. La casita de piedra junto al puente viejo. El sonido de los rebaños que amanecen temprano. Las risas de los niños bajo la torre del reloj. El calor de un hogar, de la risa familiar y de los ojos que me esperan. Y yo me pregunto y me pregunto. Y el silencio nunca contesta.
martes, 11 de octubre de 2011
Instinto paternal
Se paró a mirar asombrado como una y otra vez se llevaba las gigantescas manos llenas hasta su boca, donde el alimento se le desbordaba, y donde las enormes muelas y la bulbosa lengua pugnaban contra el continuo surtido de carnes y pellejos.
Aquella gargantuesca cabeza daba buena cuenta de toda aquella montaña de comida entre sonoras masticaciones y violentos tragos. Ese apetito inagotable, esa voracidad insaciable, era algo casi hipnótico; si no fuera por la necesidad de proporcionarle más y más sustento, aquellos hombres se habrían quedado petrificados mirando como trabajaban aquellas enormes quijadas.
Las horas pasaban rápido y el esfuerzo de acarrear las ofrendas que la gula de aquel titán reclamaba comenzaba a pasar factura. Pero para entonces aquella sensación ya se mezclaba con el terror que producía el darse cuenta de que pronto se acabaría el ganado que poder poner al alcance de aquellas manos, capaces de aplastar con la mayor de las facilidades una casa a voluntad. Y el grano y el fruto de las cosechas ya hacía mucho tiempo que había caído en aquel pozo sin fondo que debía tener por estómago...
¿Qué ocurriría entonces? ¿Qué pasaría si al descoyuntar la última res aquel mastodóntico ser aún tenía hambre? ¿Cómo reaccionaría? ¿Decidiría echar mano a alguno de los vecinos? ¿Deberían intentar huir ahora que aún disponía de algunas viandas con las que entretenerse? Quizá levantaría aquel colosal cuerpo y se dirigiría a saquear otro pueblo. La verdad es que pensar que podría seguir reclamando más comida y que el no obtenerla podría enfurecerle, hacía que el abundante sudor que corría por su espalda se le helara de golpe.
Las miradas de pánico fueron compartidas por todos cuando trajeron a su presencia los últimos animales disponibles. Ya estaba, eso era todo, el final. Había acabado con todo su sustento, sería el final de aquella aldea, pero al menos aún conservaban sus vidas. El problema es que había un cierto riesgo de que aquello fuera a cambiar en cuanto aquel glotón acabase en un par de bocados con lo que tenía delante.
Sería horrible morir así, pero tampoco tenía sentido intentar huir o defenderse. Aquel monumental engendro los atraparía y descuartizaría con el menor de los esfuerzos. Al menos cabía la esperanza de una muerte rápida guillotinada entre aquellos incisivos monstruosos. Se preguntó si serían de leche como los de su hijo de once meses, del que parecía una copia gigantesca sacada de la más absurda de las pesadillas. ¿Y esa brutal forma de comer? Su cuerpo era enorme, pero no podía contener toda aquella comida que había ingerido, era físicamente imposible. Aunque resultaba irónico hablar de imposibles cuando un gigantesco bebé que le sacaba media cabeza al campanario de la iglesia y cuyas rosadas nalgas ocupaban media plaza, comenzaba a berrear enfadado y lanzaba puños y pies a su alrededor como bolas de demolición, porque seguía teniendo hambre y no le ofrecían nada más para comer.
Sus últimos pensamientos, mientras aquellas manos regordetas le exprimían el aire de los pulmones y le partían los huesos, fueron hacía lo extraño que se sentía al escuchar aquel llanto desgarrador; un llanto que hacía reclamar en su fuero más interno la urgente necesidad de calmar y de darle a aquella criatura que lo provocaba aquello que necesitara. Y mientras se acercaba a aquella boca que apestaba a sangre y vísceras, se dio cuenta de que eso justo es lo que estaba haciendo, aunque no desde la mejor de sus voluntades…
lunes, 10 de octubre de 2011
Ya lo dijo el poeta...
Intentaba beber agua. Pero al acercarme las manos llenas a los labios, el líquido se escurría a través de ellas, como si estuvieran llenas de agujeros invisibles, como si fueran auténticos coladores disfrazados de palmas y dedos. Y me angustiaba la sed.
Espectros etéreos se abalanzaban hacía mí. Eran apariciones cálidas, rebosantes de afecto, todas brazos extendidos hacia abrazos imposibles que ante el contacto contra mi piel desaparecían, insensibles, para materializarse de nuevo detrás de mí, como entes sólidos esta vez, pero que se alejaban de mi alcance en una negrura a la que nunca podía acceder. Y me angustiaba la tristeza.
Y a lo lejos aquella figura que me llamaba a gritos sin emitir ningún sonido. Me llamaba, me animaba, me reclamaba, me necesitaba. Y yo corría, desesperado por alcanzarla. Pero no avanzaba, no avanzaba... Era como si todo el universo fuera una inmensa cinta de correr, y como si cada una de mis zancadas lo arrastrase más y más detrás de mí. Y aunque el mundo iba quedando a mi espalda yo sabía que no avanzaba ni una sola pulgada, porque aquella figura seguía inmóvil, esperándome con la ansiedad de la locura que no dejaba de transmitirme, siempre a la misma distancia. Y yo no llegaba. No conseguía recortar el abismo de tiempo que nos separaba, pese a que había logrado hacer girar el espacio hasta convertirlo en un puro borrón ante mis ojos. Y de pronto aquella imagen se hacía más y más pequeña, quedando finalmente engullida por una niebla que atrapaba el grito mudo de su llamada para siempre. Y me angustiaba al pérdida.
Una niebla espesa me envolvía. Solo notaba un vago resplandor en una dirección, allí hacia donde me dirigía a tientas. Los ojos eran inútiles. Parecía como si esa niebla fuese una atmósfera propia de mi cuerpo, que me acompañaría siempre allá donde fuera. Mis manos extendidas buscaban posibles obstáculos en aquella oscuridad blanca que me envolvía, mientras mis pies avanzaban cautelosos, casi arrastrándose a ras de suelo, temiendo escalones o precipicios ocultos. Probé a cerrar los ojos, para no distraerme con aquella sopa de aire, y durante un tiempo parecía avanzar más cómodo con la negrura de mis párpados como telón de fondo. Pero cuando probé a volver abrirlos ya no había nada. Ni niebla, ni luz, ni cuerpo. Nada. Era el negro absoluto, el vacío, la nada de aquel que nunca vio ni puede imaginar lo que es la vista. Ni siquiera estaba seguro de que mi cuerpo siguiera ahí. Tenía la vaga sensación de notar mis brazos estirados, histéricos, en busca de un punto de referencia. Pero notaba que incluso esa sensación se perdía, al mismo tiempo que mis pies parecían quedarse adormecidos y desaparecía por momentos la noción de pisar suelo firme. El cuerpo se me dormía, se me iba, se iba, se iba... Desesperado, me lancé hacía delante en busca de algo con lo que chocar, con lo que golpearme, contra lo que sufrir, con lo que sentirme de nuevo. Y en vez de eso caí, de golpe, sobre la cama, justo cuando más me angustiaba la muerte.
El corazón desbocado, el sudor frío y los ojos abiertos de par en par, que se encontraron con los tuyos, preocupados. Una caricia en mi pecho que se hinchaba como un fuelle nervioso; unas palabras de consuelo por el mal sueño susurradas a mi oído, que me invitaban al sosiego del calor de tu presencia. El más dulce de los besos en la esquina de mis labios, y un abrazo incondicional lleno de la ternura de los cuerpos que se aman más allá de la piel. Y me perdí en tu sonrisa, en los pozos de tus ojos y en tu voz de sueño despierto, de acolchada realidad y mullido afecto. Desperté al más maravilloso de los sueños. Y me dormí en nubes de algodón, en la caricia de tu pelo y en la curva de tu piel, soñando que soñaba y que soñaba soñando.
Y bebí de la alegría de encontrar mi vida en ti.
Espectros etéreos se abalanzaban hacía mí. Eran apariciones cálidas, rebosantes de afecto, todas brazos extendidos hacia abrazos imposibles que ante el contacto contra mi piel desaparecían, insensibles, para materializarse de nuevo detrás de mí, como entes sólidos esta vez, pero que se alejaban de mi alcance en una negrura a la que nunca podía acceder. Y me angustiaba la tristeza.
Y a lo lejos aquella figura que me llamaba a gritos sin emitir ningún sonido. Me llamaba, me animaba, me reclamaba, me necesitaba. Y yo corría, desesperado por alcanzarla. Pero no avanzaba, no avanzaba... Era como si todo el universo fuera una inmensa cinta de correr, y como si cada una de mis zancadas lo arrastrase más y más detrás de mí. Y aunque el mundo iba quedando a mi espalda yo sabía que no avanzaba ni una sola pulgada, porque aquella figura seguía inmóvil, esperándome con la ansiedad de la locura que no dejaba de transmitirme, siempre a la misma distancia. Y yo no llegaba. No conseguía recortar el abismo de tiempo que nos separaba, pese a que había logrado hacer girar el espacio hasta convertirlo en un puro borrón ante mis ojos. Y de pronto aquella imagen se hacía más y más pequeña, quedando finalmente engullida por una niebla que atrapaba el grito mudo de su llamada para siempre. Y me angustiaba al pérdida.
Una niebla espesa me envolvía. Solo notaba un vago resplandor en una dirección, allí hacia donde me dirigía a tientas. Los ojos eran inútiles. Parecía como si esa niebla fuese una atmósfera propia de mi cuerpo, que me acompañaría siempre allá donde fuera. Mis manos extendidas buscaban posibles obstáculos en aquella oscuridad blanca que me envolvía, mientras mis pies avanzaban cautelosos, casi arrastrándose a ras de suelo, temiendo escalones o precipicios ocultos. Probé a cerrar los ojos, para no distraerme con aquella sopa de aire, y durante un tiempo parecía avanzar más cómodo con la negrura de mis párpados como telón de fondo. Pero cuando probé a volver abrirlos ya no había nada. Ni niebla, ni luz, ni cuerpo. Nada. Era el negro absoluto, el vacío, la nada de aquel que nunca vio ni puede imaginar lo que es la vista. Ni siquiera estaba seguro de que mi cuerpo siguiera ahí. Tenía la vaga sensación de notar mis brazos estirados, histéricos, en busca de un punto de referencia. Pero notaba que incluso esa sensación se perdía, al mismo tiempo que mis pies parecían quedarse adormecidos y desaparecía por momentos la noción de pisar suelo firme. El cuerpo se me dormía, se me iba, se iba, se iba... Desesperado, me lancé hacía delante en busca de algo con lo que chocar, con lo que golpearme, contra lo que sufrir, con lo que sentirme de nuevo. Y en vez de eso caí, de golpe, sobre la cama, justo cuando más me angustiaba la muerte.
El corazón desbocado, el sudor frío y los ojos abiertos de par en par, que se encontraron con los tuyos, preocupados. Una caricia en mi pecho que se hinchaba como un fuelle nervioso; unas palabras de consuelo por el mal sueño susurradas a mi oído, que me invitaban al sosiego del calor de tu presencia. El más dulce de los besos en la esquina de mis labios, y un abrazo incondicional lleno de la ternura de los cuerpos que se aman más allá de la piel. Y me perdí en tu sonrisa, en los pozos de tus ojos y en tu voz de sueño despierto, de acolchada realidad y mullido afecto. Desperté al más maravilloso de los sueños. Y me dormí en nubes de algodón, en la caricia de tu pelo y en la curva de tu piel, soñando que soñaba y que soñaba soñando.
Y bebí de la alegría de encontrar mi vida en ti.
viernes, 7 de octubre de 2011
Texto tendencioso
Tantos tristes tienen tantas terribles taras… Tenemos tiempo todavía, teorías, tareas. Trabajemos todos tranquilamente, tengamos tesón, tomemos timones tenazmente. Templemos temperamentos. Terminemos tiranías. Transparentemos tinieblas.
¡Truenen transgresoras trompetas! ¡Transcendamos temibles tendencias! ¡Tomemos turno! Transmitidlo: ¡triunfaremos!
jueves, 6 de octubre de 2011
Hacerse trizas
Antes de saltar al vacío hizo balance de lo bueno y malo que le había ocurrido en su vida. Fue algo rápido, porque llevaba muchos días pensando en ello, así que era casi como volver a ver una película a cámara rápida, pasando por las grandes alegrías y las enormes tristezas que su corta vida le había obsequiado. Era una especie de despedida para él. Era su forma de decir que hasta ahí había llegado, que todo aquello ya se acabó. Porque iba a morir, claro. Sabía que iba a morir. Nadie puede sobrevivir de una caída como la que le esperaba.
Pensó que su vida había sido demasiado corta. Le habría gustado disfrutar más de ella, aprender más cosas, conocer algo más que aquel pequeño lugar al que llamaba su hogar. Viajar por el mundo, sentirse libre, vivo... pero eso ya nunca llegaría. Dio un paso más hacia el borde del abismo y se asomó a aquella caída vertical hasta un suelo duro que pronto le encontraría, y miró por última vez hacia atrás. Allí estaban su padre y sus hermanos, observándole fijamente, incitándole a que lo hiciera. Y le fallaron las fuerzas. Por un instante se sintió incapaz de hacerlo y reculó un paso hacía atrás. Entonces notó el empujón.
No supo quien se lo había dado. Supuso que había sido su padre. Daba igual, ya nada importaba. Se sintió caer al vació como un torpe saco. Notaba cómo el mundo pasaba ante sus ojos borroso y rápido, pero, a pesar de ello, perdió todo su medio. En aquel momento tuvo la sensación que había nacido para ese instante, para sentir ese soplo de aire en su cuerpo, para notarse caer en barrena. Y sin saber muy bien como, de pronto notó como el aire le empujaba suavemente hacía arriba. Algo dentro de él le había hecho moverse, estirarse y colocarse en una postura cómoda, y agitarse con fuerza. Y ya no caía. Ya no. ¡No caía! Jamás se había sentido tan feliz. Jamás olvidaría ese momento.
Desde la rama de enfrente, mamá aguilucho giró la cabeza mientras le observaba orgullosa de su pequeño.
Pensó que su vida había sido demasiado corta. Le habría gustado disfrutar más de ella, aprender más cosas, conocer algo más que aquel pequeño lugar al que llamaba su hogar. Viajar por el mundo, sentirse libre, vivo... pero eso ya nunca llegaría. Dio un paso más hacia el borde del abismo y se asomó a aquella caída vertical hasta un suelo duro que pronto le encontraría, y miró por última vez hacia atrás. Allí estaban su padre y sus hermanos, observándole fijamente, incitándole a que lo hiciera. Y le fallaron las fuerzas. Por un instante se sintió incapaz de hacerlo y reculó un paso hacía atrás. Entonces notó el empujón.
No supo quien se lo había dado. Supuso que había sido su padre. Daba igual, ya nada importaba. Se sintió caer al vació como un torpe saco. Notaba cómo el mundo pasaba ante sus ojos borroso y rápido, pero, a pesar de ello, perdió todo su medio. En aquel momento tuvo la sensación que había nacido para ese instante, para sentir ese soplo de aire en su cuerpo, para notarse caer en barrena. Y sin saber muy bien como, de pronto notó como el aire le empujaba suavemente hacía arriba. Algo dentro de él le había hecho moverse, estirarse y colocarse en una postura cómoda, y agitarse con fuerza. Y ya no caía. Ya no. ¡No caía! Jamás se había sentido tan feliz. Jamás olvidaría ese momento.
Desde la rama de enfrente, mamá aguilucho giró la cabeza mientras le observaba orgullosa de su pequeño.
miércoles, 5 de octubre de 2011
Daños colaterales
Los gritos de “¡es verdad!” y “¡tiene razón!” resonaron por toda la cocina. Allí estaban todos: platos y vasos, cucharas y tenedores, servilletas, jarras, ensaladeras y pucheros. La gran paella se sentaba al fondo mientras que la diminuta caja donde guardaban el azafrán ocupaba el primer asiento, justo en frente del tostador que hacía de tribuna a la espumadera que, como siempre, había tomado la palabra la primera, con su característica elocuencia.
“Y no solo eso, hermanos utensilios de cocina, ¡no! Encima exigen de nosotros estar disponibles las 24 horas del día, sin descansos programados ni anticipados. ¿O acaso no recordáis el otro día cuando llegaron a las tantas de la madrugada y se pusieron a cocinar? ¿No es verdad, sartén honda, que no te dejaron luego siquiera en remojo, y que al día siguiente tuviste que sufrir largos minutos de fregoteo para quitarte todos aquellos restos adheridos?”, preguntó la espumadera. “Es cierto, es cierto… mi bendito teflón… ¡se lo llevan a manos llenas! ¿Qué voy a hacer sin él? Yo os lo diré: acabar en la basura, ¡¡como acabaremos todos!!”, intervino la sartén honda, siempre tan apocalíptica. Pero esta vez sus siniestras impresiones eran compartidas por un coro de tintineos y golpeteos de acuerdo. “¡Calma! ¡Calma, hermanos!”, volvió a tomar la palabra la espumadera, “todos sabemos lo que buscan; buscan explotarnos, expoliarnos, acabar con nuestros brillantes acabados, dejarnos rallados, usados e inservibles… ¡Recordad lo que le pasó al tenedor de madera! ¡Cómo lo usó el niño para peinar las cabezas al asqueroso perro que tienen por mascota! ¿Y que hicieron ellos? ¿Regañarle? ¡¡No!!, ¡reírle la gracia! ¿Y volvió el tenedor entre nosotros? ¡No! Se quedo como juguete del perro. Y ya sabéis lo que acabó haciendo aquella mala bestia con él, ¿verdad? Todos estamos aquí cuando lo tiraron a la basura…”. Los gritos de indignación y rabia crecieron en la cocina. Incluso el nuevo tenedor de madera, que no había contemplado más que unos pocos de aquellos atropellos, se sumó a las quejas en voz en grito.
“¿Y qué propones?”, gritó la vieja aceitera, con su vieja capa exterior oxidada. Ya no la usaban, pero era un regalo de la abuela de la dueña, y se mantenía en la cocina como un viejo adorno, sabia y vigilante. “¿Qué podemos hacer sino seguir dejando que hagan y deshagan con nosotros a su gusto? Si mi vieja ama levantara la cabeza y lo viera… ¡Con el cariño que me limpiaba y secaba! ¡Y miradme ahora!”. Aquellas palabras acabaron de enfurecer hasta a los más serenos. Las copas brindaban excitadas y el cascanueces repicoteaba y giraba sobre si mismo. “Yo propongo…”, anunció la espumadera” ¡la guerra total!”. Las cucharillas saltaron más allá de la altura del cuchillo jamonero, y el molinillo de la pimienta casi pierde su rosca de la emoción. “¡¡Guerra, guerra, guerra!!”, gritaban las flaneras, el sacacorchos y el cucharón. “¡Sea la guerra!”, entonaba con su profundo bozarrón el embudo.
“Mañana por la noche, cuando regresen de su escapada de fin de semana, tendrán un recibimiento que tardarán en olvidar.”, dijo la espumadera, quien, con un pequeño gesto, invitó al cazo de leche, al rallador de queso y al salero a dar un paso adelante. “¡Organicémonos! Cuchillos, tijeras, tenedores… todos aquellos que tengáis un borde afilado con el que pinchar o cortar, seguid al rallador, él os indicará vuestro papel. Cazos, cazuelas, sartenes, rodillo y todos los demás que tengáis cierta contundencia, con el cazo de leche. Los que contengáis o podáis portar algo en vuestro interior, seguid al salero, él ya tiene instrucciones. El resto, uniros conmigo bajo la alacena. El plan está trazado. ¡La venganza es nuestra!”, y un sonoro enjambre de cachivaches comenzó a desplazarse por los fríos azulejos mientras los lugartenientes de la espumadera desplegaban servilletas de papel emborronadas con planos e indicaciones.
-“Luis, ¿por qué no haces el favor de subir y decir a los vecinos que no monten tanto alboroto? ¡No es posible seguir la novela en condiciones con tanto jaleo!, no me estoy enterando de nada.”
-“Mmmppffgggrrr…”
-“¡Luis!, ¡haz el favor de subir, no me hagas enfadar!”
-“¡Si ya te he dicho antes que están de vacaciones, mujer! Serán sus cubiertos, liándola otra vez, como siempre…”
-“Ya te dije que esos vecinos no me daban buena espina, Luis… ¡Te lo dije! Con esos gorros y esos ropajes negros, y ese maloliente perro de tres cabezas…”
-“Ya, ya, sí… ay… Tú siempre sabes todo de todo…“
-“¡Luis!”
-“¡Calla, mujer! A ver si un día hay suerte y te convierten en sapo…”
-“¡Pe-pero…! ¡Pero Luis…!”
martes, 4 de octubre de 2011
¿Cara o cruz?
La gente se giraba extrañada a mirarle. Iba por la calle lanzando aquella moneda al aire cada pocos segundos, sin detenerse en su recorrido al hacerlo. Caminaba, la moneda volaba, giraba delante de él, caía sobre el dorso de su mano izquierda al tiempo que con su mano derecha la atrapaba. Luego la miraba curioso y pensativo durante medio segundo, y entonces volvía a repetir la operación, todo ello sin pararse un instante. A veces se demoraba más tiempo entre lanzamiento y lanzamiento. Y en ocasiones hacía varios muy seguidos.
A mí, personalmente, me picó la curiosidad. Decidí seguirle durante un tiempo, y cuanto más lo hacía más misterioso me parecía todo aquello. Enseguida noté algo extraño; bueno, más extraño aún que el tema de la moneda. Llevaba un recorrido un tanto errático. En ocasiones daba una vuelta completa a una manzana antes de continuar en alguna dirección determinada, y más de una vez volvió sobre sus pasos. Entraba a distintos locales, aparentemente para nada, pues generalmente volvía a salir por la puerta de inmediato o si acaso unos segundos después. No entendía nada. Llegué a pensar que se había dado cuenta de que le seguía y se estaba quedando conmigo. Pero entonces lo comprendí: se estaba dejando llevar por aquella moneda. Lo vi claro cuando, en uno de los lanzamientos, la moneda se le resbaló y cayó al suelo. La recogió y la lanzó, pero se detuvo a consultarla antes de doblar la siguiente esquina; y solo después de hacerlo, fue cuando decidió girar hacía la derecha. Y a partir de ahí empecé a encajarlo todo. Siempre lanzaba la moneda ante las distintas oportunidades que se le presentaban en el recorrido: un cruce, una puerta abierta en un edificio, una bifurcación de caminos, lo que fuera. En cada uno de esos momentos echaba a suertes por donde debía seguir.
Mi curiosidad iba en aumento. ¿Se comportaba así siempre? Su extraña forma de actuar, dejada por completo en manos del azar, ¿tenía algún fin? Me sobraba tiempo y ganas de descubrirlo, así que continué tras él, haciéndome el despistado buscando una dirección inexistente, hasta que volvió a detenerse en una parada de autobús. Vi como sonreía fugazmente. Luego recorrió la parte de atrás de la marquesina lanzando la moneda tras la espalda de cada una de las personas que estaba allí, de pie, esperando al 27. Tras el cuarto lanzamiento se detuvo. Miró la nuca de aquella chica. Miró la moneda. Y la volvió a lanzar. Y tras hacerlo, de nuevo repitió el mismo proceso, como si se quisiera asegurarse del resultado por una tercera vez. Entonces apretó la moneda en uno de sus puños y gritó casi eufórico: “¡te encontré!”, al tiempo que recorría con paso alegre el camino hasta la parte anterior de la parada y se ponía a hablar con aquella chica, entre risas nerviosas y aparentes explicaciones. Por desgracia no pude escuchar nada de aquello: justo llegó el 27 dedicando un sonoro concierto de claxon a una furgoneta mal estacionada en la parada del autobús. Lo último que vi fue como el joven, todo sonrisas, le entregaba a aquella chica la moneda, le daba dos besos, y retomaba con aire alegre y aliviado un recorrido que, ahora sí, parecía tener muy claro donde le llevaba.
¿Y qué fue de la chica? La chica lanzó la moneda al aire, y tras mirarla, se encogió de hombros y se subió al 27.
lunes, 3 de octubre de 2011
Terrores nocturnos
Aína se despertó de golpe, asustada. No sabía de qué, no recordaba que le había despertado. Se quedo quieta, muy quieta, con los ojos abiertos como grandes pozos negros que escrutaban de una esquina a la otra la habitación. No se oía nada, la noche ere serena y sin luna. “Habrá sido un sueño”, pensó, “o quizá cualquier ruido puntual que me ha desvelado”. Sonrío, tranquila. Volvió a encogerse sobre si misma, abrazándose a la almohada como siempre hacía, y se relajó con el deseo de caer de nuevo en un reparador sueño.
Jack también sonrío desde la oscura sombra de un ángulo de la pared. Encogido en una posición antinatural, sus piernas y brazos acaban en uñas sucias y rotas que ahora se clavaban con fuerza en los muros, sujetándose como un repugnante arácnido al que hubieran arrancado la mitad de las patas. Una lengua agujereada y gelatinosa relamió unos labios exangües, casi inexistentes, en un gesto de pura anticipación gozosa. La grotesca forma en que estaban doblados sus miembros, su tez cadavérica y esos dientes rotos, como si hubieran sido astillados a base de hachazos, le conferían el aspecto de una abominación propia del más desasosegante de los malos sueños.
Y entonces saltó, girando en el aire como una muñeca de trapo, con su cuerpo doblándose por sitios inverosímiles, hasta aterrizar con todo su peso en la almohada, a apenas un palmo de la cabeza de Aína. El agudo y desesperado grito de horror que siguió a aquel instante despertó a un par de palomas que se habían acurrucado en el amplio alféizar de la ventana para pasar la noche, y que salieron despavoridas en desbandada. El tremendo brinco que el pánico le hizo pegar a la menuda adolescente en la cama, estuvo a punto de hacerla dar con su flaco cuerpo contra el suelo; tan solo las ropas de cama recogidas con gran esmero bajo el colchón impidieron su caída.
“¿Te he asustado, verdad?”, dijo la horrorosa criatura, dejando asomar aquella lengua de pesadilla más allá de su sonrisa rota, babeando gotas espesas y blancuzcas, como cuajo leche, mientras que aquellos dos ojos enormes carentes de pupilas y supurantes se clavaban en los de ella. Un nuevo grito, aún más poderoso y profundo que el anterior, salió de lo más hondo del pecho de la muchacha. Pero esta vez no reflejaba temor ni sorpresa, sino ardiente indignación y enfado. “¡Serás idiota, Jack! ¡A Mamá que vas…!”.
Y Jack, cruzado de brazos y piernas, como tan solo un yogui sería capaz de hacer, en su característico gesto de enfado, contempló como Aína salía echando pestes del cuarto en medio de grandes zancadas, clamando a voz en grito por la atención de su madre. “Eres una aguafiestas, Aína… que idiota que eres, de verdad… ¡¡Olvídate de mí, chivata, imbécil!!”. Y unos morros horrendos y agrietados se encogieron en un hostil mohín.
“Y luego dicen que el monstruo soy yo”, se dijo a sí mismo en un hilillo de voz murmurante, mientras escuchaba a su hermana quejarse a gritos de él dos habitaciones más allá, nombrando infiernos y deseos de torturas de desmembramiento. “Cómo odio a mi hermana…”.
domingo, 2 de octubre de 2011
Su primer viaje en montaña rusa
Sara notó como las manos le temblaban ligeramente. Se agarro una con la otra, con la intención de que el gesto la tranquilizase, pero solo traslado la inquietud brazos arriba, hasta alcanzar un ligero estremecimiento en sus hombros, al tiempo que un escalofrío recorría su columna vertebral. Sonrío, nerviosa. ¡Eran tantas las sensaciones! Miedo, emoción, ilusión, alegría... Sobre todo ganas. Muchas ganas. Unas ganas nerviosas y juguetonas que le revoloteaban en le abdomen y que le apretaban la garganta, haciendo que por segundos se olvidara de respirar.
El corazón latía con intensidad y, con cada paso que le acercaba más a aquel momento que tanto deseaba, mayor era la sensación de consciencia de lo fuerte que latía. Notaba las manos frías y sudorosas, y por un momento temió arrancarse en un tonto ataque de risa, de la pura tensión que estaba acumulando. ¡Pero qué nervios! ¡Qué ganas! ¿Cómo sería sentir aquello?
La sensación de vértigo fue a más cuando vio que, de un instante a otro ocurriría. Respiró hondo, y tosió cuando se atragantó tragando saliva, lo que hizo que se ruborizara de pies a cabeza. Nunca le había gustado ser el centro de atención, y menos en aquel momento. No, no podía pensar en eso, nadie la miraba, todo el mundo estaba a lo suyo, seguro. Cada cual con sus asuntos. Eso es. Pensó que debía centrarse, relajarse. Disfrutar del momento.
Ahí estaba, la entrada a la montaña rusa. ¡Qué emoción! Di un paso, otro, y por fin llego su turno en la cola. Y ahí estaba él. La reconoció y la sonrió. Y cuando ella tendió su mano para recoger su entrada algo se le deshizo por dentro cuando sus dedos se quedaron pegados a los de él una décima de segundo más de lo necesario. Se sentó en su vagoneta, nerviosísima, con los puños cerrados como garras, y se dejó atar con seguridad al asiento por otro de los mozos. Entonces miro hacía él justo a tiempo para verle cerrar la portecilla de la atracción, comprobar de un vistazo que todas las puertas de las vagonetas estaban correctamente cerradas y hacer un gesto con la mano a sus compañeros. Y luego, en el preciso instante en que la atracción arrancada, una mirada y una sonrisa se cruzaron.
Aquella noche, mientras se preparaba para salir, no recordaría nada de las curvas, subidas y bajadas, ni del rápido tirabuzón; pero no tenía más que mirarse la mano y ver la pequeña nota que Santi le había deslizado hábilmente entre sus dedos para sentirse volar de nuevo, dejándose llevar en todas las direcciones y a toda velocidad con una sensación de irrealidad y alegría sublimes. "A las 10 en la caseta de tiro frente a la noria". Uf. ¡Qué de mariposas!
El corazón latía con intensidad y, con cada paso que le acercaba más a aquel momento que tanto deseaba, mayor era la sensación de consciencia de lo fuerte que latía. Notaba las manos frías y sudorosas, y por un momento temió arrancarse en un tonto ataque de risa, de la pura tensión que estaba acumulando. ¡Pero qué nervios! ¡Qué ganas! ¿Cómo sería sentir aquello?
La sensación de vértigo fue a más cuando vio que, de un instante a otro ocurriría. Respiró hondo, y tosió cuando se atragantó tragando saliva, lo que hizo que se ruborizara de pies a cabeza. Nunca le había gustado ser el centro de atención, y menos en aquel momento. No, no podía pensar en eso, nadie la miraba, todo el mundo estaba a lo suyo, seguro. Cada cual con sus asuntos. Eso es. Pensó que debía centrarse, relajarse. Disfrutar del momento.
Ahí estaba, la entrada a la montaña rusa. ¡Qué emoción! Di un paso, otro, y por fin llego su turno en la cola. Y ahí estaba él. La reconoció y la sonrió. Y cuando ella tendió su mano para recoger su entrada algo se le deshizo por dentro cuando sus dedos se quedaron pegados a los de él una décima de segundo más de lo necesario. Se sentó en su vagoneta, nerviosísima, con los puños cerrados como garras, y se dejó atar con seguridad al asiento por otro de los mozos. Entonces miro hacía él justo a tiempo para verle cerrar la portecilla de la atracción, comprobar de un vistazo que todas las puertas de las vagonetas estaban correctamente cerradas y hacer un gesto con la mano a sus compañeros. Y luego, en el preciso instante en que la atracción arrancada, una mirada y una sonrisa se cruzaron.
Aquella noche, mientras se preparaba para salir, no recordaría nada de las curvas, subidas y bajadas, ni del rápido tirabuzón; pero no tenía más que mirarse la mano y ver la pequeña nota que Santi le había deslizado hábilmente entre sus dedos para sentirse volar de nuevo, dejándose llevar en todas las direcciones y a toda velocidad con una sensación de irrealidad y alegría sublimes. "A las 10 en la caseta de tiro frente a la noria". Uf. ¡Qué de mariposas!
sábado, 1 de octubre de 2011
Días amarillos
Hoy, de nuevo, todo es amarillo. El sol matutino despuntando entre montes de oro viejo y brumas bañadas por reflejos de llamas de sodio. Las sonrisas de dientes sucios que se asoman cumplidoras tras los "buenos días" de rigor, enmarcadas en rostros sufridores de avanzada ictericia. Hasta las miradas huidizas de los desconocidos que me salen al paso surgen de unos ojos de un amarillento enfermizo.
Y el día pasa filtrado por ese influjo, entre dorado oscuro y suave y pálido crema, entre metálicos brillos ambarinos que deslumbran y ácidos tonos limón que se saborean en la misma punta de la lengua. Hasta que al final, un tanto harta de esta visión del mundo, tomo la decisión que llevo atrasando semanas, meses: es hora de quitarme las gafas de sol. Paso de los dichosos cristales amarillos.
Y mira. De repente todo cambia. ¡Que gusto volver a ver realmente todos los colores en su pureza cotidiana! No está tan mal esto de ver las cosas al natural. Aunque... ¿y unas gafas azules...?
Y el día pasa filtrado por ese influjo, entre dorado oscuro y suave y pálido crema, entre metálicos brillos ambarinos que deslumbran y ácidos tonos limón que se saborean en la misma punta de la lengua. Hasta que al final, un tanto harta de esta visión del mundo, tomo la decisión que llevo atrasando semanas, meses: es hora de quitarme las gafas de sol. Paso de los dichosos cristales amarillos.
Y mira. De repente todo cambia. ¡Que gusto volver a ver realmente todos los colores en su pureza cotidiana! No está tan mal esto de ver las cosas al natural. Aunque... ¿y unas gafas azules...?
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