jueves, 6 de octubre de 2011

Hacerse trizas

Antes de saltar al vacío hizo balance de lo bueno y malo que le había ocurrido en su vida. Fue algo rápido, porque llevaba muchos días pensando en ello, así que era casi como volver a ver una película a cámara rápida, pasando por las grandes alegrías y las enormes tristezas que su corta vida le había obsequiado. Era una especie de despedida para él. Era su forma de decir que hasta ahí había llegado, que todo aquello ya se acabó. Porque iba a morir, claro. Sabía que iba a morir. Nadie puede sobrevivir de una caída como la que le esperaba.

Pensó que su vida había sido demasiado corta. Le habría gustado disfrutar más de ella, aprender más cosas, conocer algo más que aquel pequeño lugar al que llamaba su hogar. Viajar por el mundo, sentirse libre, vivo... pero eso ya nunca llegaría. Dio un paso más hacia el borde del abismo y se asomó a aquella caída vertical hasta un suelo duro que pronto le encontraría, y miró por última vez hacia atrás. Allí estaban su padre y sus hermanos, observándole fijamente, incitándole a que lo hiciera. Y le fallaron las fuerzas. Por un instante se sintió incapaz de hacerlo y reculó un paso hacía atrás. Entonces notó el empujón.

No supo quien se lo había dado. Supuso que había sido su padre. Daba igual, ya nada importaba. Se sintió caer al vació como un torpe saco. Notaba cómo el mundo pasaba ante sus ojos borroso y rápido, pero, a pesar de ello, perdió todo su medio. En aquel momento tuvo la sensación que había nacido para ese instante, para sentir ese soplo de aire en su cuerpo, para notarse caer en barrena. Y sin saber muy bien como, de pronto notó como el aire le empujaba suavemente hacía arriba. Algo dentro de él le había hecho moverse, estirarse y colocarse en una postura cómoda, y agitarse con fuerza. Y ya no caía. Ya no. ¡No caía! Jamás se había sentido tan feliz. Jamás olvidaría ese momento.

Desde la rama de enfrente, mamá aguilucho giró la cabeza mientras le observaba orgullosa de su pequeño.

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