viernes, 14 de octubre de 2011

Deberes

“¡Aprended bien la lección!”, dijo la maestra. “Mañana quiero que la sepáis a pies juntillas”. Las caras de desagrado y los mohines de rabia se propagaron velozmente por todas sus caras aniñadas. Pero la maestra chistó y acalló el amago de queja que empezaba a formarse en algunas de sus gargantas, poniendo fin a la clase e invitándoles a abandonar el aula.

“¿Para qué narices nos hacen aprender esto?”, protestaban en el pasillo, enfadados. “Esto no sirve para nada en la vida”, comentaban. “Yo quiero aprender matemáticas, ¡eso sí que es útil!”, decían. “¡Ciencias!”, gritaban unos, “¡Lengua!”, clamaban otros. Y todos asentían, enfadados, por las tonterías inútiles que les hacían aprender y por negarles aquello a lo que tanta utilidad y valor veían.

Pero eran buenos alumnos. Aquella tarde todos estudiaron hasta más allá de la hora en la que se había escondido el sol. E hicieron todas las tareas del resto de las asignaturas también. Eran chicos aplicados, a veces se enfadaban por no estar aprendiendo lo que querían, sí, pero aplicados de todas formas.

Y a la mañana siguiente caminaron juntos al colegio, como todos los días. Jugando y bromeando, charlando de lo que harían el fin de semana y exagerando historias y aventuras vividas entre risas y gritos. Todos con sus mochilas llenas de libros. Libros de clase de Empatía, Gestión de Emociones, Herramientas Sociales o Pensamiento Crítico y Positivo. Eran niños traviesos y alegres, como solo los niños saben serlo. Pero lo realmente maravilloso fue en los adultos en que se convirtieron.

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