lunes, 3 de octubre de 2011

Terrores nocturnos

Aína se despertó de golpe, asustada. No sabía de qué, no recordaba que le había despertado. Se quedo quieta, muy quieta, con los ojos abiertos como grandes pozos negros que escrutaban de una esquina a la otra la habitación. No se oía nada, la noche ere serena y sin luna. “Habrá sido un sueño”, pensó, “o quizá cualquier ruido puntual que me ha desvelado”. Sonrío, tranquila. Volvió a encogerse sobre si misma, abrazándose a la almohada como siempre hacía, y se relajó con el deseo de caer de nuevo en un reparador sueño.

Jack también sonrío desde la oscura sombra de un ángulo de la pared. Encogido en una posición antinatural, sus piernas y brazos acaban en uñas sucias y rotas que ahora se clavaban con fuerza en los muros, sujetándose como un repugnante arácnido al que hubieran arrancado la mitad de las patas. Una lengua agujereada y gelatinosa relamió unos labios exangües, casi inexistentes, en un gesto de pura anticipación gozosa. La grotesca forma en que estaban doblados sus miembros, su tez cadavérica y esos dientes rotos, como si hubieran sido astillados a base de hachazos, le conferían el aspecto de una abominación propia del más desasosegante de los malos sueños.

Y entonces saltó, girando en el aire como una muñeca de trapo, con su cuerpo doblándose por sitios inverosímiles, hasta aterrizar con todo su peso en la almohada, a apenas un palmo de la cabeza de Aína. El agudo y desesperado grito de horror que siguió a aquel instante despertó a un par de palomas que se habían acurrucado en el amplio alféizar de la ventana para pasar la noche, y que salieron despavoridas en desbandada. El tremendo brinco que el pánico le hizo pegar a la menuda adolescente en la cama, estuvo a punto de hacerla dar con su flaco cuerpo contra el suelo; tan solo las ropas de cama recogidas con gran esmero bajo el colchón impidieron su caída.

“¿Te he asustado, verdad?”, dijo la horrorosa criatura, dejando asomar aquella lengua de pesadilla más allá de su sonrisa rota, babeando gotas espesas y blancuzcas, como cuajo leche, mientras que aquellos dos ojos enormes carentes de pupilas y supurantes se clavaban en los de ella. Un nuevo grito, aún más poderoso y profundo que el anterior, salió de lo más hondo del pecho de la muchacha. Pero esta vez no reflejaba temor ni sorpresa, sino ardiente indignación y enfado. “¡Serás idiota, Jack! ¡A Mamá que vas…!”.

Y Jack, cruzado de brazos y piernas, como tan solo un yogui sería capaz de hacer, en su característico gesto de enfado, contempló como Aína salía echando pestes del cuarto en medio de grandes zancadas, clamando a voz en grito por la atención de su madre. “Eres una aguafiestas, Aína… que idiota que eres, de verdad… ¡¡Olvídate de mí, chivata, imbécil!!”. Y unos morros horrendos y agrietados se encogieron en un hostil mohín.

“Y luego dicen que el monstruo soy yo”, se dijo a sí mismo en un hilillo de voz murmurante, mientras escuchaba a su hermana quejarse a gritos de él dos habitaciones más allá, nombrando infiernos y deseos de torturas de desmembramiento. “Cómo odio a mi hermana…”.

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