Le gustaban las cosas redondas. Adoraba los círculos y era un amante de la luna llena. Disfrutaba sentándose en aquel parquecillo, donde pasaba las horas muertas viendo girar las ruedas de los coches al pasar, especialmente las de los grandes camiones de incontables ejes. Coleccionaba pelotas y balones de todas las formas, materiales y colores, para disfrute de sus muchos nietos en los días de visita al yayo. Recuerdo que, cuando ayudaba a mis padres en la frutería y el se acercaba a comprar naranjas (solo se llevaba las más redondas y perfectas, era un sibarita de la redondez absoluta...), siempre, siempre, siempre pagaba en efectivo y en metálico. ¡Y tan en metálico, cómo que lo único que usaba eran monedas!
Se mantuvo en buena forma hasta bien entrados los ochenta, según él gracias a la práctica diaria con su hula hoop. Disfrutaba de los caramelos, siempre que estuvieran adheridos a un palo cilíndrico y su redondeada forma le atrajera, así que no era raro verle disfrutando de una piruleta o de un chupa chups. La verdad es que, aunque era muy simpático y querido en el barrio (todos le llamábamos "abuelo"), nadie sabía a ciencia cierta a que se dedicaba años atrás, cuando aún trabajaba. Aunque entre los chavales jóvenes corrían apuestas de broma al respecto de si fue un gran filósofo especialista en la lógica circular o un alto funcionario acostumbrado a enviar circulares. Parece que le pudiera ver ahora mismo, sentado en aquel taburete, mordisqueando galletas mientras las hacía girar entre sus dedos para que se fueran manteniendo siempre lo más redondas posibles, bocada tras bocado...
En más de una ocasión estuvieron a punto de atropellarle. No era raro que se quedase a mitad de cruzar el paso de cebra mirando embobado los discos brillantes del semáforo, con su pequeña banqueta a cuestas de camino de su día contemplativo en el parque. Y también estaba aquel tic nervioso que le hacía llevar sus arrugados dedos a juguetear con alguno de los botones de su camisa cada vez que entablaba una conversación. Ya os imagináis de lo que le entusiasmaba hablar y hacía donde llevaba siempre los temas, ¿no? A lo maravilloso que era el círculo, a su redondez tan perfecta, a los ciclos de la vida, a la magia de pi, a una novela redonda que estaba leyendo o a que él ya había conocido antes a alguien con unos ojos como los tuyos, tan redondos, tan exquisitamente redondos...
Murió un ocho de agosto, parece que hubiera elegido la fecha a propósito. Ya llevaba unos meses achacoso, culpa, según decía de él, de unas horribles bacterias que el médico le había enseñado en una foto. "Horribles, horrorosas", comentaba casi asqueado, "angulosas, deformes... ¡¡nada circulares!!". A sus ochenta y ocho años nos dejó, quizá persiguiendo la luz blanca al final de un túnel perfectamente redondo. Yo me lo imagino ahora en un paraíso de nubes esféricas con una bonita aureola dorada en torno a su cabeza, llevando cuenta cuidadosa de redondas estrellas a lo largo y ancho de la cúpula celeste. Y sonreirá, seguro, rodeado de sus preciosas esferas y sus suaves curvas cerradas. Qué lo disfrutes, abuelo.
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