lunes, 17 de octubre de 2011

El paquete

Esperaba el paquete, nerviosa. Sabía que llegaría de un momento a otro y no podía evitar recorrer el corto pasillo arriba y abajo una y otra vez. El cuadro con el retrato de mi bisabuela me vigilaba con aquellos ojos intrigantes, como los de quien guarda un secreto, desde lo alto de la pared. Ese cuadro siempre me había dado escalofríos. Había pensado en descolgarlo y llevarlo al altillo varias veces, pero no sabía exactamente por qué motivo no lo acababa de hacer; supongo que por no discutir con Isaac y su manía de mantener la casa tal y como les gustaba a los abuelos que estuviera… En aquel momento me detuve a contemplarlo, a escrutar esos ojos grises que parecían mirar fijamente a quien quiera que los observase. De hecho, siempre me ha dado la sensación de que su mirada te va persiguiendo a medida que te desplazas a su lado. ¡Qué repelús!

Recuerdo vivamente cuando noté como si un relámpago me recorriera todo el cuerpo. ¡Menudo susto! Solo había sido el timbre de la puerta pero, ¡en que momento! Justo cuando me estaba perdiendo en aquella mirada que parecía querer decirme algo… Pero ya no pensaba en todo eso. Me acerqué con prestas zancadas al recibidor y abrí la pesada puerta de roble. Ahí estaba el paquete. Los consabidos firme aquí, muy amable y que tenga un buen día, y de nuevo la puerta encajada en su marco. Fue cuando me giré con el paquete en brazos, camino de la mesa del taller para apoyarlo y abrirlo cómodamente, cuando no pude evitar volver a cruzar mi mirada con la del retrato. Parecía distinta en ese momento. Más apremiante. Como si un mensaje urgente que se hubiera perdido en el siglo que hacía desde que aquella mirada fue recogida por el retratista, de pronto volviese a surgir de aquellos ojos intensos y profundos. No sabía por qué, pero no me gustaba nada aquella sensación.

Parece que fuera ahora mismo cuando agarré las viejas tijeras de hierro y corté el precinto de la caja. Dentro, cuidadosamente rodeado por protecciones de poliespán y plásticos de embalar, se encontraba aquella pequeña reliquia que tanto había perseguido hasta encontrar. La miré con la curiosidad y la ilusión de tener entre mis manos aquella pequeña joya. Y de pronto aquello, aquella extraña sensación de malestar, una sensación incómoda, como la que tienes cuando caes en la cuenta que te has olvidado algo muy importante que deberías haber hecho. Me dejé llevar por un impulsó que sigo sin alcanzar a comprender. Entre nauseas, volví a colocar aquella pieza en la caja, bien protegida, tal y como había llegado. Eché mano de la cinta de carretero de mi hermano y, a pesar de hacerlo con las mismas manos torpes que nunca envolvían un regalo como es debido, cerré aquella caja con una rapidez y precisión que, créeme, no son propias de mí. Agarrando el bolso y la chaqueta salí de casa con aquella caja descolorida a cuestas, sin ni siquiera acordarme de cerrar la puerta con llave, como comprobé a la vuelta.

Una hora más tarde, tras girar la llave en la vieja cerradura encontrándose con que tiraba del pestillo antes de lo habitual, y mientras la puerta se abría con su viejo rechinar familiar, aún andaba descolocada y confusa. No sabía que me había empujado a ese acto irreflexivo y urgente de devolver aquel paquete a su origen, con su valiosísimo contenido. Era tan extraña aquella sensación de necesidad, de premura en hacerlo, me sentía tan desorientada por todo aquello... Y más extraño aún era que hubiera actuado sin ni siquiera saber por qué lo hacía, ¡yo!, ¡que me vanagloriaba de actuar siempre tan racionalmente…! Parecía que hubiera estado fuera de mí, que hubiera actuado por simple impulso, por reflejo, por instinto, sin pensar en nada. Pero lo más desasosegante de aquello fue cuando levanté mi mirada y se cruzó con la del viejo retrato. La bisabuela me miraba fijamente, ligeramente sonriente, como siempre... ¿Cómo siempre? No, no exactamente como siempre, no. Entonces había algo distinto en esa mirada, algo había cambiado. Era un gesto de triunfo, de alegría, lleno del orgullo por la satisfacción de una tarea largamente buscada y deseada. Una mirada que sigue compartiendo aún a día de hoy con todo aquel que acierta a contemplarla ahí, en lo más alto de la pared del pasillo, tras esos ojos grises y profundos que te siguen allá donde vas.

Esa mirada que, desde aquel día, me hiela la sangre.


Al llegar a casa he encontrado esta carta, sin firma ni destinatario pero escrita con su letra, junto a una caja de cartón destrozada, como si hubiese sido abierta a machetazos, y un montón de material de embalaje por el suelo. El papel de la carta está medio amarillento, no parece que haya sido escrita hoy, sino hace tiempo. Y en la caja no hay remite, ni dirección, ni nada de nada. Todo estaba sobre la mesa de mi taller, y no sé, me da mala espina, estoy muy preocupado. ¿Ha hablado contigo? No es propio de Susana desaparecer así. Ya sabes lo unidos que estamos, siempre al corriente de donde está el otro en todo momento. Jamás me había hablado de nada de esto, ni sé de qué paquete habla, ni si tiene que ver con la caja que he encontrado hoy; no sé, siempre nos lo hemos contado todo, nunca había habido secretos entre nosotros, ni siquiera de niños, y ahora me encuentro con esto… Estoy muy extrañado y muy, pero que muy preocupado ¿Sabes tu algo de este asunto? Estoy hecho un lío, se ha dejado todo aquí: el bolso, las llaves, la chaqueta…

Lo que más me preocupa es ver el cuadro de la bisabuela, desgarrado y desencajado del marco. Y la verdad, el hecho de que le hayan arrancado los dos ojos no es lo más tranquilizador…

Isaac

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