martes, 11 de octubre de 2011

Instinto paternal

Se paró a mirar asombrado como una y otra vez se llevaba las gigantescas manos llenas hasta su boca, donde el alimento se le desbordaba, y donde las enormes muelas y la bulbosa lengua pugnaban contra el continuo surtido de carnes y pellejos.

Aquella gargantuesca cabeza daba buena cuenta de toda aquella montaña de comida entre sonoras masticaciones y violentos tragos. Ese apetito inagotable, esa voracidad insaciable, era algo casi hipnótico; si no fuera por la necesidad de proporcionarle más y más sustento, aquellos hombres se habrían quedado petrificados mirando como trabajaban aquellas enormes quijadas.

Las horas pasaban rápido y el esfuerzo de acarrear las ofrendas que la gula de aquel titán reclamaba comenzaba a pasar factura. Pero para entonces aquella sensación ya se mezclaba con el terror que producía el darse cuenta de que pronto se acabaría el ganado que poder poner al alcance de aquellas manos, capaces de aplastar con la mayor de las facilidades una casa a voluntad. Y el grano y el fruto de las cosechas ya hacía mucho tiempo que había caído en aquel pozo sin fondo que debía tener por estómago...

¿Qué ocurriría entonces? ¿Qué pasaría si al descoyuntar la última res aquel mastodóntico ser aún tenía hambre? ¿Cómo reaccionaría? ¿Decidiría echar mano a alguno de los vecinos? ¿Deberían intentar huir ahora que aún disponía de algunas viandas con las que entretenerse? Quizá levantaría aquel colosal cuerpo y se dirigiría a saquear otro pueblo. La verdad es que pensar que podría seguir reclamando más comida y que el no obtenerla podría enfurecerle, hacía que el abundante sudor que corría por su espalda se le helara de golpe.

Las miradas de pánico fueron compartidas por todos cuando trajeron a su presencia los últimos animales disponibles. Ya estaba, eso era todo, el final. Había acabado con todo su sustento, sería el final de aquella aldea, pero al menos aún conservaban sus vidas. El problema es que había un cierto riesgo de que aquello fuera a cambiar en cuanto aquel glotón acabase en un par de bocados con lo que tenía delante.

Sería horrible morir así, pero tampoco tenía sentido intentar huir o defenderse. Aquel monumental engendro los atraparía y descuartizaría con el menor de los esfuerzos. Al menos cabía la esperanza de una muerte rápida guillotinada entre aquellos incisivos monstruosos. Se preguntó si serían de leche como los de su hijo de once meses, del que parecía una copia gigantesca sacada de la más absurda de las pesadillas. ¿Y esa brutal forma de comer? Su cuerpo era enorme, pero no podía contener toda aquella comida que había ingerido, era físicamente imposible. Aunque resultaba irónico hablar de imposibles cuando un gigantesco bebé que le sacaba media cabeza al campanario de la iglesia y cuyas rosadas nalgas ocupaban media plaza, comenzaba a berrear enfadado y lanzaba puños y pies a su alrededor como bolas de demolición, porque seguía teniendo hambre y no le ofrecían nada más para comer.

Sus últimos pensamientos, mientras aquellas manos regordetas le exprimían el aire de los pulmones y le partían los huesos, fueron hacía lo extraño que se sentía al escuchar aquel llanto desgarrador; un llanto que hacía reclamar en su fuero más interno la urgente necesidad de calmar y de darle a aquella criatura que lo provocaba aquello que necesitara. Y mientras se acercaba a aquella boca que apestaba a sangre y vísceras, se dio cuenta de que eso justo es lo que estaba haciendo, aunque no desde la mejor de sus voluntades…

No hay comentarios:

Publicar un comentario