Hoy, de nuevo, todo es amarillo. El sol matutino despuntando entre montes de oro viejo y brumas bañadas por reflejos de llamas de sodio. Las sonrisas de dientes sucios que se asoman cumplidoras tras los "buenos días" de rigor, enmarcadas en rostros sufridores de avanzada ictericia. Hasta las miradas huidizas de los desconocidos que me salen al paso surgen de unos ojos de un amarillento enfermizo.
Y el día pasa filtrado por ese influjo, entre dorado oscuro y suave y pálido crema, entre metálicos brillos ambarinos que deslumbran y ácidos tonos limón que se saborean en la misma punta de la lengua. Hasta que al final, un tanto harta de esta visión del mundo, tomo la decisión que llevo atrasando semanas, meses: es hora de quitarme las gafas de sol. Paso de los dichosos cristales amarillos.
Y mira. De repente todo cambia. ¡Que gusto volver a ver realmente todos los colores en su pureza cotidiana! No está tan mal esto de ver las cosas al natural. Aunque... ¿y unas gafas azules...?
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