La gente se giraba extrañada a mirarle. Iba por la calle lanzando aquella moneda al aire cada pocos segundos, sin detenerse en su recorrido al hacerlo. Caminaba, la moneda volaba, giraba delante de él, caía sobre el dorso de su mano izquierda al tiempo que con su mano derecha la atrapaba. Luego la miraba curioso y pensativo durante medio segundo, y entonces volvía a repetir la operación, todo ello sin pararse un instante. A veces se demoraba más tiempo entre lanzamiento y lanzamiento. Y en ocasiones hacía varios muy seguidos.
A mí, personalmente, me picó la curiosidad. Decidí seguirle durante un tiempo, y cuanto más lo hacía más misterioso me parecía todo aquello. Enseguida noté algo extraño; bueno, más extraño aún que el tema de la moneda. Llevaba un recorrido un tanto errático. En ocasiones daba una vuelta completa a una manzana antes de continuar en alguna dirección determinada, y más de una vez volvió sobre sus pasos. Entraba a distintos locales, aparentemente para nada, pues generalmente volvía a salir por la puerta de inmediato o si acaso unos segundos después. No entendía nada. Llegué a pensar que se había dado cuenta de que le seguía y se estaba quedando conmigo. Pero entonces lo comprendí: se estaba dejando llevar por aquella moneda. Lo vi claro cuando, en uno de los lanzamientos, la moneda se le resbaló y cayó al suelo. La recogió y la lanzó, pero se detuvo a consultarla antes de doblar la siguiente esquina; y solo después de hacerlo, fue cuando decidió girar hacía la derecha. Y a partir de ahí empecé a encajarlo todo. Siempre lanzaba la moneda ante las distintas oportunidades que se le presentaban en el recorrido: un cruce, una puerta abierta en un edificio, una bifurcación de caminos, lo que fuera. En cada uno de esos momentos echaba a suertes por donde debía seguir.
Mi curiosidad iba en aumento. ¿Se comportaba así siempre? Su extraña forma de actuar, dejada por completo en manos del azar, ¿tenía algún fin? Me sobraba tiempo y ganas de descubrirlo, así que continué tras él, haciéndome el despistado buscando una dirección inexistente, hasta que volvió a detenerse en una parada de autobús. Vi como sonreía fugazmente. Luego recorrió la parte de atrás de la marquesina lanzando la moneda tras la espalda de cada una de las personas que estaba allí, de pie, esperando al 27. Tras el cuarto lanzamiento se detuvo. Miró la nuca de aquella chica. Miró la moneda. Y la volvió a lanzar. Y tras hacerlo, de nuevo repitió el mismo proceso, como si se quisiera asegurarse del resultado por una tercera vez. Entonces apretó la moneda en uno de sus puños y gritó casi eufórico: “¡te encontré!”, al tiempo que recorría con paso alegre el camino hasta la parte anterior de la parada y se ponía a hablar con aquella chica, entre risas nerviosas y aparentes explicaciones. Por desgracia no pude escuchar nada de aquello: justo llegó el 27 dedicando un sonoro concierto de claxon a una furgoneta mal estacionada en la parada del autobús. Lo último que vi fue como el joven, todo sonrisas, le entregaba a aquella chica la moneda, le daba dos besos, y retomaba con aire alegre y aliviado un recorrido que, ahora sí, parecía tener muy claro donde le llevaba.
¿Y qué fue de la chica? La chica lanzó la moneda al aire, y tras mirarla, se encogió de hombros y se subió al 27.
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