jueves, 20 de octubre de 2011

Camino del hospital

Lo lógico es que lo hubiesen decidido meses atrás, pero no había sido así.

Pensó en ello mientras miraba como las luces de la calle pasaban veloces junto a su ventanilla, más allá de las cortinas de agua que continuaba descargando la tormenta. El dolor latente volvería de un momento a otro, cada vez lo hacía con una mayor frecuencia. Pero ahora mismo su mente se vació gracias a la magia parpadeante de las luces del interior de un largo túnel. Como si fuese una especie de truco de prestidigitador, el resultado de los estroboscópicos juegos de luces que provocaban las gotitas de agua en el cristal contra el que reposaba su cabeza, le hizo viajar en el tiempo, atrás, a través de su memoria...

Recordó las luces del puerto donde veraneaba de niña. Pensó en como le gustaba contemplar las puestas de sol desde aquel banco del embarcadero, ver como el mar devoraba lentamente aquella bola de fuego y como el mundo parecía que se pintaba con una colección nueva de colores en cada ocaso. Fue uno de esos veranos cuando vio por primera vez un sobre como aquel que le entregó en mano el cartero. Ese olor peculiar, la textura de ese papel de color azafrán, el matasellos en un alfabeto incomprensible... Parecía haber salido de uno de esos libros de misterio que tanto le gustaban a su hermana. El remitente se había empeñado en escribir con cuidada caligrafía la dirección de la pequeña casita del puerto. Mamá le contó que la carta era de un viejo amigo del abuelo; uno de esos amigos que están unidos por experiencias compartidas que te atan con una persona con unos lazos tan fuertes que ni los miles de kilómetros ni las decenas de años te permiten alejarlo de tu corazón. Se llamaba Yakim, y había hecho la guerra junto al abuelo en su juventud.

El coche botó en un bache y le sacó de su ensoñación. Tom le miraba desde aquellos preciosos ojos verde cobalto, mitad preocupados, mitad emocionados. Ni siquiera se había dado cuenta de que sus grandes manos tenían una de las suyas agarrada con ternura. Le sonrío y suspiró aliviada por haber podido coger el taxi con él y tenerle a su lado en aquel momento. Pronto amanecería, y sentía un poco de frío.

Su mente volvió a viajar al mismo pueblo costero, unos años más tarde, a aquel día frío de primero, el primer día en que aquellos dos ojos se clavaron en los suyos. Se había pasado días confeccionando con cariño su traje de bruja para el carnaval. Había usado la antigua máquina de coser de la abuela para convertir el viejo mantel negro de la mesa camilla que había en el desván en un evocador vestido de hechicera, y había forrado con los retales el cartón de una de las polvorientas cajas llenas de botellas vacías que había en la bodega, previamente convertido en un puntiagudo sombrero de ala ancha. Cuando llegó a la fiesta convertida en una preciosa bruja adolescente y reconoció aquel traje de gala del ejército rojo se quedó boquiabierta. Aquel apuesto muchacho que lo llevaba con tanto porte tenía el aspecto de haber sido sacado de una de aquellas fotos que había en el álbum del abuelo, aquel que tenía escrito en el lomo con cuidada caligrafía "Yakim". Recordaba como se le iba la mirada una y otra vez hacía aquel muchacho y como la apartaba corriendo, avergonzada, cada vez que este se la devolvía.

Una ambulancia pasó rauda al lado del coche, con las luces encendidas, y se oía como se acercaba el sonido de la sirena de otra más. Tom la acarició el rostro, y le regaló palabras tranquilizadoras. El hospital estaba cerca, llegarían enseguida. Se dio cuenta de que reconocía en esa voz suave y cariñosa el mismo sentido interés que la primera vez que la escuchó.

Fue el verano siguiente a aquel carnaval. Un grupo de chicos se bañaba en el pantalán durante la puesta del sol, entre risas y aguadillas . Ella estaba sentada en el viejo banco de siempre, a lo indio, con el bloc de dibujo apoyado sobre el regazo, intentando plasmar aquella imagen idílica del atardecer en el puerto para poder colgarla en su cuarto y contemplarla a todas horas del día. Estaba tan absorta en su tarea que no sé dio cuenta de que las risas de los chicos se acallaban y que sus pisadas húmedas se iban perdiendo muelle adentro. Pero entonces oyó aquella voz: "Vaya, veo que no solo eres una bruja preciosa, encima tienes talento...". Recordando aquello notó como el rubor le subía por el rostro de nuevo, de la misma forma en que lo había hecho entonces. La sorpresa de aquellas palabras sinceras, encontrarse de nuevo con aquella verde mirada, contemplar esa sonrisa amable y luminosa bañada por la dorada luz del atardecer... Aquella puesta de sol fue, seguramente, el momento más especial de su vida. Y ahora, al mirar al hombre que se sentaba a su lado, se dio cuenta de que el fruto del amor que compartían estaba a punto de regalarle un instante que iba a atesorar con más cariño si cabe que aquel. Y se sintió muy feliz por ello.

Comenzaba a clarear el día cuando el taxi se detuvo junto a la puerta de urgencias y Tom pagó la carrera antes de ayudarla a bajar del coche. Un celador se acercó con una silla de ruedas y ella se sentó justo en el mismo momento en el momento en que llegaba una nueva contracción. "¿Recuerdas cuando nos conocimos?", le dijo ella unos minutos más tarde, camino de la habitación. "¿Cómo olvidarlo, cielo? Estuve pensando en aquella preciosa bruja durante seis largos meses, hasta que volví a toparme con ella...", le contestó Tom. "¿Te acuerdas de lo que te conté, lo del compañero de guerra de mi abuelo, el motivo por el que me fijé en ti por primera vez en aquellos carnavales...?", le preguntó de nuevo, mientras la ayudaban a acomodarse en la cama. "Claro que sí. Pero, ¿por qué me preguntas eso ahora?", inquirió él.

Cuando ella se lo propuso él estuvo de acuerdo al momento.

Tardó todo el día en que llegará aquel esperado instante de tenerle entre sus brazos, pero finalmente llegó justo cuando estaba a punto de ponerse el sol. Yakim nació sano y robusto. Tenía la nariz respingona de su abuela. Y los ojos de Tom.

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