Cada año esperaba estas fiestas. No es que fueran sus favoritas, no. Es que para él eran las únicas. El resto del año no dejaba de ser una repetición monótona de días vacíos de significado. Pero cuando se acercaba la Navidad todo cambiaba. Era distinto. Le encantaba aquello. Lo vivía tan, tan, tan intensamente...
Desde semanas antes al día de Navidad, ya se notaba el cambio en él. Recibía a todas las visitas a la casa con una gran sonrisa. Disfrutaba de las cordialidades navideñas, de escuchar aquellos "¡qué tengas feliz Navidad!" o "¡felices fiestas!". Para él no eran simples formulismos. En absoluto. Eran deseos sinceros. Deseos de paz, de armonía, de familias abrazadas en torno a mesas llenas y de sueños infantiles. Era precioso. El lo vivía como algo precioso. Le costaba tan poco vivirlo así... De hecho, no podía evitarlo. Tenía la sensación de que estaba en este mundo para eso. Para vivir así de intensamente la Navidad. Para ser Navidad.
Siempre había deseado unas navidades blancas, aunque nunca había pisado la nieve. Para alguien como él, con una vida como la suya, era difícil poder escaparse a algún puerto de montaña y hacer muñecos de nieve o disfrutar de peleas a bolazo limpio. Aunque lo deseaba, sí. Secretamente. Su vida... bueno. No podía decir que le gustara. Deseaba que fuera de otro modo, eso seguro. Se sentía enclaustrado, vació, anónimo, inútil. ¿Cuestión de autoestima? Puede ser. No era una vida mejor o peor que la de otros muchos, eso es cierto. Pero realmente el resto del año no valía nada para él. Eran días, semanas, meses vacíos. Simplemente formaban el tiempo entre dos Navidades. Nada más que eso.
No es difícil hacerse una idea de lo que significaba para él que se acabaran las fiestas. Hablar de depresión es quedarse corto. Aunque con el paso de los años había aprendido a ser paciente, a vivir cada día como uno más en la cuenta atrás hasta las próximas Navidades. Pero seguía resultándole duro. Muy duro. De todas formas no pensaba en ello durante aquellas fiestas. No le daba tiempo. Lo pasaba demasiado bien, sus días y sus noches se llenaban de demasiadas ilusiones y demasiados motivos para sonreír de oreja a oreja, como siempre hacía.
Nunca se le oía decir cuantísimo amaba la Navidad. No hacía falta, claro. Solo había que mirar sus ojos brillantes para darse cuenta de lo feliz que era. Desbordaba entusiasmo, dinamismo, ganas por festejar. Era lo más parecido a la Navidad personificada. Y cada Navidad, año tras año, impregnaba de buenos sentimientos, bonitos deseos y sinceras alegrías a aquella familia que le acogía. La misma familia que conocía desde hacía ya cuatro generaciones, y con la que deseaba estar cuatrocientas generaciones más. Les quería a todos, a todos y cada uno de ellos. Pero ahora mismo sentía debilidad por la pequeña Nati. Era ella quien junto a la matriarca, su abuela Aurori, cada año, a primeros de Diciembre, abría la caja de los adornos navideños. Escuchar la voz aguda de Nati mientras revolvía espumillón, bolas y figuritas del belén era uno de los momentos más dulces para él. "¿Dónde está el pastorcito, Abu? ¿En esta caja? ¿Está aquí? ¡¡Pastorcitoooooo!! ¡Aquí estás!". Y lo cogía con sus dedos diminutos, y lo abrazaba, y lo colocaba con cuidado en su lugar, en aquella pequeña mesita de la vieja casa familiar dónde cada año se instalaba el nacimiento. "Abu, ¿te he dicho que este pastorcito es mi figurita favorita?", decía. "Todos los años me lo dices, cielo. Y claro que lo es, es la de todos", le contestaba su abuela. "¡¡Pero es que mira como sonríe, abu!! Mira, ¡miraaaaaa!", gritaba entusiasmada la pequeña, mientras su abuela reía, complacida.
Y así pasaban los años para el pastorcito. El pequeño pastorcito del belén. El de la pintura descascarillada aquí y allá. El de la ovejita a hombros. El de la enorme, enorme sonrisa y los ojos tan brillantes como el primer día. El que querría poder hablar, poder gritar con todas las fuerzas de sus diminutos pulmones de plomo, diciendo: "¡¡¡Feliz navidad!!!".
sábado, 24 de diciembre de 2011
lunes, 19 de diciembre de 2011
Madrugada
Madrugada. Hora de desvelos y duermevelas. De párpados pesados. De pesadillas que te expulsan de pozos negros y carreras angustiosas hacia una noche igual de negra y a una sensación igual de angustiosa. Las horas de los sueños imposibles, de las hadas, de las sombras que esconden sombras, secretos y pasos de puntillas. El tiempo del gato y del murciélago, del sereno y del coco. Letras bajo luz eléctrica. Monstruos. Madrugada.
Hogar de recuerdos. De caricias pasadas y besos perdidos. Morada de castillos de naipes que nos empeñamos en construir una y otra vez, a pesar del fuerte y negro, negro viento. Palacio de los deseos, de los caminos inexplorados, de las dudas, de las búsquedas del significado de los silencios. Refugio de los sentimientos. De los odios viscerales. De los amores viscerales. Capital de las vísceras.
De cuántos juramentos son testigos luna y estrellas. A cuántos amantes despiertan, cuántas manos buscan calor a su lado. Cuántos susurros, cuántos gemidos, cuántos suspiros. Qué cantidad de besos a escondidas, de ojos ciegos en negruras absolutas, que sin embargo ven, y son vistos. Y los cantos... ¡Ay! Los cantos de sirena... Las palabras que tremolan en el aire, "para siempre", dicen, "te quiero", dicen, "nosotros", dicen.
El paraíso de las lágrimas, de los ojos rojos que escuecen una milésima de lo que escuece el alma. La hora del abrazo que da paz, que llena, que completa. El tiempo de la caricia familiar, del ardor de pieles cercanas, de los sorbitos de vida bebidos en palabras dulces. Reino del relámpago que ilumina ojos que miran fijamente a ojos, sobre sonrisas de felicidad. Territorio de los que duermen y de quienes vigilan sus sueños. El lugar de las camas medio vacías o demasiado llenas. El lugar de los "que este momento dure para siempre". Sí, ese lugar.
La libertad del recluso. La cordura del loco. Tierra de los olores, las texturas y los sabores. Universo de los sonidos que traen lluvia, olas, respiraciones acompasadas. Punto de reunión de las recapitulaciones. Lugar de partida de ilusiones y decisiones. Escuela de todos, donde maestro y alumno hablan con la misma voz. "Aprende, vive, sueña", dicen. El lugar donde se forjan las mayores alianzas. El lugar donde se ejecutan las mayores traiciones. Sí, sí, sí. Ese lugar. Este lugar.
Madrugada. El tiempo sin sol. El tiempo sin día. El contrapunto. Donde los silencios se rompen. Donde los hados conspiran. Madrugada de musas. Madrugada de insomnio. Madrugada inolvidable. Madrugada para olvidar.
Que descanses.
Hogar de recuerdos. De caricias pasadas y besos perdidos. Morada de castillos de naipes que nos empeñamos en construir una y otra vez, a pesar del fuerte y negro, negro viento. Palacio de los deseos, de los caminos inexplorados, de las dudas, de las búsquedas del significado de los silencios. Refugio de los sentimientos. De los odios viscerales. De los amores viscerales. Capital de las vísceras.
De cuántos juramentos son testigos luna y estrellas. A cuántos amantes despiertan, cuántas manos buscan calor a su lado. Cuántos susurros, cuántos gemidos, cuántos suspiros. Qué cantidad de besos a escondidas, de ojos ciegos en negruras absolutas, que sin embargo ven, y son vistos. Y los cantos... ¡Ay! Los cantos de sirena... Las palabras que tremolan en el aire, "para siempre", dicen, "te quiero", dicen, "nosotros", dicen.
El paraíso de las lágrimas, de los ojos rojos que escuecen una milésima de lo que escuece el alma. La hora del abrazo que da paz, que llena, que completa. El tiempo de la caricia familiar, del ardor de pieles cercanas, de los sorbitos de vida bebidos en palabras dulces. Reino del relámpago que ilumina ojos que miran fijamente a ojos, sobre sonrisas de felicidad. Territorio de los que duermen y de quienes vigilan sus sueños. El lugar de las camas medio vacías o demasiado llenas. El lugar de los "que este momento dure para siempre". Sí, ese lugar.
La libertad del recluso. La cordura del loco. Tierra de los olores, las texturas y los sabores. Universo de los sonidos que traen lluvia, olas, respiraciones acompasadas. Punto de reunión de las recapitulaciones. Lugar de partida de ilusiones y decisiones. Escuela de todos, donde maestro y alumno hablan con la misma voz. "Aprende, vive, sueña", dicen. El lugar donde se forjan las mayores alianzas. El lugar donde se ejecutan las mayores traiciones. Sí, sí, sí. Ese lugar. Este lugar.
Madrugada. El tiempo sin sol. El tiempo sin día. El contrapunto. Donde los silencios se rompen. Donde los hados conspiran. Madrugada de musas. Madrugada de insomnio. Madrugada inolvidable. Madrugada para olvidar.
Que descanses.
El carpintero
Conocía aquel bosque mejor que nadie. Lo había recorrido infinidad de veces. Sus primeros recuerdos estaban llenos de aquellos troncos altos y firmes, de aquel cielo de hojas de decenas de especies de árboles distintos, de bayas, de flores y del viento ululando entre aquel ramaje. Y allí, entre aquellos claros, entre troncos caídos y hojarasca, rodeado de setales y de piñas huecas, se sentía como en casa.
Se paró en uno de sus claros favoritos, disfrutando del sol de la mañana mientras reposaba apoyado en un viejo tronco hueco cubierto de musgo. Hoy debía de elegir un árbol nuevo con el que empezar su trabajo. Quizá parezca un poco extraño que un carpintero elija por si mismo, en persona, la madera con la que quiere trabajar. Pero en él se juntaban dos cosas. Por una parte era un gran artesano, de eso no había duda. Le conocían en todos los pueblos de la comarca. A menudo había gente que se desplazaba al bosque para verle trabajar, para observar como seleccionaba el árbol adecuado, como miraba la madera con ojos expertos, viendo más allá de lo que ve cualquier mortal en un viejo y retorcido roble o en un estirado y orgulloso abedul. Por otra parte, conocía mejor que nadie aquellos bosques. Cada árbol, ya fuera centenario o nuevo brote, era familiar para él. Era tan común verle recorrer aquellos lares que todos los habituales del bosque, desde el guarda forestal hasta los aficionados a la búsqueda de hongos, pasando por los cazadores o los excursionistas, todos y cada uno de ellos, le saludaban jovialmente al toparse con él. Si bien es cierto que rara vez les prestaba atención: siempre solía estar ocupado con su labor. Pero era parte integral de aquel bosque.
Era un trabajador incansable. Cuando se ponía manos a la obra en la búsqueda del árbol perfecto no cejaba hasta dar con él. Con lluvia, nieve o vientos huracanados, daba igual. Y una vez hecha la selección, ponía en marcha sus herramientas de trabajo, que propagaban por todo el bosque aquel característico sonido, ese rítmico golpeteo interminable. Como estaba a punto de ocurrir en aquel momento. Ya había elegido el árbol adecuado para hoy. Frente a él tenía un enorme pino que se erguía alto y orgulloso en el linde del claro, asomando su puntiaguda copa mucho más allá que sus chaparros vecinos.
Se acomodó en una de las ramas para estudiar la materia prima de cerca. Sin duda había acertado ya desde la distancia: era el árbol adecuado. Se aferró con cuidado al tronco (no conviene caerse de esa altura...) y puso en marcha su pico. Aquel sonido rasgó el susurro de fondo del bosque. Miles de ojos y orejas, de animales y personas, se giraron al instante hacía aquel lugar. Pronto aquel repiqueteo constante llenó el bosque hasta el punto de convertirse en algo tan natural en él como el verde y el marrón. Ese era el bosque del carpintero. Y cuando golpeaba velozmente los troncos de los árboles lo reclamaba para sí. Sus árboles. Su bosque.
El rítmico soniquete se pausó por un momento, mientras atrapaba una pequeña larva con su pico y la tragaba rápidamente. Luego se desperezó, estirando las alas, y retomó su labor. De vuelta a trabajar la madera. Su madera. Como buen carpintero.
Se paró en uno de sus claros favoritos, disfrutando del sol de la mañana mientras reposaba apoyado en un viejo tronco hueco cubierto de musgo. Hoy debía de elegir un árbol nuevo con el que empezar su trabajo. Quizá parezca un poco extraño que un carpintero elija por si mismo, en persona, la madera con la que quiere trabajar. Pero en él se juntaban dos cosas. Por una parte era un gran artesano, de eso no había duda. Le conocían en todos los pueblos de la comarca. A menudo había gente que se desplazaba al bosque para verle trabajar, para observar como seleccionaba el árbol adecuado, como miraba la madera con ojos expertos, viendo más allá de lo que ve cualquier mortal en un viejo y retorcido roble o en un estirado y orgulloso abedul. Por otra parte, conocía mejor que nadie aquellos bosques. Cada árbol, ya fuera centenario o nuevo brote, era familiar para él. Era tan común verle recorrer aquellos lares que todos los habituales del bosque, desde el guarda forestal hasta los aficionados a la búsqueda de hongos, pasando por los cazadores o los excursionistas, todos y cada uno de ellos, le saludaban jovialmente al toparse con él. Si bien es cierto que rara vez les prestaba atención: siempre solía estar ocupado con su labor. Pero era parte integral de aquel bosque.
Era un trabajador incansable. Cuando se ponía manos a la obra en la búsqueda del árbol perfecto no cejaba hasta dar con él. Con lluvia, nieve o vientos huracanados, daba igual. Y una vez hecha la selección, ponía en marcha sus herramientas de trabajo, que propagaban por todo el bosque aquel característico sonido, ese rítmico golpeteo interminable. Como estaba a punto de ocurrir en aquel momento. Ya había elegido el árbol adecuado para hoy. Frente a él tenía un enorme pino que se erguía alto y orgulloso en el linde del claro, asomando su puntiaguda copa mucho más allá que sus chaparros vecinos.
Se acomodó en una de las ramas para estudiar la materia prima de cerca. Sin duda había acertado ya desde la distancia: era el árbol adecuado. Se aferró con cuidado al tronco (no conviene caerse de esa altura...) y puso en marcha su pico. Aquel sonido rasgó el susurro de fondo del bosque. Miles de ojos y orejas, de animales y personas, se giraron al instante hacía aquel lugar. Pronto aquel repiqueteo constante llenó el bosque hasta el punto de convertirse en algo tan natural en él como el verde y el marrón. Ese era el bosque del carpintero. Y cuando golpeaba velozmente los troncos de los árboles lo reclamaba para sí. Sus árboles. Su bosque.
El rítmico soniquete se pausó por un momento, mientras atrapaba una pequeña larva con su pico y la tragaba rápidamente. Luego se desperezó, estirando las alas, y retomó su labor. De vuelta a trabajar la madera. Su madera. Como buen carpintero.
jueves, 15 de diciembre de 2011
¿Diga?
Dejó que sonara un tono, y entonces colgó. Se levantó, nervioso. Se puso a caminar por el pasillo, arriba y abajo. ¿Y ahora qué? Vería su llamada y la devolvería. O no. Quizá debería llamar de nuevo. No. Jo. Mierda. ¿Por qué había colgado?
Volvió a sentarse junto al teléfono, y se quedó mirándolo, nervioso. ¿Y si sonaba ahora? Ahora sonaría, sí. De un momento a otro. O no. Quizá no. Quizá no estaba. Lo mejor sería volver a llamar de nuevo, sí. Y esta vez no colgar, claro.
Cuando alargaba el brazo hacia el teléfono, este sonó. Pegó un pequeño salto en el sofá. ¿Es posible que le estuviera llamando? A ver, era lógico, ¿no? Se mordió el labio, temeroso. Se intentó tranquilizar sin conseguirlo. Y una mano temblorosa descolgó. Silencio. Silencio a ambos lados de la línea. ¿Estaría ahí, al otro lado? ¿Por qué no decía nada? Bueno, él tampoco había dicho nada, claro.
Los segundos pasaban, lentos, como esos segundos que pesan años. ¿Cuanto tiempo llevaba ahí, pegado al auricular? Veía su mano libre tiritar sin remedio sobre su rodilla. Tenía que hablar, decir algo… Lo intentó. Tres veces. La boca se abría, como la del pececillo del acuario que tenía enfrente, pero no salía ningún sonido de su interior. Se sentía idiota, boqueando, mudo. Pensó en colgar, de nuevo. Aunque más que un pensamiento era un especie de reflejo que luchaba por salir de esa situación, de ese bloqueo que le tenía atrapado. Tenía la mente vacía. Se sentía como si estuviera excavando en una enorme caja de arena sin fondo en busca de algo oculto en su interior, y por cada brazada que apartaba, otra se colaba en su lugar.
Una parte de sí le pedía hablar, decir “hola”, decir algo. Otra le pedía colgar. Pero la que ganaba el pulso es la que le hacía mantenerse en ese estado petrificado. ¿Cuánto tiempo llevaba así? ¿Un segundo? ¿Una hora? Fue entonces cuando un “¿estás ahí?” brotó del otro lado del auricular, y el embrujo se rompió. De pronto respiró (¿desde cuando llevaba aguantando la respiración?) y se desató un nudo de emoción atado en tripas. Un ansioso automatismo por fin liberado le hizo hablar y hablar sin parar, casi sin ser consciente de estar haciéndolo. Se lo contó todo, del tirón. Y su mano dejó de temblar.
miércoles, 14 de diciembre de 2011
Sueños de vía estrecha
El soniquete del tren trastabillando sobre las vías. Si le preguntasen por su canción favorita, diría que es esa. Ese runrún que acurruca y mece y vibra a partes iguales. Le encantan los trenes, claro. Sentarse embelesado ante un paisaje que corre veloz frente a él, que se escapa por segundos de su vista en una continua carrera por atrapar el horizonte. Las largas conversaciones que convierten a los desconocidos de compartimento en compañeros de viaje. El pasillo, recorrido con paso torpe de bebé camino del coche restaurante, con todas esas puertas a un lado llenas de deseos por alcanzar un destino común.
Él disfruta de los viajes largos. De aquellos que dan para acabarse el libro y obligan a rebuscar en el equipaje en busca del siguiente. De esos en los que las cabezadas que vence el sueño se convierten en agradables episodios que repiten sensaciones de lejanos paseos en cochecitos de niño ya olvidados. En los que da tiempo a contar tu vida, tus sueños, tus ilusiones, a ese simpático extraño que acabará convirtiéndose en uno de tus mejores amigos. Esos viajes que dan paso a un intercambio de miradas entre dos desconocidos sobre sendos cafés que amenazan con derramarse de las tazas tras el último traqueteo, y que pone la semilla para uno de esos besos de “hasta pronto” que nadie quiere terminar entre dos enamorados en la estación de destino.
Y ahora, mientras tamborilea con sus dedos sobre la mesa al ritmo creciente que imprime la pequeña locomotora del tren que arranca su viaje camino de la siguiente estación, los recuerdos le asaltan. Y sonríe, y se entristece, y niega con la cabeza, y suspira, mientras el tren tartamudea una vez más su característico murmullo, desplazándose cada vez más deprisa bajo la catenaria. “Alguna vez viajaré en un tren a vapor”, se dice siempre en esos momentos melancólicos. El diminuto tren recorre las vías frente a sus ojos, cruza el pequeño puente de madera y atraviesa el corto túnel. Lentamente baja la velocidad del convoy y deja que se detenga en la otra estación, al otro lado de la mesa. “Fin del trayecto”, piensa. Se acabaron los sueños por hoy.
Poco después la habitación queda a oscuras, la maqueta tapada bajo una fina sábana. Los sueños de vía estrecha volverán a salir mañana. Puntuales, como siempre.
martes, 13 de diciembre de 2011
Su rincón
La noche era fría y el viento le despeinaba con ráfagas racheadas. Detuvo su paseo y hundió sus manos en los bolsillos del abrigo, en busca de algo de calor. Contempló la ciudad. Le gustaba subir hasta allí para mirarla. Aquella miríada de lucecitas que marcaban como alfileres de brillante cabeza las calles y carreteras. Los faros de los coches, como diminutos ojos que se abren camino en un lejano murmullo, uno detrás de otro, en interminables filas de hormigas invisibles. Y aquellas ventanas iluminadas, cada una con su propia historia escondida en su interior, llenas de vidas tristes o alegres, de retos y fracasos, de sueños y caricias nocturnas.
De pequeño jugaba ante aquella visión. Cerraba uno de sus ojos y estiraba un índice huesudo. Y, como en los laberintos de los pasatiempos, recorría con él caminos escoltados por luminarias nocturnas de un extremo al otro del horizonte, perdiéndose en calles, recodos y opacos edificios que marcaban callejones sin salida, dejando que luces y semáforos saltaran alegres alrededor de su dedo, como luciérnagas multicolores de fantasía.
Hoy no. Hoy miraba a aquella ciudad que nunca dormía del todo y se preguntaba donde estaría ella ahora. Donde se esconderían sus manos y sus ojos, su cabello y sus labios. En qué silenciosa lectura o en qué desesperante atasco estaría perdida ahora mismo. Qué palabras se formarían en su cabeza y a qué ritmo latiría su corazón. Desde qué ventana miraría hacía allí, hacía donde estaba él, y en qué momento se cruzarían sus miradas, sin saberlo.
Suspiró quedamente, alzó la vista al cielo y sonrío. Luego sacó el teléfono del bolsillo, marcó nueve dígitos y retomó el camino, lentamente. “Hola… Un día de estos quiero enseñarte algo…”, dijo. Y sus palabras, y una carcajada divertida, y el sonido de las hojas secas crujiendo a sus pies, se fueron perdiendo por el asfaltado sendero. De vuelta al ruido, a la luz eléctrica, a la lenta ebullición de la ciudad.
lunes, 12 de diciembre de 2011
Epidermis
Hacía tiempo que la notaba creciendo dentro de ella. Decidió no comentarlo con nadie. Quizá fuera todo un espejismo, una falsa sensación. O quizá no. Quizá estaba realmente haciéndose más y más grande, desplazando lentamente aquella nueva piel desde el interior, hasta presionar bajo la suya, ansiosa por salir a la luz, por tomar contacto con el aire. A veces lo sentía ahí, palpitante, en su interior, queriendo salir, luchando por ello. Pero no quería hacerse ilusiones. Aunque realmente lo sabía. Sí, lo sabía.
Disfrutaba de su pequeño secreto. Se sonreía en silencio cuando paseaba y pensaba en ello. Se descubría reponiéndose de los golpes de la vida pensando en aquel nuevo ser que crecía en su interior. Se imaginaba aquella nueva piel, dura y lista. Fuerte. Equilibrada. Soñaba con esas cualidades, lo había hecho siempre. Y, de alguna forma, guardaba la esperanza de que un día aquella persona que había comenzado a hacerse más y más grande en su interior rasgara su cuerpo y tomara control de su ser; de que aquella parte de sí misma que tanto la enervaba y de la que tanto se lamentaba en lágrimas sorbidas de luz apagada y dolores en el pecho, de pronto se viese transformada, revolucionada y reconstruida. Y que todo lo que quedara de ella, de aquella "ella", fuera una vieja piel casi transparente, inútil y vacía.
Fue algo gradual. Ocurrió tan poco a poco que, hasta que no se paró a reflexionar sobre aquello, no fue consciente del todo. Y para entonces ya había mudado casi toda su piel. Había notado indicios antes, claro. Iba comprobando como su visión sobre las cosas cambiaba. Se dio cuenta de como afrontaba sus retos, de esa energía, esa convicción y esa fuerza que la invadían y la arrastraban como una apisonadora sobre todo los contratiempos que surgían. Se sorprendió contestando más de una vez, expresando su criterio, sus ideas, sus sentimientos, con firmeza y convicción. Y aquellos "no" que siempre se le habrían atragantado ahora se escapaban de sus labios cuando era necesario con un rotundidad y seguridad desconocidas para ella. ¿Era posible que estuviera ocurriendo? Aquella tarde, apoyada en el pretil de su terraza, con la vista perdida más allá de la humeante taza que calentaba sus manos, mientras recapitulaba las últimas semanas de su vida y los cambios que se estaban produciendo de pronto en la misma, fue cuando lo comprendió. Ya estaba ahí, la veía.
Disfrutaba de su pequeño secreto. Se sonreía en silencio cuando paseaba y pensaba en ello. Se descubría reponiéndose de los golpes de la vida pensando en aquel nuevo ser que crecía en su interior. Se imaginaba aquella nueva piel, dura y lista. Fuerte. Equilibrada. Soñaba con esas cualidades, lo había hecho siempre. Y, de alguna forma, guardaba la esperanza de que un día aquella persona que había comenzado a hacerse más y más grande en su interior rasgara su cuerpo y tomara control de su ser; de que aquella parte de sí misma que tanto la enervaba y de la que tanto se lamentaba en lágrimas sorbidas de luz apagada y dolores en el pecho, de pronto se viese transformada, revolucionada y reconstruida. Y que todo lo que quedara de ella, de aquella "ella", fuera una vieja piel casi transparente, inútil y vacía.
Fue algo gradual. Ocurrió tan poco a poco que, hasta que no se paró a reflexionar sobre aquello, no fue consciente del todo. Y para entonces ya había mudado casi toda su piel. Había notado indicios antes, claro. Iba comprobando como su visión sobre las cosas cambiaba. Se dio cuenta de como afrontaba sus retos, de esa energía, esa convicción y esa fuerza que la invadían y la arrastraban como una apisonadora sobre todo los contratiempos que surgían. Se sorprendió contestando más de una vez, expresando su criterio, sus ideas, sus sentimientos, con firmeza y convicción. Y aquellos "no" que siempre se le habrían atragantado ahora se escapaban de sus labios cuando era necesario con un rotundidad y seguridad desconocidas para ella. ¿Era posible que estuviera ocurriendo? Aquella tarde, apoyada en el pretil de su terraza, con la vista perdida más allá de la humeante taza que calentaba sus manos, mientras recapitulaba las últimas semanas de su vida y los cambios que se estaban produciendo de pronto en la misma, fue cuando lo comprendió. Ya estaba ahí, la veía.
Era una nueva piel, plateada, firme, fría. Tenía un tacto acerado y resistente. Parecía irrompible. Impermeable. Inexpugnable. La hacía sentirse protegida y segura. La recorrió con dedos curiosos y sonrisas de nueva realidad. Le gustaba aquello. Le encantaba como estaba cambiando. Lo mejor de todo es el poder que tenía sobre todo aquello. Con un simple chasquido de dedos, con la velocidad de un pensamiento o un ligero cambio en el arco que dibujaban sus labios, su nueva piel mutaba. Cambiaba. Se convertía en una inmediata metamorfosis en una cálida membrana, suave, confortable, acogedora, que invitaba a acurrucarse en ella y a perderse absorbido en su interior. Podía ser dura y concreta, como un puño, o dulce y acolchada, como un lecho de plumas de ganso. A voluntad. Cuando y como quisiera. Siempre.
Con el paso de los días se fue pelando, poco a poco, como si se hubiese pasado con un baño de sol. Tenía que acabar de mudar su piel, pero no tenía prisa. Aun quedaban restos de lo que fue, los veía, los notaba, como parches viejos de piel oscura y moribunda. Pero no importaba. Pronto ya no estarían allí. Pronto sería distinta. Sería ella. Por fin. Ella. Y le costaba no reventar de felicidad al ser consciente de ello.
sábado, 10 de diciembre de 2011
Paseando ideas
A veces saca las ideas a pasear. Las agarra de sus minúsculas manitas y busca acomodo en su paso para que le sigan sin cansarse, pero a buen ritmo. Otras veces aparecen por sorpresa, a mitad del camino. Se esconden, ya sea detrás de la sombra de un tronco oscuro y retorcido en lo más profundo de un sendero o tras el muñequito rojo del semáforo de enfrente de casa, y saltan a traición sobre sus hombros, aferrándose tenazmente a su nueva montura mientras susurran sus nombres en sus oídos.
En contadas ocasiones se esconden. Se refugian en pequeños ventrículos del corazón o en alguna circunvalación del cerebro, silenciosas, miméticas, agarradas con fuerza, con ventosas con succionan y dientes que muerden. Y entonces hay que ir a buscarlas. Suele enfundarse unos guantes de látex y sacar un escalpelo portátil, y entonces, cuando lo tienen todo listo, regula el paso hasta alcanzar una cadencia regular y tranquila, y comienza la operación de extracción.
En algunos casos no es tan quirúrgico. Hay que decirlo: cuando quiere es un poco bestia. Se traga su brazo hasta el codo y revuelve sus órganos con sus propios dedos en busca de esas ideas esquivas. Le da dentera escuchar como uña y hueso rascan retumbando ecos dentro de su cráneo, rasgando cuerdas de sensaciones que propagan notas imposibles a lo largo de la columna vertebral y que cargan por instantes su cuerpo de electricidad estática hasta que un repentino escalofrío sacude sus hombros y la disipa. Y qué me dices de cuando atrapa el corazón entre sus dedos, y lo aprieta sin miramientos, vaciándole de sangre y de pulso por unos instantes, mientras estruja fuera de él alguna de esas ideas esquivas. Se le encoge el alma en esos instantes pensando que quizá, cuando lo suelte, no volverá a latir. Pero siempre lo hace.
Pero de una forma u otra a menudo pasea sus ideas. Las mira con curiosidad, con tranquila ansiedad, con enérgica calma. Las columpia en juegos de palabras que las definen y las entretienen, divertidas. También se pone violento y las apalea más de una vez; pero sin ánimo de herir, más bien con la intención de sacarlas el polvo y airearlas un poco. Y las ve jugar y pelearse entre ellas, en riñas más o menos fingidas, mientras dan vueltas a su alrededor. "Chicas, comportaos...", les dice cuando llegan a molestar a otros viandantes. Y ellas se ruborizan mientras se acusan mutuamente de haber sido quien ha empezado esta vez. Lo peor es cuando se ponen pesadas, cuando es una de esas ideas que da la tabarra sin parar, engreída y soberbia, arrinconando a todas las demás en alguna esquina oscura y lúgubre y acaparando toda la atención para sí. ¡Qué tozudez son capaces de demostrar a veces!
Pero también hay momentos geniales. Como cuando algunas se fusionan en nuevos conceptos nunca imaginados, o aquellas veces en que descubren una nueva cara oculta hasta entonces, secreta y desnuda, que guardaban con celo. Y por supuesto, cuando crecen. Cuando las conoces desde niñas, desde que no eran más que una simple intuición. Y ves cómo se hacen grandes, cómo sin darte cuenta ya se han hecho adultas e independientes. Creo que no miente cuando dice que le da pena que ocurra, que le entristece no poder seguir disfrutando de sus risitas infantiles y de sus locas salidas del tiesto. Pero hay que saber que lo dice con la boca pequeña, y que realmente adora cuando cogen la maleta y se van de casa, cuando salen de él y viajan. Y ven mundo y dejan su huella en universos distintos. Y vuelven de visita de tarde en tarde, con un souvenir bajo el brazo recogido en algún alma extraña. Y saludan desde el quicio de la puerta: "¿hay sitio para una idea más en la hambrienta mesa de esta casa?". Ya saben que sí. Siempre lo hay.
En contadas ocasiones se esconden. Se refugian en pequeños ventrículos del corazón o en alguna circunvalación del cerebro, silenciosas, miméticas, agarradas con fuerza, con ventosas con succionan y dientes que muerden. Y entonces hay que ir a buscarlas. Suele enfundarse unos guantes de látex y sacar un escalpelo portátil, y entonces, cuando lo tienen todo listo, regula el paso hasta alcanzar una cadencia regular y tranquila, y comienza la operación de extracción.
En algunos casos no es tan quirúrgico. Hay que decirlo: cuando quiere es un poco bestia. Se traga su brazo hasta el codo y revuelve sus órganos con sus propios dedos en busca de esas ideas esquivas. Le da dentera escuchar como uña y hueso rascan retumbando ecos dentro de su cráneo, rasgando cuerdas de sensaciones que propagan notas imposibles a lo largo de la columna vertebral y que cargan por instantes su cuerpo de electricidad estática hasta que un repentino escalofrío sacude sus hombros y la disipa. Y qué me dices de cuando atrapa el corazón entre sus dedos, y lo aprieta sin miramientos, vaciándole de sangre y de pulso por unos instantes, mientras estruja fuera de él alguna de esas ideas esquivas. Se le encoge el alma en esos instantes pensando que quizá, cuando lo suelte, no volverá a latir. Pero siempre lo hace.
Pero de una forma u otra a menudo pasea sus ideas. Las mira con curiosidad, con tranquila ansiedad, con enérgica calma. Las columpia en juegos de palabras que las definen y las entretienen, divertidas. También se pone violento y las apalea más de una vez; pero sin ánimo de herir, más bien con la intención de sacarlas el polvo y airearlas un poco. Y las ve jugar y pelearse entre ellas, en riñas más o menos fingidas, mientras dan vueltas a su alrededor. "Chicas, comportaos...", les dice cuando llegan a molestar a otros viandantes. Y ellas se ruborizan mientras se acusan mutuamente de haber sido quien ha empezado esta vez. Lo peor es cuando se ponen pesadas, cuando es una de esas ideas que da la tabarra sin parar, engreída y soberbia, arrinconando a todas las demás en alguna esquina oscura y lúgubre y acaparando toda la atención para sí. ¡Qué tozudez son capaces de demostrar a veces!
Pero también hay momentos geniales. Como cuando algunas se fusionan en nuevos conceptos nunca imaginados, o aquellas veces en que descubren una nueva cara oculta hasta entonces, secreta y desnuda, que guardaban con celo. Y por supuesto, cuando crecen. Cuando las conoces desde niñas, desde que no eran más que una simple intuición. Y ves cómo se hacen grandes, cómo sin darte cuenta ya se han hecho adultas e independientes. Creo que no miente cuando dice que le da pena que ocurra, que le entristece no poder seguir disfrutando de sus risitas infantiles y de sus locas salidas del tiesto. Pero hay que saber que lo dice con la boca pequeña, y que realmente adora cuando cogen la maleta y se van de casa, cuando salen de él y viajan. Y ven mundo y dejan su huella en universos distintos. Y vuelven de visita de tarde en tarde, con un souvenir bajo el brazo recogido en algún alma extraña. Y saludan desde el quicio de la puerta: "¿hay sitio para una idea más en la hambrienta mesa de esta casa?". Ya saben que sí. Siempre lo hay.
martes, 6 de diciembre de 2011
La luz de la noche
No le gustaba la noche. Cuando la luz del sol se escondía, lejos, detrás del horizonte, y la tierra, el mar y el cielo se cubrían con aquella capucha negra de vacío y ausencia, a él le recorría un desagradable escalofrío por la espalda. Odiaba tener que pasarse todas aquellas horas quieto, o bien durmiendo o bien acuclillado en algún rincón cómodo que había escogido antes de que cayera la noche, desde el que poder contemplar el siguiente amanecer. Eran noches aburridas, silenciosas y tétricas. Solo había viento y, alguna vez, lluvia. Por lo demás el mundo dormía serenamente. Ni siquiera las alimañas se atrevían a pulular por aquel laberinto carente de toda luz.
En alguna ocasión, una tormenta le había despertado de madrugada. Y bajo la luz de los relámpagos había podido atisbar los paisajes de un mundo que luchaba por hacerse visible en lo que dura un destello. Y le hizo pensar. ¿No sería bello poder ver el mundo de noche? No quería al sol colgado del cielo todo el tiempo, eso no. El ciclo de día y noche le agradaba, le enseñaba cuando debía de estar activo y cuando relajado, le servía para organizar su tiempo y sus actividades, no era un mal invento. Pero la noche era demasiado oscura. Si no lo fuese tanto… ¿Y si no tuviese por qué serlo?
Y así, una noche en la que el viento era calmo y las olas susurraban contra las rocas no muy lejos de allí, soñó a la luna. Por la mañana le sorprendió verla, colgada del cielo. ¿Qué era aquello? Era como una nube lejana y redonda, exquisitamente redonda, colgada del horizonte. ¿Qué hacía allí? Pronto perdió el interés y cuando volvió a acordarse de ella, cuando el sol ya estaba alto, ya no la pudo encontrar en el firmamento. ¿Habría soñado despierto? No le dio mayor importancia. Pero esa noche…
Esa noche despertó con la respiración acelerada y el sudor frío corriendo por su cuerpo, fruto de un sueño atropellado sobre carreras al borde de precipicios nunca hollados; pero ya empezaba a olvidarlo. Ya se fue. Con el aliento recuperado, se pasó las manos por la cara sudorosa y al entreabrir los abotargados ojos de pronto fue consciente de que era capaz de verlas, de reconocer sus viejas manos callosas ante sus ojos, en plena noche. Levantó la vista hacia el cielo y allí estaba de nuevo aquella forma plateada colgada de la nada, refulgiendo mansamente. No era una nube, ahora lo veía claro. Era… otra cosa. Un regalo. Un sueño hecho realidad.
Miró hacia la pradera y observó a los altos gamos y a los curiosos conejos asomarse a un nuevo cielo nocturno. Aquellos ojos brillaban con una luz nueva, un regalo de aquel hipnótico círculo de ensueño que derramaba su luz suave y discreta sobre todos ellos. Sobre árboles, riscos y campos. Sobre tierra yerma y mar revuelto, sobre nubes bajas y lejanos páramos. Sonrío, alegre. Y pensó que era hermoso. Pero quería más.
Al día siguiente se acercó a las zarzas que había en el desfiladero cerca de allí. Entre los espinos encontró abundante pelo de ciervos y caballos, que se apretaban contra ellos para pasar por aquel paso estrecho. Los recogió con cuidado, como había hecho otras veces, y uniéndolos a un palo firme y duro de avellano fabricó uno de aquellos pinceles con los que gustaba adornar sus cuevas, su cuerpo y sus pieles. Aquella tarde, sobre el mullido catre de hojarasca y paja seca, descansó sesteando abrazado a aquel utensilio hasta bien entrado el anochecer, a la espera del momento de volver a verla.
Cuando surgió del horizonte fue todo un espectáculo. Se quedó embobado mirándola hasta que estuvo bien alta en el cielo. Entonces alargo el brazo con el pincel suavemente agarrado y, cerrando uno de sus ojos para apuntar bien, dejó que se mojara en aquel brillo de plata del que estaba hecha. Vio pequeñas ondas formándose en su superficie a medida que el pelo animal se calaba de brillantina y de luz. Luego, con exquisito mimo y atención, comenzó a pintar diminutos puntos luminosos a lo largo y ancho de todo el cielo.
Durante noches enteras, años, siglos, estuvo repitiendo aquel trabajo minucioso con creciente gozo al comprobar como la noche se convertía en un espectáculo digno de ser contemplado por toda la eternidad. Y por fin, cuando se sintió satisfecho, se echó a dormir en un tranquilo y plácido sueño, bien estirado sobre aquel manto de musgo y hojas secas, con una cara que refleja felicidad y complacencia, bajo aquel cielo nocturno que tanto había deseado, con el que tanto había soñado y que, finalmente, había inventado.
Y aun, a día de hoy, duerme bajo la luz de su luna y sus estrellas. Tiene sobre su pecho cruzado un pincel que brilla con la misma intensidad que un lucero arrancado del cielo. Y en sus labios sigue pintada esa eterna sonrisa argéntea que jamás le abandonará.
lunes, 5 de diciembre de 2011
Da capo. Larghetto.
Se giró lentamente hacía él. “¿Puedes tocarla más… lentamente?”, preguntó con un hilillo de voz. Desde la banqueta del piano un rostro joven y sonriente asintió, y unas manos grandes y ágiles volvieron a tocar la pieza. Da capo. Larghetto.
Volvió la vista al gran ventanal que daba a la plaza. La gente, abrigada hasta las orejas, paseaba y charlaba, alegre y despreocupada, entre vaharadas de vapor, bajo el cielo turquesa, despejado y frío. Las notas fueron filtrándose por aquellas orejas ancianas y caídas que tantas veces habían escuchado esa melodía. Aquella canción olía a juventud, a bailes de salón, a mozos bien plantados haciéndole la corte en los grandes salones de la mansión familiar. Sabía a vino añejo, a largas mesas de cuberterías de plata, a faisanes y cochinillos, a brindis a copa alzada. Le resultaba grato escuchar aquello.
Observaba a los paseantes con la curiosidad tranquila de quien contempla un acuario. Algún abrazo efusivo, unas castañas compartidas, aquél músico tocando el violín frente a su estuche abierto ante el que formaba un arco de curiosos… Vio como una niña, con un largo abrigo color mostaza, perseguía a las palomas a la carrera. Aquellos ojos inmensos y aquella boca abierta en una eterna carcajada le levantó un incómodo hormigueo en la nuca. Se alejó de la ventana y se acercó al bar, donde se sirvió una copa de coñac. Pensó en Claudio, el que era el médico de la familia desde hace tantos años que ya peinaba canas cuando ella era una niña, y en como le había rogado vehementemente que dejara el alcohol. Pero, ¡qué demonios!, era un mujer vieja y marchita, ya había vivido todo lo que había que vivir, de algo había que morir. Se giró para contemplar las manos de Juan tocando el piano, y se maravilló de la elegancia y el talento que había heredado de su hermano, que en gloria esté. Daba gusto escucharle. Aun recordaba cómo de niña bailaba descalza en la sala de música alrededor del piano mientras sus dedos arrancaban aquellas mismas notas del marfil de las teclas. Quiso sacar ese recuerdo de su cabeza. No, no quería pensar en niñas que danzaban. Ahora no.
Se perdió durante unos instantes en el olor a roble y frambuesas y en el brillo dorado del marco del espejo del fondo del salón. “¿Casia, estás bien?”, preguntó el sobrino. Parecía alterado, mirándola preocupado, a medio levantar de aquel taburete. ¿Cuándo había dejado de tocar? No recordaba haberlo dejado de escuchar. De hecho, no era consciente de haber estado escuchándole. Porque… ¿qué? ¿Qué era aquello? Se le nublo su rostro antes sus ojos. Luego todo a su alrededor se tornó blanquecino y de golpe el mundo se tumbo de lado. Frente a ella una copa echa pedazos que sangraba alcohol sobre la mullida alfombra persa. Y los pies de Juan, enfundados en aquellos zapatos negros y brillantes, que corrían acercándose nerviosos. “¡Ayuda!”, se oía en gritos que parecían lejanos. Negros y brillantes zapatos. Como los grandes ojos de aquella niña. Aquella, la de inolvidable sonrisa, la de hace tantos años atrás. Aquella…
domingo, 4 de diciembre de 2011
M.A.D.R.E.
-Pero eso no puede ser, siempre habrá un número más grande, no puede haber un último número…
-Madre dice que sí.
-¿Y qué número es?
-Buf… es tan ridículamente alto que nos sería imposible pronunciarlo. Ni siquiera podríamos mirar todas sus cifras. Tardaríamos un número absurdamente largo de vidas, una tras otra, leyendo un interminable papel lleno de guarismos para llegar al último dígito de él. Pero sí, existe. Madre lo ha encontrado. Es el último número.
-¿Te das cuenta de la tontería que estás diciendo? Tiene que ser un error de programación de Madre. ¡¡No puede haber un último número!! ¡¡Los números son infinitos!! Ese número, sea cual sea, más una unidad, será un número más grande que sí mismo. ¡Es de lógica! ¡No puede ser de otra forma!
-Madre no puede cometer errores, lo sabes. Y si Madre dice que es así…
-¡Pues Madre se equivoca!
-Ya… Entiendo que te cueste aceptarlo, pero sabes que Madre nunca se equivocaría. Tú, mejor que nadie, deberías saberlo.
-Madre no puede fallar, sí, lo sé… Pero a ver, ¡es que es absurdo! Igual estamos interpretando mal lo que dice. No puede ser cierto. Será eso, un problema de interpretación. Sí…
-No, no hay ningún problema de interpretación. Hemos sido extremadamente cuidadosos con las preguntas que le he hemos hecho a Madre. Las hemos reformulado de muchísimas formas para asegurarnos de que la respuesta era la que era. Y es esa, sin duda es esa. Uno de los hilos de procesamiento de Madre ha estado calculando hasta donde llega el infinito desde el mismo momento en que fue puesta en marcha. Y lo ha encontrado.
-Es ridículo…
-Pero es cierto.
-¡Es que no puede serlo! ¿No lo entiendes? ¡No tiene ningún sentido! ¡No es lógico!
-Te empiezas a repetir…
-¡¿Pero cómo puedes estar tan tranquilo?! Esto tira por los suelos milenios de pensamiento racional. Nuestras matemáticas, nuestra física… ¡¡nuestro mundo está basado en axiomas que dan por sentado eso, que siempre habrá un número más grande!! ¡Eso es el infinito! Y ahora me dices que el infinito… ¡es finito! ¡¡Y te quedas tan pancho!!
-A ver, es cuestión de asumirlo. Estábamos equivocados. Punto. Ahora toca pensar en que influye todo esto a nuestro mundo, a nuestra ciencia, a nuestra tecnología… Una vez te das cuenta de que es así y ya está, que no hay vuelta de hoja, pues solo queda ponerse a investigar, para entenderlo, y…
-¡¡Qué me estás contando!! ¡Asumirlo…! ¡¡Me niego a asumirlo!! Es como si te dijeran que…, no sé…, “oye, mira, que estás muerto, ¿vale?, esto que crees estar viviendo, tu vida, no es más que una fantasía de una persona ajena, no eres más que un sueño”. Joder, ¡¡es que hasta eso me costaría menos asumirlo!! ¿Sabes de qué estamos hablando?
-No es para tanto… no te pongas así…
-¿Me dice que no me ponga así? Tócate los…
-A ver, es un número tan absurdamente gigantesco, tan increíblemente enorme, que jamás podríamos concebir un número mayor. Sigue siendo tan inabarcable como lo era antes nuestro “infinito clásico”; de hecho sigue siendo nuestro "infinito clásico", es simplemente que…
-¡¡Pero es que no tiene sentido!! ¿Cómo puede saber Madre que es el último número? ¿Cómo puede saber que no hay nada más grande? ¿Por qué, al sumarle una unidad, por ejemplo, no obtiene un número mayor aun? ¿Se lo habéis preguntado?
-Pues claro, hombre… Dice que es absurdo sumarle nada a algo que ya lo es todo. Que ese algo que le sumas ya está sumado, que ya lo contiene. Ya, ya sé lo que me vas a contar, que las matemáticas son abstracciones y que no puede existir un todo; y que si existiera, a ese todo le podríamos sumar otro todo si nos diese la gana; y que si el último dígito de ese número es un dos, si lo cambiamos por un tres sería un número mayor; pero Madre dice…
-¡¡Madre dice tonterías!!
-Joer, chico. Si Madre lo dice es porque es así. Tú mismo lo dijiste cuando la presentamos. “Madre no se puede equivocar nunca. Por eso la llamamos así, Madre.”
-Pero… joder… esto no tiene sentido… parece una pesadilla…
-Es una barrera más… Un pensamiento prefijado, una creencia, que ha caído. Como tantas otras en el pasado. Como cuando nos dimos cuenta de que el universo no giraba alrededor de la tierra. O cuando topamos con la mecánica cuántica. O cuando encontramos lo que se escondía dentro de aquellas partículas diminutas con las que jugaban los físicos en el siglo XXI…
-No, no es lo mismo. Esto lo cambia todo. ¿No te das cuenta?
-A ver, aquello también lo cambió todo…
-Ya, pero esto es distinto. Nosotros creamos a Madre. La creamos con una física y una ingeniería en la que existen los infinitos. ¡¡Usamos la fórmula de Mannen, por el amor de Díos!! Ya me dirás que sentido tiene todo lo que hicimos, los cálculos, los algoritmos, si no existe el infinito. Madre no debería funcionar si no existiera. Esto es una paradoja en toda regla.
-Pero Madre ha acertado siempre…
-Y el infinito también había “funcionado” siempre. Hasta hoy.
-¿Qué me quieres decir con eso?
-…Nada. No sé. Que me duele horriblemente la cabeza…
sábado, 3 de diciembre de 2011
Putos ciclos
¡¡Deja de llorar, estúpido!! ¿Qué consigues? ¿Lamer lágrimas saladas? ¿Escozor en los ojos? ¿No ganar para pañuelos de papel? ¡Idiota! ¡La vida está ahí fuera, no ha cambiado nada! Y cada segundo que pierdes en lamerte las heridas es un segundo que pierdes en vivirla. Sigues siendo tú, sigues rodeado de la misma gente, de las mismas ilusiones, de los mismos colores, olores y sabores. ¡Vístete y sal a la puta calle! ¡Anda! ¡Corre! Y no pares hasta que te duelen los pies más que el alma y te entren unas ganas locas de gritar que no tienes por qué estar así. Y sonríe. Y vive, ¡coño!
¡¡Deja de sonreír, imbécil!! ¿Te ríes? ¿Qué es lo que tienes? Castillos de naipes, ya te lo digo yo. Un simple soplo de aire y todo a la mierda. Eso que tu llamas vida no son más que sueños efímeros salteados con puñaladas esperando a clavarse en tu costado a cada tropezón. ¿Para qué andar? ¿Para qué seguir adelante? Cabezota engreído… ¿te has creído realmente que puedes escapar del dolor, de que te pisen de nuevo y de nuevo y de nuevo, hasta que no quede nada de ti? ¡Despierta, deja de soñar! No eres nada y nunca lo serás. Párate a pensarlo, anda…
¡¡Qué narices haces ahí parado, so memo!! ¿Crees que el maná caerá del cielo? ¡Hay que currárselo, ostia! ¡Muévete! El mundo no piensa moverse por ti, no te engañes. Levanta los putos pies del suelo y anda, ¡camina! Cada instante que pasas ahí sentado te haces más viejo, amargo e inútil. ¿A qué esperas para buscar, probar, saborear y sentir? ¿A estar tan caduco y oxidado que no sepas aprovecharlo? ¡Deja de pensar, subnormal, y sigue a tu corazón, para variar! Déjate llevar por él. Que al menos esta vivo, joder, no como tú, ¡muermazo! ¿Qué haces ahí parado escuchándome? ¿Es que no te enteras, no me has oído ya? ¡Muévete!
¡¡Estate quieto, bobo!! ¿Dónde crees que vas? ¿Por qué cojones no te paras a pensar en lo que eres, en lo que tienes y en que lugar estás? Tanta prisa, tanta prisa… Las cosas seguirán ahí dentro de un tiempo, ¡no te pongas a correr sin cabeza! Y si para cuando vas a buscarlas ya no están, si no te han sabido esperar, es que no merecía la pena correr por ellas. Y punto. ¡Joder! ¡Todo el santo día corriendo, buf! ¡En todas las putas fotos sales movido! ¿Es que no lo ves? Anda, planta raíces, estira las ramas y deja que te dé algo el sol. Y luego, cuando sepas de donde vienes, entonces ya podrás partir. Recapacita, piensa, siente. Y ríe, si toca. Y llora, si toca.
Y vuelta a empezar…
viernes, 2 de diciembre de 2011
Buenos días
La taza humeaba intensamente entre las manos que la abrazaban para entrar en calor. Las páginas del periódico pasaban despacio, con aquel quejido del papel poniendo banda sonora a la mañana del frío domingo. A un par de metros de ahí, el olor de la piel de naranja al ser cortada saltó entre minúsculas gotas del jugo, luchando por el café por gobernar el ambiente en la cocina. Y mientras el zumo era exprimido en enérgicos apretones, cerca de allí un sorbo demasiado aventurado en el tiempo descubría el ardiente calor del negro líquido en unos labios y una lengua que ahogaron un quedo quejido.
Una risita cruza la estancia, desde la encimera a la mesa, mientras una mano se aprieta contra una boca de labios contraídos y lengua herida, y unos ojos se entrecierran en un gesto de dolor. Un dulce elixir es volcado en un vaso de cristal que pronto viaja, transportado por una mano fría y solícita. “Anda, bebe un poco”, dicen los labios amables mientras acercan el vaso a los labios magullados, y un suave y frío placer anaranjado se lleva el recuerdo de la quemadura. “¿Mejor?”, añade después, mientras posa el vaso medio vació junto a la taza aun humeante. “Todavía noto la lengua dormida”, le contestan, balbuceando. Y una sonrisa, una mirada tierna, y un suave y silencioso beso que se cuelga en el tiempo son compartidos, antes de que de nuevo unos pasos se alejen al otro extremo de la cocina, junto al tostador. Una nueva página del periódico se gira. En la calle aun no se ha levantado la niebla.
jueves, 1 de diciembre de 2011
Negro sobre blanco
Escribió todo aquello en papel. No sé dejo nada. Primero fue un folio. Luego acabaron siendo tres. Los releyó, paciente, asintiendo. Y después los volvió a leer. Los dobló con cuidado y los metió en un sobre en el que escribió aquel nombre en el anverso. Se acercó al recibidor y lo dejó cuidadosamente apoyado contra el espejo. Se puso el abrigo y regresó a la habitación a por la maleta, ya cerrada. Llevándola colgada de la mano, respiró profundamente y cerro los ojos. Al cabo de tres segundos los abrió y se dirigió a dejar la maleta junto a la puerta de casa. Se giró y miró aquel sobre junto al espejo. Luego levantó la vista y contempló su cara congestionada y sus ojos rojos. Se limpió con el dorso de las manos las lágrimas que aún mojaban su rostro. Cogió la maleta con una mano y el pomo de la puerta con la otra. Pero no lo giró. Soltó la maleta y empezó a llorar de nuevo.
Se dirigió lentamente hacia el baño, con las manos cerradas en puños con tanta fuerza que las uñas se le clavaban en la piel y los nudillos sobresalían blancos y rabiosos de ellas. Abrió el grifo y se lavó la cara. Tras unos minutos se secó con una toalla y contempló su reflejo de nuevo. ¿Triste? ¿Enfadada? Decidida, asintió mentalmente como respuesta. Paseó por el pasillo, en silenció. Se paró ante la puerta abierta de cada habitación, observándola durante diez segundos antes de pasar a la siguiente. Finalmente, de nuevo junto a la puerta de la casa, agarró con firmeza la maleta, asió el pomo de la puerta, y esta vez sí, la abrió. Cuando se cerró tras de sí el silencio llenó la casa vacía.
Quince minutos después la puerta se volvió a abrir y entró como una exhalación por ella, con el rostro cubierto de lágrimas otra vez. Entre sollozos, dejó la maleta sobre la cama y regresó a coger el sobre. Lo abrió y lo leyó todo de nuevo, llorando, mientras devoraba las pocas uñas que le quedaban. Después volvió a meter los pliegos en el envoltorio, cogió un fósforo y le prendió fuego a todo en el retrete. La descarga de la cisterna se llevó las cenizas de aquel sobre y aquella carta, mientras de vuelta en la habitación deshacía la maleta y se secaba con las mangas de la blusa más y más lágrimas, que parecían no tener fin aquel día, como parecía no tener fin aquella historia.
miércoles, 30 de noviembre de 2011
Nocturna
Escoge a tientas el camino que lleva al calor de las manos que esperan.
Dibuja en la calma de la noche oscura los rasgos que al tiempo te sueñan.
Extraña el silencio del alma tierna que saborea tu presencia.
Calcula los instantes que el tiempo se empeña en encajar en el camino del deseo.
Exhala suspiros de pieles suaves que escapan a los dedos que las buscan en el secreto de una noche larga y lenta, negra y fría.
Enrolla los latidos de un corazón ansioso con las esterillas de las sonrisas que esperan a ser desplegadas, y ata un cabo fuerte de una soga de miles de besos a los bordes de unos labios que, resecos, reclaman ser mojados; y luego, como en el lejano oeste, lanza el lazo, allá, en lo más impenetrable de la oscura penumbra, donde yacen los ojos que iluminan noches y apagan velas.
Esos ojos que ríen, esos ojos que llaman. Ojos como leyes del tiempo de los sueños. Ojos testigos de palabras que no se dicen, que no se piensan, que solo se transmiten de unos ojos a otros en un lenguaje secreto de brillos y pestañas, de párpados lentos y miradas trémulas.
Susurra un nombre inventado y aprieta el rostro, caliente, contra la almohada.
Saca entradas para un teatro de marionetas, de juegos de manos imposibles, de pasos torpes y abrazos que huelen a leña.
Araña la piel que no tocas, y pasea la mirada por las sombras que hacen de doble de los cuentos inconclusos y los susurros de madrugada.
Piensa en sueños lentos y sueña en lentos pensamientos, en tiempos en los que la vida vuela y a la vez va a cámara lenta.
Cuelga de lo alto del árbol de las ilusiones un sentido adorno de intrincados encajes e infinitos brillos y colores; y míralo mientras se hace de noche, mientras la noche llega y pasa, y mientras el alba florece.
Y descúbrete ante una nueva mañana, tras una noche hecha sueño, y un sueño hecho día.
martes, 29 de noviembre de 2011
El pintor
Ninguno de los seres que aparecía en sus cuadros tenía cara. Cada uno de ellos, ya se tratara de hombre o animal, tenía un rostro plano y vacío en el lugar donde deberían aparecer ojos, hocicos, narices o bocas. Tampoco tenían orejas. Ninguno de ellos podría nunca leer un cuento, reír a carcajadas, escuchar el viento, ladrar a un extraño, oler el espliego o lamer sus heridas. Jamás podrían comunicarse más allá del contacto de sus mudas pieles. Nunca conocerían su aspecto, ni el de los demás; nunca llorarían de dolor; nunca se dejarían arrullar por el sonido de las olas. De hecho nunca podrían respirar. No vivirían.
En sus cuadros, el sol era una inquietante esfera negra que colgaba del cielo, y que bañaba el mundo en sombras. En aquellas puestas del sol que dibujaba, en aquellos cuadros donde costaba encontrar un atisbo de contraste contra la negrura que cubría el lienzo, el astro lamía de oscuridad todo lo que estaba a su alcance, salvándose solo los recovecos de los lugares y objetos que esquivaban las tinieblas de sus rayos, allí donde el color y la luz se intuían vagamente. Pero casi todos de sus paisajes eran nocturnos; lugares donde las estrellas y la luna, lejos del negro manto que las ocultaba durante el día, se empeñaban en teñir un mundo de plata fría, de colores infinitamente grises y de gritos ahogados, a la espera de que el amanecer devorase su tímida luz.
Nunca hubo en sus pinturas planta alguna. Ni hierba meciéndose ante vientos oscuros y salvajes, ni árboles tratando de alcanzar sueños estrellados, ni flores desplegando fragancias que nadie nunca apreciaría. Tampoco pintó nunca ríos, ni mares, ni nubes, ni nieve, ni lluvia. No pinto ropas, ni casas, ni refugio alguno. Solo terrenos inhóspitos, eriales de barro seco y de polvo, montes de tierra dura y áspera, valles de rocas puntiagudas y afiladas. Solo se apreciaba en ellos el viento incesante contra el que luchaban aquellas criaturas sin rostro por mantenerse en pie; aquel viento que lanzaba la fina arena como millones de agujas contra sus pieles pálidas y frías, hiriendo a todos aquellos seres, hombres y bestias, haciéndoles sangrar en infinidad de minúsculos cortes a lo largo de todo su cuerpo.
Le llamaron el pintor del terror, de las pesadillas, del horror, de la muerte. El dibujante de infiernos, del anti mundo. El pincel asesino del color y de la vida. Le llegaron a insultar por crear un arte tan deprimente. Le odiaban por aquello que hacía. Y él contestaba a sus críticas con una amplia sonrisa, cuando no con una carcajada divertida. “Pinto el mundo que veo, nada más que eso”. Y nada menos.
domingo, 27 de noviembre de 2011
Su primer funeral
Esperaba de pies, junto al resto de sus familiares. Nadie se lo había dicho, pero entendía que ese era el lugar que le correspondía. Los presentes iban acercándose a ellos en un lento goteo. Apretones de manos, abrazos, caras largas y palabras de consuelo. "No somos nadie", decían algunos. Se preguntaba que querrían decir con eso. Sus padres, sus tíos... todos tenían el semblante compungido y los ojos rojos. Mamá, apoyada por momentos en los abrazos de Papá, los ocultaba tras unas gafas de sol. Le ponía triste verles así, no le gustaba nada.
Siguió aquel interminable rosario de saludos en aquella aburrida ceremonia. No le sorprendía que nadie hablará con él ni le dedicara ninguno de aquellos gestos de empatía y resignación. Al fin y al cabo era el benjamín, aquel al que casi todo le parecía nuevo y extraño, el que nunca entendía porque eran así las cosas, por qué se empeñaban los adultos en no limitarse simplemente a hacer las cosas que querían y se empeñaban en complicarlo todo. "Cuando seas padre comerás huevos", le gustaba repetirle su padre. Otra de esas frases que sabía que no significaba lo que aparentemente significaba, pero cuyo sentido real se le escapaba. ¿Por qué ese empecinamiento en no hacer las cosas de manera más sencilla?
Tampoco echaba de menos aquellas palabras que los amigos y los familiares susurraban a los oídos de sus padres y que provocaban, en ocasiones, abruptas rupturas de aquellas caras serias en torrentes de lágrimas, emociones desbordadas y abrazos intensos. No sabía que era eso tan terrible que les podían estar diciendo, pero algo no le cuadraba. Aparentemente todo el mundo estaba triste y dolido, eso estaba claro, de hecho se lo estaban contagiando. Pero aunque parecía que todos pretendían consolar a sus padres y, en menor medida, a su hermana, en ocasiones parecía como si les incitaran a llorar de nuevo cada vez que conseguían contener sus lágrimas detrás de una precaria presa. Mejor no recibir esas atenciones, pensó. No quería que le hicieran llorar también a él. Bastante triste era ya todo.
Sin embargo, lo más preocupante era lo de María. Ella no lloraba, ni tampoco hablaba. De hecho miraba con cara ausente a cada persona que se acercaba a su lado para darle un silencioso abrazo o una caricia, o a aquellos que le dedicaban un sonrisa forzada y un besito en la mejilla. Parecía estar en otro sitio, en un sitio interno y privado, en un lugar vacío, en una extraña pesadilla viviente de la que esperaba despertar de un momento a otro. Simplemente se dejaba hacer, escuchando sin atender, dejándose abrazar sin sentir. Muda e impasible, parecía, como él, extraña a toda aquella situación. Pero, también como él, al menos tendría que estar contagiándose de aquella pesada atmósfera de dolor; y en cambio, a pesar de tener que soportar las atenciones de muchas de aquellas personas, seguía insensible y ajena a aquel presente. Necesitó acercarse a su lado y decirla unas palabras. Quiso que reaccionara, que despertara. No la quería ver triste, él no quería que nadie de los que estaban allí sufrieran, para nada; pero mucho menos quería ver a su hermana así, carente de aquella alegría vital, de aquella sonrisa que acudía a su rostro tan fácilmente como el llanto. Verla así, como un cascarón vacío, le dolía especialmente. Así que apoyó una de sus pequeñas manitas huesudas en su hombro y, poniéndose de puntillas, le dijo al oído: "¡Sonríe, tata!".
Lo que pasó después no lo entendió. Su hermana gritó. Primero de sorpresa. Luego de una emoción y alegría extremas. Mamá al oírla cayó de rodillas, llorando; Papá intentaba sujetarla con su abrazo para que no cayera del todo al suelo, al tiempo que rogaba a María que no se inventase esas cosas. Algunos familiares negaban, tristes, y cuchicheaban señalando a su hermana. A sus oídos llegó algún "pobrecita" o "esta niña...", y hasta un "¿lo dirá en serio o...?". Sus tíos Magda y Ángel, los padrinos de María, la abrazaron y se la llevaron lejos de Mamá, que no dejaba de llorar tras escuchar las palabras de su hija. Unas palabras que no dejaba de gritar una y otra vez, sacada de golpe de su anestesia, de su forzado presidio en un autismo sordo y mudo. A él le gustó verla sonreír, contenta. De hecho, parecía hasta demasiado contenta. Estaba casi histérica. Y no solo sonreía, también reía divertida, con una risa nerviosa que, pese a sacar a relucir aquella enorme sonrisa de dientes alternos, sonaba extrañamente artificial. Y al mismo tiempo que reía y se dejaba arrastrar, su mirada desorbitada bailaba de unas caras a otras, aunque la fijaba intensamente cada vez que gritaba, y especialmente sobre Mamá. Al menos había despertado de aquello, pensó. Prefería verla así de alterada a como estaba antes, eso seguro. Decidió que se acercaría a ella para susurrarle más palabras de ánimo. Pero de momento esperaría a que se calmase un poco y que dejara de gritar aquello.
¡Tengo que sonreír! ¡Nacho me ha pedido que sonría! ¡Le he oído! ¡Me ha dicho: "Tata, sonríe"! ¡Me ha hablado el tato! Jajajajaja. ¡¡Me ha hablado el tato!! Me ha dicho que sonría... ¡¡sonreid!! ¡Sonríe, Mamá! ¡¡Sonríe!! ¡¡Me lo ha dicho Nacho!! ¡¡El tato!! Jajajajaja. ¡El tato! Me ha hablado el tato... no sé como, pero me ha hablado el tato. Nacho. Le he oído. Le oigo... ¡¡Te oigo Nacho!! Jajajajajaja.
Siguió aquel interminable rosario de saludos en aquella aburrida ceremonia. No le sorprendía que nadie hablará con él ni le dedicara ninguno de aquellos gestos de empatía y resignación. Al fin y al cabo era el benjamín, aquel al que casi todo le parecía nuevo y extraño, el que nunca entendía porque eran así las cosas, por qué se empeñaban los adultos en no limitarse simplemente a hacer las cosas que querían y se empeñaban en complicarlo todo. "Cuando seas padre comerás huevos", le gustaba repetirle su padre. Otra de esas frases que sabía que no significaba lo que aparentemente significaba, pero cuyo sentido real se le escapaba. ¿Por qué ese empecinamiento en no hacer las cosas de manera más sencilla?
Tampoco echaba de menos aquellas palabras que los amigos y los familiares susurraban a los oídos de sus padres y que provocaban, en ocasiones, abruptas rupturas de aquellas caras serias en torrentes de lágrimas, emociones desbordadas y abrazos intensos. No sabía que era eso tan terrible que les podían estar diciendo, pero algo no le cuadraba. Aparentemente todo el mundo estaba triste y dolido, eso estaba claro, de hecho se lo estaban contagiando. Pero aunque parecía que todos pretendían consolar a sus padres y, en menor medida, a su hermana, en ocasiones parecía como si les incitaran a llorar de nuevo cada vez que conseguían contener sus lágrimas detrás de una precaria presa. Mejor no recibir esas atenciones, pensó. No quería que le hicieran llorar también a él. Bastante triste era ya todo.
Sin embargo, lo más preocupante era lo de María. Ella no lloraba, ni tampoco hablaba. De hecho miraba con cara ausente a cada persona que se acercaba a su lado para darle un silencioso abrazo o una caricia, o a aquellos que le dedicaban un sonrisa forzada y un besito en la mejilla. Parecía estar en otro sitio, en un sitio interno y privado, en un lugar vacío, en una extraña pesadilla viviente de la que esperaba despertar de un momento a otro. Simplemente se dejaba hacer, escuchando sin atender, dejándose abrazar sin sentir. Muda e impasible, parecía, como él, extraña a toda aquella situación. Pero, también como él, al menos tendría que estar contagiándose de aquella pesada atmósfera de dolor; y en cambio, a pesar de tener que soportar las atenciones de muchas de aquellas personas, seguía insensible y ajena a aquel presente. Necesitó acercarse a su lado y decirla unas palabras. Quiso que reaccionara, que despertara. No la quería ver triste, él no quería que nadie de los que estaban allí sufrieran, para nada; pero mucho menos quería ver a su hermana así, carente de aquella alegría vital, de aquella sonrisa que acudía a su rostro tan fácilmente como el llanto. Verla así, como un cascarón vacío, le dolía especialmente. Así que apoyó una de sus pequeñas manitas huesudas en su hombro y, poniéndose de puntillas, le dijo al oído: "¡Sonríe, tata!".
Lo que pasó después no lo entendió. Su hermana gritó. Primero de sorpresa. Luego de una emoción y alegría extremas. Mamá al oírla cayó de rodillas, llorando; Papá intentaba sujetarla con su abrazo para que no cayera del todo al suelo, al tiempo que rogaba a María que no se inventase esas cosas. Algunos familiares negaban, tristes, y cuchicheaban señalando a su hermana. A sus oídos llegó algún "pobrecita" o "esta niña...", y hasta un "¿lo dirá en serio o...?". Sus tíos Magda y Ángel, los padrinos de María, la abrazaron y se la llevaron lejos de Mamá, que no dejaba de llorar tras escuchar las palabras de su hija. Unas palabras que no dejaba de gritar una y otra vez, sacada de golpe de su anestesia, de su forzado presidio en un autismo sordo y mudo. A él le gustó verla sonreír, contenta. De hecho, parecía hasta demasiado contenta. Estaba casi histérica. Y no solo sonreía, también reía divertida, con una risa nerviosa que, pese a sacar a relucir aquella enorme sonrisa de dientes alternos, sonaba extrañamente artificial. Y al mismo tiempo que reía y se dejaba arrastrar, su mirada desorbitada bailaba de unas caras a otras, aunque la fijaba intensamente cada vez que gritaba, y especialmente sobre Mamá. Al menos había despertado de aquello, pensó. Prefería verla así de alterada a como estaba antes, eso seguro. Decidió que se acercaría a ella para susurrarle más palabras de ánimo. Pero de momento esperaría a que se calmase un poco y que dejara de gritar aquello.
¡Tengo que sonreír! ¡Nacho me ha pedido que sonría! ¡Le he oído! ¡Me ha dicho: "Tata, sonríe"! ¡Me ha hablado el tato! Jajajajaja. ¡¡Me ha hablado el tato!! Me ha dicho que sonría... ¡¡sonreid!! ¡Sonríe, Mamá! ¡¡Sonríe!! ¡¡Me lo ha dicho Nacho!! ¡¡El tato!! Jajajajaja. ¡El tato! Me ha hablado el tato... no sé como, pero me ha hablado el tato. Nacho. Le he oído. Le oigo... ¡¡Te oigo Nacho!! Jajajajajaja.
viernes, 25 de noviembre de 2011
En manos del Destino
Esperaba a su Destino. Era irónico que lo necesitara tanto cuando a veces era tan cruel con ella. Pero no podía vivir de otra forma, no tenía voluntad propia. O al menos nunca había querido tenerla. Simplemente se dejaba llevar por aquellas manos irresistibles de aquel ente superior que gobernaba sus días. Sin aquella voluntad que le era ajena, no era nada. Tan solo un cuerpo inánime repantingado en una silla de estilo Windsor, mirando a través de una minúscula ventana que mostraba el mismo paisaje día y noche…
En silencio, recogida en aquella habitación anodina, espero y espero a que el Destino le llamara, a que le diera nombre y oficio, a que la vistiera de cualidades y defectos, a que le dibujara un presente y un futuro por el que pasear sus pequeños piecitos. Sabía que para el Destino era no era más que un juguete, una vida con la que jugar y a la que manipular, una tabula rasa en la que escribir una bella historia, un divertido enredo o un terrible drama. Pero, una vez más, se dejaría llevar. Siempre había sido así y siempre lo sería.
Pronto finalizo su espera. Como hacía a diario, al llegar la tarde Destino entró en aquella estancia, en aquel cuarto que contenía el suyo propio, como si las habitaciones hicieran las veces de juego de muñecas rusas. En esta ocasión su Destino se arrodillo junto a la casita de muñecas, la cogió entre sus dedos, y comenzó a fantasear en voz alta con un nuevo sueño inventado que se convertiría, a medida que lo verbalizaba, en su nueva realidad. En la realidad de aquella pequeña muñeca de trapo que no tenía vida más allá de los juegos de una niña.
Por un breve instante, mientras aquella nueva vida, esa nueva reencarnación, tomaba su cuerpo flácido, una pequeña ventana de duda se abrió en aquella mente de trapo. ¿Acaso podría ser su Destino poco más que una muñeca de trapo para un Destino aun mayor? ¿Quién dijo que un juguete no podría filosofar? Lo hacen, sí, pero muy brevemente. De hecho, para la pequeña muñeca de blanco mandil y rizos dorados, ese extraño pensamiento desapareció de su pequeña cabeza tan rápidamente como había surgido, sin dejar rastro del mismo. Ahora todo lo que la ocupaba, todo su ser, toda su historia pasada, presente y futura, era el ser una profesora que daba la lección de pie sobre la mesita de té de juguete ante aquellos alumnos de peluche, sentados en hileras de tres, que la escuchaban atentos hablar por la boca de la niña Destino. “Cinco por cinco, veinticinco”.
Eso es todo lo que era. Una profesora de trapo que recitaba la tabla del cinco a ositos de felpa con remiendos. Así lo dictaba su Destino hoy.
jueves, 24 de noviembre de 2011
Cazamariposas
Decidió que iría con el cazamariposas a todas partes. No se separaría de él ni un segundo. Necesitaba tenerlo a mano. Ya estaba cansada de que siempre ocurriera lo mismo, de que en el momento más inesperado una mariposa se le cruzara revoloteando alegremente y, para cuando fuera a buscar algo con lo que atraparla, ya hubiera desaparecido.
Le gustaban tanto aquellas mariposas… Surgían de cualquier sitio, como flores arrastradas por un viento caprichoso, gráciles, dejando escapar aquel polvillo mágico de sus alas que embriagaba estancias enteras con su olor. Le encantaba contemplarlas cuando se quedaban con ella largo rato, saltando en el aire por escalones invisibles hasta posarse trémulamente en lo alto de una silla o en el vano de una ventana. Disfrutaba especialmente cuando las veía, a veces a pares, incluso a tríos, apoyadas en el travesaño de la cama al despertarse; o cuando, entre puntada y puntada de aquella interminable bufanda amarilla que tejía para la abuela, se acercaban, curiosas, intentando aterrizar en el extremo romo de las largas agujas.
Pero los momentos más deliciosos eran los más inesperados. Cuando la sorprendían distraída mirando por la ventana, o en la lectura del capítulo más seductor de una novela de intriga, y el cosquilleo de unas patitas minúsculas apoyadas en su hombro o en su antebrazo le arrebataban de lejanos pensamientos y le traían a un suave suspiro presente. Aquello casi era magia, aquel cosquilleo que le recorría la piel y le erizaba los pelos de la nuca hasta hacerla estremecer en un íntimo escalofrío que le invitaba a cerrar los ojos y a sonreír con placidez.
Adoraba a aquellas mariposas de fantasía, a las canciones interminables que susurraban sus diminutas alas de iridiscentes colores, a aquellas sensaciones que le producían, que se calaban hasta los huesos, hasta lo más hondo del corazón, desde donde bombeaban por todo su cuerpo el primer mordisco de un chocolate negro, el beso largamente anhelado, la carcajada desbocada y el sol de una mañana de Abril. Todo eso y mucho más, y todo al mismo tiempo. Amaba sentirse arropada por las delicadas caricias del tiempo que le regalaban a su lado. ¡Y cómo las echaba de menos cuando faltaban! Por eso había decidido no separarse del cazamariposas. Esta vez las cogería a medida que se le presentaran. No quería que se le volvieran a escapar. No podía estar sin ellas. Necesitaba su olor inexistente, sus revoloteos imperceptibles y sus colores transparentes. Necesitaba su tierna presencia, su inconfundible existencia, su certera alegría. Necesitaba aquella sonrisa tonta que le dibujaban en los labios, aquel hormigueo que le instalaban en el ritmo de sus segundos, de aquellos segundos que volaban cuando estaban con ella.
Así que estaba decidida: se las comería, a todas, para que estuvieran siempre en su interior, regalándole aquellas deliciosas sensaciones mientras revoloteaban una y otra vez bien dentro de su pecho. Justo en la boca del estómago.
miércoles, 23 de noviembre de 2011
Scattergories
Le puso la correa alrededor del cuello. Era una pura formalidad, porque luego no tiraría de él mientras paseaban, pero le encantaba ver la pequeña plaquita dorada con el nombre de Toby balancearse a cada paso. Él jugueteo con ella, tal y como siempre hacía cuando se la ponía. Recordaba como en los primeros paseos se la quitaba, la chupaba y la acababa tirando en alguna esquina; pero de un tiempo a esta parte parecía que aceptaba llevarla puesta.
Comprobó que las ruedas estaban bien engrasadas. Había estado lloviendo y no quería que se oxidaran. Luego se puso el abrigo y el gorro, abrió la puerta y salió a la calle empujando el carrito. Recordaba, meses atrás, cuando empezaron a dar aquellos paseos juntos. ¡Cómo les miraban todos! Había hasta exclamaciones de sorpresa. Ahora, de vez en cuando, aún comprobaba como alguna mandíbula se descolgaba y algún que otro índice curioso les apuntaba. A ver, sí, no es muy normal sacar a pasear a tu mascota en un carrito, era consciente de ello. Pero a Toby le venía muy bien salir a la calle, pese a su condición. Disfrutaba mucho, miraba atento en todas las direcciones, y tenía más apetito y estaba de mejor humor desde que realizaban aquellos paseos diarios. Estaba seguro de que los disfrutaba tanto como él. Y la gente del barrio ya se había acostumbrado a verlos pasar. Había quienes saludaban con afecto a Toby, y este, desde luego, les reconocía y saludaba a su manera.
Chispeaba un poco, y las gotas rompían el esquema de ondas que recorría la parte superior de la pecera al avanzar por la calle. Toby se desplazaba de un lado al otro de la misma, como hacía siempre, curioseando los colores y formas que le rodeaban. Metió una mano en el agua y noto como enroscaba un par de sus flexibles tentáculos alrededor de sus dedos y su muñeca, señal de que estaba contento y a gusto. Sonrío. No todo el mundo tenía una relación tan genial con su mascota como la que tenían ellos. Y más tratándose de un pulpo.
Comprobó que las ruedas estaban bien engrasadas. Había estado lloviendo y no quería que se oxidaran. Luego se puso el abrigo y el gorro, abrió la puerta y salió a la calle empujando el carrito. Recordaba, meses atrás, cuando empezaron a dar aquellos paseos juntos. ¡Cómo les miraban todos! Había hasta exclamaciones de sorpresa. Ahora, de vez en cuando, aún comprobaba como alguna mandíbula se descolgaba y algún que otro índice curioso les apuntaba. A ver, sí, no es muy normal sacar a pasear a tu mascota en un carrito, era consciente de ello. Pero a Toby le venía muy bien salir a la calle, pese a su condición. Disfrutaba mucho, miraba atento en todas las direcciones, y tenía más apetito y estaba de mejor humor desde que realizaban aquellos paseos diarios. Estaba seguro de que los disfrutaba tanto como él. Y la gente del barrio ya se había acostumbrado a verlos pasar. Había quienes saludaban con afecto a Toby, y este, desde luego, les reconocía y saludaba a su manera.
Chispeaba un poco, y las gotas rompían el esquema de ondas que recorría la parte superior de la pecera al avanzar por la calle. Toby se desplazaba de un lado al otro de la misma, como hacía siempre, curioseando los colores y formas que le rodeaban. Metió una mano en el agua y noto como enroscaba un par de sus flexibles tentáculos alrededor de sus dedos y su muñeca, señal de que estaba contento y a gusto. Sonrío. No todo el mundo tenía una relación tan genial con su mascota como la que tenían ellos. Y más tratándose de un pulpo.
¿De qué me suena?
Recordaba a toda la gente del pueblo en que nació. No era difícil, no serían más de doscientos habitantes. Fue recorriendo mentalmente calle tras calle, llamando a cada puerta y viendo como salían de cada una de los domicilios hilera tras hilera de personas. Algunos saludaban cordialmente, como viejos amigos de la infancia. Otros apenas hacían un gesto de reconocimiento levantando levemente la cara al cruzar sus miradas con la suya, algo hoscos y despreocupados: aquellos primos lejanos o amigos de compromiso, a los que había podido conocer en algún cumpleaños o fiesta popular, y de los que ni recordaba el nombre. Casa tras casa, cara tras cara, fue recorriendo cada una de las callejuelas hasta cerrar el círculo. No, no era de allí.
Pensó en la media docena de trabajos que había tenido en su vida. En la peluquería del tío José, barriendo el cabello que caía de la cabeza de los clientes. No, desde luego, no era de allí. En la academía donde daba clases. Tuvo muchos alumnos en aquellos tres años, sí, pero... no, imposible, no podía ser de allí. Ni de la notaría donde estuvo de becario. Ni de la asesoría que montó con Iñigo y Carmen. Ni de su primer trabajo de procurador. Ni mucho menos de ahora, que era socio del bufete. No, no y no. Desde luego que no podía ser del trabajo. De ninguno de ellos. Se acordaría. Estaba casi seguro de que se acordaría. Bastante seguro. Bueno, en realidad no lo descartaba... pero no... no. Sabía que no era de allí; algo internamente, privadamente, le decía que no era de allí. Así que lo descartó también.
¿La familia? ¿Los amigos? Quizá de alguna cena, o de alguna fiesta posterior a la misma. Eran muy dados a eso... ¿Sería de allí? Trató de hacer memoria... Amigos de amigos, familia de amigos, amigos de familiares... Uf. No. ¿Algún viaje? No. ¿Del colegio, tal vez? ¿O de la universidad? ¿Del barrio de sus padres? ¿Del suyo? Joder, ¡no! No sabía bien por qué, pero estaba seguro de que no. No era de allí. No. Algo ahí dentro, en el fondo de la garganta, donde se ancla la lengua, le seguía diciendo que no, que estaba errando el tiro una y otra vez, que tendría que apuntar con más tino, que la respuesta la tenía ahí delante de las narices y que no estaba sabiendo verla...
Se rindió. O mejor dicho, estaba a punto de hacerlo. En diez pasos, cinco suyos y cinco de ella, se cruzarían en la acera. Y ella seguiría de largo y él también, y quizá nunca sabría de qué la conocía. A menos que...
"¡Perdona...! Lo siento, perdona. Te va a parecer una tontería pero... ¿te conozco de algo?". Y fue entonces, mientras pronunciaba el "algo", tras esos tres segundos en que ella paró la conversación con la chica que la acompañaba y fijó sus ojos verdes en él, en ese instante en que sus pupilas se inflamaron y su mirada se iluminó con la sonrisa que crecía en sus labios, una sonrisa de reconocimiento, cariño y alegría por el reencuentro; justo en ese momento es cuando supo, sin necesidad de que ella respondiera, de donde la conocía. ¡¡Qué idiota había sido!! ¡Cómo no podía haberse dado cuenta!
"¡¡Elena!!", gritó, al mismo tiempo que el corazón se le aceleraba y notaba como la emoción les embargaba a ambos. Y en lo que dura el latido de un colibrí, unos pies ligeros se pusieron de puntillas, dos pares de brazos atraparon dos cuerpos largamente añorados, y un suave dulce beso unió sus labios de una forma extrañamente natural y automática, pese al tiempo transcurrido. Precisamente como si todo ese tiempo, de pronto, no hubiera corrido para ambos.
Pensó en la media docena de trabajos que había tenido en su vida. En la peluquería del tío José, barriendo el cabello que caía de la cabeza de los clientes. No, desde luego, no era de allí. En la academía donde daba clases. Tuvo muchos alumnos en aquellos tres años, sí, pero... no, imposible, no podía ser de allí. Ni de la notaría donde estuvo de becario. Ni de la asesoría que montó con Iñigo y Carmen. Ni de su primer trabajo de procurador. Ni mucho menos de ahora, que era socio del bufete. No, no y no. Desde luego que no podía ser del trabajo. De ninguno de ellos. Se acordaría. Estaba casi seguro de que se acordaría. Bastante seguro. Bueno, en realidad no lo descartaba... pero no... no. Sabía que no era de allí; algo internamente, privadamente, le decía que no era de allí. Así que lo descartó también.
¿La familia? ¿Los amigos? Quizá de alguna cena, o de alguna fiesta posterior a la misma. Eran muy dados a eso... ¿Sería de allí? Trató de hacer memoria... Amigos de amigos, familia de amigos, amigos de familiares... Uf. No. ¿Algún viaje? No. ¿Del colegio, tal vez? ¿O de la universidad? ¿Del barrio de sus padres? ¿Del suyo? Joder, ¡no! No sabía bien por qué, pero estaba seguro de que no. No era de allí. No. Algo ahí dentro, en el fondo de la garganta, donde se ancla la lengua, le seguía diciendo que no, que estaba errando el tiro una y otra vez, que tendría que apuntar con más tino, que la respuesta la tenía ahí delante de las narices y que no estaba sabiendo verla...
Se rindió. O mejor dicho, estaba a punto de hacerlo. En diez pasos, cinco suyos y cinco de ella, se cruzarían en la acera. Y ella seguiría de largo y él también, y quizá nunca sabría de qué la conocía. A menos que...
"¡Perdona...! Lo siento, perdona. Te va a parecer una tontería pero... ¿te conozco de algo?". Y fue entonces, mientras pronunciaba el "algo", tras esos tres segundos en que ella paró la conversación con la chica que la acompañaba y fijó sus ojos verdes en él, en ese instante en que sus pupilas se inflamaron y su mirada se iluminó con la sonrisa que crecía en sus labios, una sonrisa de reconocimiento, cariño y alegría por el reencuentro; justo en ese momento es cuando supo, sin necesidad de que ella respondiera, de donde la conocía. ¡¡Qué idiota había sido!! ¡Cómo no podía haberse dado cuenta!
"¡¡Elena!!", gritó, al mismo tiempo que el corazón se le aceleraba y notaba como la emoción les embargaba a ambos. Y en lo que dura el latido de un colibrí, unos pies ligeros se pusieron de puntillas, dos pares de brazos atraparon dos cuerpos largamente añorados, y un suave dulce beso unió sus labios de una forma extrañamente natural y automática, pese al tiempo transcurrido. Precisamente como si todo ese tiempo, de pronto, no hubiera corrido para ambos.
martes, 22 de noviembre de 2011
Pelotón: ¡apunten!
Uno nunca espera que algo así le vaya a pasar a él. Pero estas cosas ocurren. Y esta vez no había vuelta atrás. Pensó en todas las circunstancias que le habían traído hasta aquel paredón. Todas aquellas estúpidas decisiones. Todos aquellos tontos errores. Y, sobre todo, pensó en toda aquella mala suerte concentrada, comprimida en aquel instante en que el reloj de la torre daba las doce y el pelotón de fusilamiento formaba. Le temblaban las rodillas, pero no podía permitirse demostrar que tenía miedo. No lloraría. No suplicaría. Aguantaría aquello como un hombre. No cerraría los ojos. No. No lo haría.
El sargento desenfundó su sable y lo levantó en alto. Sus órdenes sonaban lejanas, como procedentes de un sueño. De una pesadilla, más bien. Al grito de "fuego", mientras el acero cortaba el aire, siete dedos tiraron de sendos gatillos. El estruendo de las balas de fogueo se confundió con el de las que atravesaban la piel y los órganos, y seguían su camino aun con la bastante fuerza como para clavarse en la pared del cementerio, donde las nuevas manchas de sangre fresca se confundían con las antiguas.
Se acabó, había terminado todo. Por fin. Aquel había sido con diferencia el peor minuto de su vida. El solo hecho de que pudiera tener que repetirlo en un futuro le nubló por un segundo la vista. Al menos, pensó, había tenido suerte en esta, su primera vez: por el retroceso se había dado cuenta de que su fusil había sido cargado con una salva y no con un proyectil.
El sargento desenfundó su sable y lo levantó en alto. Sus órdenes sonaban lejanas, como procedentes de un sueño. De una pesadilla, más bien. Al grito de "fuego", mientras el acero cortaba el aire, siete dedos tiraron de sendos gatillos. El estruendo de las balas de fogueo se confundió con el de las que atravesaban la piel y los órganos, y seguían su camino aun con la bastante fuerza como para clavarse en la pared del cementerio, donde las nuevas manchas de sangre fresca se confundían con las antiguas.
Se acabó, había terminado todo. Por fin. Aquel había sido con diferencia el peor minuto de su vida. El solo hecho de que pudiera tener que repetirlo en un futuro le nubló por un segundo la vista. Al menos, pensó, había tenido suerte en esta, su primera vez: por el retroceso se había dado cuenta de que su fusil había sido cargado con una salva y no con un proyectil.
domingo, 20 de noviembre de 2011
Más que un juego
Levantó el mapa. Le parecía un poco ridículo todo aquello, no estaba acostumbrada a estas cosas. Hacía muchísimo que no se comportaba así, casi le resultaba algo ajeno a sí misma, pero estaba dispuesta a seguir el juego. Miró como aquellos trazos infantiles dibujaban algunas características reconocibles del entorno: el granero rojo, el viejo molino, el árbol partido, la plantación de maíz... Los colores alegres y el trazado marcado con aquella linea intermitente que llevaba hasta una enorme cruz roja le hicieron sonreír. "Toma, busca el tesoro, malvado pirata", le había dicho la pequeña, tan imaginativa como siempre. Y ahora le tocaba hacerlo, claro. Le había prometido que aquella mañana no trabajaría y que jugarían a lo que ella quisiera. "¡A piratas, a piratas!, ¡a la búsqueda del tesoro!", había gritado excitada la pequeña, mientras saltaba y bailaba divertida a su alrededor. Durante toda la semana había estado aprovechando los escasos momentos que pasaban juntas para contarle como estaba preparando un mapa y un gran tesoro para ella al final del mismo. Y por fin había llegado el domingo y el momento de compartir una mañana juntas. ¿Cuanto hacía que no había podido dedicarle medio día a Celeste? Tanto que ni lo recordaba... Bien, seguiría el trazado lo mejor que supiera. Había visto como la niña espiaba desde detrás del viejo remolque abandonado. Seguro que quería asegurarse de que ella estaba plenamente implicada en el juego. Le daría el gusto, por supuesto. Se lo debía. "Veamos", dijo en voz alta, asegurándose de que sus palabras llegaban a aquellas pequeñas orejas atentas, pero fingiendo hablarse a sí misma, "quizá debo de seguir estas marcas... ahí encontraré el tesoro, al final de las mismas... Debo asegurarme de que no me sigue nadie... y avanzar... mmmm... ¡¡por aquí!!".
Comenzó a andar con grandes zancadas, siguiendo con forzada atención el recorrido del mapa a través de la falsa inocencia que construía el mundo real. ¿No sería hermoso un mundo así? Pintado con ceras y acuarelas, dibujado con trazos nerviosos y apasionados, con lenguas de niño asomadas en bocas concentradas, con manchas del jugo de una manzana escurrido por una barbilla infantil aún magullada por la caída de la última aventura en el desván de la vieja plantación. Un mundo donde la vieja granja del bisabuelo fuera una eterna promesa de juegos y sorpresas, donde cada esquina guardara un nuevo viaje a una fantasía desbordada, donde las risas agudas y divertidas llenaran el aire a todas horas, y donde las noches olieran a cielos estrellados y sueños profundos y reparadores. Por un momento se permitió recordar lo joven que aún era ella; y aquello le trajo a la cabeza lo que habría disfrutado pudiendo no crecer tan rápido por dentro, los juegos de niña que se tuvieron que convertir en preocupaciones de adulta tan pronto. Tan malditamente pronto. Se dio cuenta que ni para eso tenía tiempo últimamente, para lamentarse de los tiempos perdidos por capricho de esa maldita suerte que le estaba negada; tan ocupada estaba sacando su vida y la de Celeste adelante que ni podía permitirse perder un segundo en lamentarse. De todas formas no era el momento; aquel era el tiempo prometido para su hija, así que se esforzaría en dárselo con auténtica calidad. "Soy una pirata que va a recuperar su tesoro, eso es lo que soy", se dijo internamente, mientras se frotaba las manos cómicamente y reía con una profunda carcajada forzada. "¡Ese tesoro será mío! ¡Y pronto! ¡Si el mapa del viejo Jack cara-cortada está en lo cierto, detrás del pozo veré un espantapájaros y unos pasos a su izquierda me toparé con él, ¡por fin!", gritó teatralmente, mientras una risita nerviosa disfrutaba del espectáculo más allá del susurro de unos pequeños pasos ocultos entre los altos tallos del maíz.
Cuando llegó al punto marcado por la amplia aspa roja en el mapa y se encontró con una era vacía y seca se desconcertó un poco. Miró el mapa, por si le podía indicar alguna pista que se le pudiera haber escapado; pero no, ahí no había nada más. En ese campo debería estar el tesoro, pero allí no había más que algunos hierbajos sueltos y tierra seca y dura, en la que tampoco creía que la pequeña hubiera podido excavar para esconder nada. Paseo con atención por aquel terreno, bromeando en voz alta sobre lo cercano que sentía el tesoro del viejo pirata del colmillo de oro, sobre lo pronto que lo encontraría; pero internamente comenzaba a preocuparse por no saber como la pequeña quería que continuase con el juego. ¿Dónde estaba aquel tesoro? ¿Cómo encontrarlo? No quiso mirar el reloj, para que no se perdiera la ilusión del juego, pero se dio cuenta de que las sombras se acortaban y el sol trepaba hasta estar casi vertical sobre sus cabezas. Pronto deberían volver a la vieja casona familiar. No podía alargar aquel juego, no podía retrasar la hora de la comida. Le esperaba mucho trabajo aquella tarde y la fecha de entrega estaba a la vuelta de la esquina. Se le ocurrió un truco con el que solucionar aquello y poner un fin rápido a aquel juego. De pronto se giró, con la rapidez de una serpiente, y fijó su atención en el árbol al que había trepado la pequeña para contemplar la actuación de su madre. "¿Qué es ese ruido? ¿Quién anda ahí? ¿Quién me vigila?... ¡Ah, eres tú, John Long KnifeJohn Long el afamado?", contestó su madre, metida en su papel. "Mmmmm... soyyyyy... mmmmm... ¡¡el narrador!!", gritó con orgullo la niña, al improvisar la respuesta. Tuvo que aguantarse la risa al oír aquella divertida ocurrencia. Unas noches atrás, aquella en la que había conseguido sacar unos minutos para leerle un cuento antes de dormir, habían estado hablando sobre quien era esa figura que escribía las historias que se contaban en los libros y las narraba en tercera persona. No dejaba de fascinarle lo rápido que aprendía y crecida. Y también le asustaba. A ella no le debía de ocurrir lo mismo, se negaba en redondo a que eso pudiera ocurrir; ella debía disfrutar de aquello, debía de ser una niña siempre. Ojalá lo pudiera ser siempre. Se esforzaría, trabajaría todas las horas que fueran necesarias para lograrlo; cargaría sobre sus hombros, en un escudo protector, todos los problemas habidos y por haber, de forma que no amenazaran a aquellos enormes ojos azules tal y como si habían vuelto tristes y sin brillo a los ojos grises de su madre. "Ah, el narrador,... ¡de acuerdo! Y dime, narrador, ¿cómo puedo encontrar ese valioso tesoro? Cómo bien dices he seguido las pistas del antiguo mapa, pero me he encontrado en este erial desprovisto de pruebas y tesoro alguno... Y mi tiempo se acaba: el sol está en lo alto y pronto deberé regresar al barco o mi tripulación se amotinará y partirá sin mí", se sorprendió contestando; ya casi no recordaba de quien había heredado la pequeña esa imaginación desbordante...
Celeste bajó de un ágil salto de la rama y se acercó en silencio y con cara seria hasta su madre, que la miraba entre curiosa y expectante. La niña se arrodilló a su lado y fingió abrir un enorme candado invisible con una inmaterial y gigantesca llave que colgaba del cinturón de su madre. "¡¡CLAC!!", gritó al girar sus manos. Luego abrió un inmenso cofre que solo existía en su imaginación. Del fondo del mismo cogió un pedazo de aire con exquisito cuidado. "Toma, pirata. Aquí esta tu tesoro. Aprovéchalo bien. A mí me encantaría tenerlo más a menudo, pero no tengo la suerte de tener un mapa como el tuyo para poder encontrarlo...", le dijo, tendiéndole unos brazos acabados en unas manos sucias que sujetaban ese preciado bien intangible. Su madre cogió el vacío con un reverencial tacto, sorprendida por aquellas palabras. "Y... mmmm... ¿se puede saber que...? mmmm... ¿qué valioso tesoro es este que tengo entre manos, amable narrador?", preguntó intrigada por la profunda veneración con la que Celeste había tratado ese premio, tan valioso para la pequeña como invisible era para sus ojos adultos. "Es tiempo" dijo la pequeña. "Tiempo con quien tú más quieras, malvado pirata. Yo que tú... Yo que tú elegiría que fuera tiempo con tu mamá. Seguro que tienes muchas ganas de estar con ella, ¿a que sí? La debes de echar mucho de menos, siempre en el mar, tan ocupado, tan lejos de ella...", añadió con voz triste.
No le importó mancharse los pantalones de los domingos al dejarse caer de rodillas en la polvorienta tierra, mientras el más sentido de los abrazos que jamás recordaba haber dado atrapó a la pequeña contra su cuerpo. Y lloró, hasta que el mundo se convirtió en una catarata de dolor y rabia ante sus ojos, al notar como Celeste se aferraba a ella con toda la fuerza de aquellos delgados bracitos, hundiendo sus huesudos dedos en la piel de su espalda. Las dos lloraron, se abrazaron y besaron, en un creciente torbellino de gestos que confesaban un amor tan intenso que dolía hasta partir el alma. Y las dos se hicieron secretas promesas al oído que, a partir de ese día, guiarían sus vidas.
Comenzó a andar con grandes zancadas, siguiendo con forzada atención el recorrido del mapa a través de la falsa inocencia que construía el mundo real. ¿No sería hermoso un mundo así? Pintado con ceras y acuarelas, dibujado con trazos nerviosos y apasionados, con lenguas de niño asomadas en bocas concentradas, con manchas del jugo de una manzana escurrido por una barbilla infantil aún magullada por la caída de la última aventura en el desván de la vieja plantación. Un mundo donde la vieja granja del bisabuelo fuera una eterna promesa de juegos y sorpresas, donde cada esquina guardara un nuevo viaje a una fantasía desbordada, donde las risas agudas y divertidas llenaran el aire a todas horas, y donde las noches olieran a cielos estrellados y sueños profundos y reparadores. Por un momento se permitió recordar lo joven que aún era ella; y aquello le trajo a la cabeza lo que habría disfrutado pudiendo no crecer tan rápido por dentro, los juegos de niña que se tuvieron que convertir en preocupaciones de adulta tan pronto. Tan malditamente pronto. Se dio cuenta que ni para eso tenía tiempo últimamente, para lamentarse de los tiempos perdidos por capricho de esa maldita suerte que le estaba negada; tan ocupada estaba sacando su vida y la de Celeste adelante que ni podía permitirse perder un segundo en lamentarse. De todas formas no era el momento; aquel era el tiempo prometido para su hija, así que se esforzaría en dárselo con auténtica calidad. "Soy una pirata que va a recuperar su tesoro, eso es lo que soy", se dijo internamente, mientras se frotaba las manos cómicamente y reía con una profunda carcajada forzada. "¡Ese tesoro será mío! ¡Y pronto! ¡Si el mapa del viejo Jack cara-cortada está en lo cierto, detrás del pozo veré un espantapájaros y unos pasos a su izquierda me toparé con él, ¡por fin!", gritó teatralmente, mientras una risita nerviosa disfrutaba del espectáculo más allá del susurro de unos pequeños pasos ocultos entre los altos tallos del maíz.
Cuando llegó al punto marcado por la amplia aspa roja en el mapa y se encontró con una era vacía y seca se desconcertó un poco. Miró el mapa, por si le podía indicar alguna pista que se le pudiera haber escapado; pero no, ahí no había nada más. En ese campo debería estar el tesoro, pero allí no había más que algunos hierbajos sueltos y tierra seca y dura, en la que tampoco creía que la pequeña hubiera podido excavar para esconder nada. Paseo con atención por aquel terreno, bromeando en voz alta sobre lo cercano que sentía el tesoro del viejo pirata del colmillo de oro, sobre lo pronto que lo encontraría; pero internamente comenzaba a preocuparse por no saber como la pequeña quería que continuase con el juego. ¿Dónde estaba aquel tesoro? ¿Cómo encontrarlo? No quiso mirar el reloj, para que no se perdiera la ilusión del juego, pero se dio cuenta de que las sombras se acortaban y el sol trepaba hasta estar casi vertical sobre sus cabezas. Pronto deberían volver a la vieja casona familiar. No podía alargar aquel juego, no podía retrasar la hora de la comida. Le esperaba mucho trabajo aquella tarde y la fecha de entrega estaba a la vuelta de la esquina. Se le ocurrió un truco con el que solucionar aquello y poner un fin rápido a aquel juego. De pronto se giró, con la rapidez de una serpiente, y fijó su atención en el árbol al que había trepado la pequeña para contemplar la actuación de su madre. "¿Qué es ese ruido? ¿Quién anda ahí? ¿Quién me vigila?... ¡Ah, eres tú, John Long KnifeJohn Long el afamado?", contestó su madre, metida en su papel. "Mmmmm... soyyyyy... mmmmm... ¡¡el narrador!!", gritó con orgullo la niña, al improvisar la respuesta. Tuvo que aguantarse la risa al oír aquella divertida ocurrencia. Unas noches atrás, aquella en la que había conseguido sacar unos minutos para leerle un cuento antes de dormir, habían estado hablando sobre quien era esa figura que escribía las historias que se contaban en los libros y las narraba en tercera persona. No dejaba de fascinarle lo rápido que aprendía y crecida. Y también le asustaba. A ella no le debía de ocurrir lo mismo, se negaba en redondo a que eso pudiera ocurrir; ella debía disfrutar de aquello, debía de ser una niña siempre. Ojalá lo pudiera ser siempre. Se esforzaría, trabajaría todas las horas que fueran necesarias para lograrlo; cargaría sobre sus hombros, en un escudo protector, todos los problemas habidos y por haber, de forma que no amenazaran a aquellos enormes ojos azules tal y como si habían vuelto tristes y sin brillo a los ojos grises de su madre. "Ah, el narrador,... ¡de acuerdo! Y dime, narrador, ¿cómo puedo encontrar ese valioso tesoro? Cómo bien dices he seguido las pistas del antiguo mapa, pero me he encontrado en este erial desprovisto de pruebas y tesoro alguno... Y mi tiempo se acaba: el sol está en lo alto y pronto deberé regresar al barco o mi tripulación se amotinará y partirá sin mí", se sorprendió contestando; ya casi no recordaba de quien había heredado la pequeña esa imaginación desbordante...
Celeste bajó de un ágil salto de la rama y se acercó en silencio y con cara seria hasta su madre, que la miraba entre curiosa y expectante. La niña se arrodilló a su lado y fingió abrir un enorme candado invisible con una inmaterial y gigantesca llave que colgaba del cinturón de su madre. "¡¡CLAC!!", gritó al girar sus manos. Luego abrió un inmenso cofre que solo existía en su imaginación. Del fondo del mismo cogió un pedazo de aire con exquisito cuidado. "Toma, pirata. Aquí esta tu tesoro. Aprovéchalo bien. A mí me encantaría tenerlo más a menudo, pero no tengo la suerte de tener un mapa como el tuyo para poder encontrarlo...", le dijo, tendiéndole unos brazos acabados en unas manos sucias que sujetaban ese preciado bien intangible. Su madre cogió el vacío con un reverencial tacto, sorprendida por aquellas palabras. "Y... mmmm... ¿se puede saber que...? mmmm... ¿qué valioso tesoro es este que tengo entre manos, amable narrador?", preguntó intrigada por la profunda veneración con la que Celeste había tratado ese premio, tan valioso para la pequeña como invisible era para sus ojos adultos. "Es tiempo" dijo la pequeña. "Tiempo con quien tú más quieras, malvado pirata. Yo que tú... Yo que tú elegiría que fuera tiempo con tu mamá. Seguro que tienes muchas ganas de estar con ella, ¿a que sí? La debes de echar mucho de menos, siempre en el mar, tan ocupado, tan lejos de ella...", añadió con voz triste.
No le importó mancharse los pantalones de los domingos al dejarse caer de rodillas en la polvorienta tierra, mientras el más sentido de los abrazos que jamás recordaba haber dado atrapó a la pequeña contra su cuerpo. Y lloró, hasta que el mundo se convirtió en una catarata de dolor y rabia ante sus ojos, al notar como Celeste se aferraba a ella con toda la fuerza de aquellos delgados bracitos, hundiendo sus huesudos dedos en la piel de su espalda. Las dos lloraron, se abrazaron y besaron, en un creciente torbellino de gestos que confesaban un amor tan intenso que dolía hasta partir el alma. Y las dos se hicieron secretas promesas al oído que, a partir de ese día, guiarían sus vidas.
sábado, 19 de noviembre de 2011
Déjà vu
Se despertó, confuso, abrazado a un peluche vagamente familiar, en una habitación extraña. No sabía como había llegado allí. No recordaba nada. Se sentó en la cama, despacio, apartando lentamente la ropa de cama. Llevaba un pijama azul claro que no había visto nunca. Se frotó los ojos, intentando desperezarse y aclararse la cabeza, pero no conseguía entender las cosas. Se levantó y caminó con cuidado por las penumbras de la habitación, con uno de los brazos extendido delante de él, tendiendo el negro vacío que le precedía, y el otro aferrado a aquel osito de felpa. Pronto se topó con una superficie lisa y firme. Poco después sus dedos se cerraron en torno al pomo de una puerta. La abrió con cautela, intentando no hacer ruido, y avanzó por un pasillo tenuemente iluminado, explorando con curiosidad. Paso ante una puerta entreabierta. Dentro, en la cama, parecía que dos personas dormían abrazadas. Estaba oscuro y no podía ver bien sus caras. Decidió acercarse y ver quienes eran. Entró en silencio y se inclinó levemente sobre uno de aquellos rostros. Era una mujer joven y guapa. Le resultaba vagamente familiar, como una de esas caras que has visto alguna vez pero a la que no sabes colocar en ese momento en el lugar o en las circunstancias que la hacen conocida; y mucho menos recordar su nombre, claro, si es que alguna vez lo has sabido.
De pronto aquellos ojos se abrieron levemente. Luego volvieron a cerrarse. Después parpadearon, nerviosos, como exigiéndose aceptar que lo que veían no era un sueño. "¿Papá?, ¿qué haces levantado?", preguntó con voz dormida. La otra persona, un hombre de barba cerrada y ojos hundidos, también se despertó y le dedicó una mirada lastimosa. "No podemos seguir así, Sonia...", dijo. "Calla, anda, no es el momento", le contestó la mujer. "Ven, Papá, te llevaré a la cama; aún no es de día, hay que descansar", le dijo con una voz cargada de suavidad y de un intenso matiz cariñoso. No entendía porque le llamaba Papá, pero aquella voz tranquila y tierna le hacía sentirse bien, cómodo. Quizá la había escuchado antes. Sí. Probablemente. Decidió dejarse hacer y guiarse por aquella mujer de vuelta a la extraña habitación. Le ayudó a tumbarse de nuevo en la cama y le arropó con cuidado. "Toma, no te olvides del Oso Fred", le dijo, tendiéndole el osito de peluche. ¡Eso era!, ¡el oso Fred, sí! Así se llamaba. Recordaba como se lo había regalado Mamá por su cuarto cumpleaños, adoraba aquel peluche. Lo abrazó y sonrió contento. ¿Cómo no había recordado su nombre hasta ahora? ¿Y por qué le besaba aquella mujer la frente? ¿Quién era? Bueno, al menos parecía una joven agradable y dulce, sí. Le recordaba a Mamá. La deseo buenas noches como respuesta a las suyas.
"Qué descanses, Papá", dijo. ¡Qué graciosa! ¡Le llamaba Papá! Soltó una risita divertida y traviesa, y se enroscó sobre si mismo, atrapando a Fred con fuerza entre sus brazos. Tenía sueño. Lo mejor sería dormirse enseguida. No quería que Mamá se enfadara si por la mañana se despertaba perezoso por no haber dormido en condiciones... Suspiró profundamente y cayó en un mundo de sueños de niño.
De pronto aquellos ojos se abrieron levemente. Luego volvieron a cerrarse. Después parpadearon, nerviosos, como exigiéndose aceptar que lo que veían no era un sueño. "¿Papá?, ¿qué haces levantado?", preguntó con voz dormida. La otra persona, un hombre de barba cerrada y ojos hundidos, también se despertó y le dedicó una mirada lastimosa. "No podemos seguir así, Sonia...", dijo. "Calla, anda, no es el momento", le contestó la mujer. "Ven, Papá, te llevaré a la cama; aún no es de día, hay que descansar", le dijo con una voz cargada de suavidad y de un intenso matiz cariñoso. No entendía porque le llamaba Papá, pero aquella voz tranquila y tierna le hacía sentirse bien, cómodo. Quizá la había escuchado antes. Sí. Probablemente. Decidió dejarse hacer y guiarse por aquella mujer de vuelta a la extraña habitación. Le ayudó a tumbarse de nuevo en la cama y le arropó con cuidado. "Toma, no te olvides del Oso Fred", le dijo, tendiéndole el osito de peluche. ¡Eso era!, ¡el oso Fred, sí! Así se llamaba. Recordaba como se lo había regalado Mamá por su cuarto cumpleaños, adoraba aquel peluche. Lo abrazó y sonrió contento. ¿Cómo no había recordado su nombre hasta ahora? ¿Y por qué le besaba aquella mujer la frente? ¿Quién era? Bueno, al menos parecía una joven agradable y dulce, sí. Le recordaba a Mamá. La deseo buenas noches como respuesta a las suyas.
"Qué descanses, Papá", dijo. ¡Qué graciosa! ¡Le llamaba Papá! Soltó una risita divertida y traviesa, y se enroscó sobre si mismo, atrapando a Fred con fuerza entre sus brazos. Tenía sueño. Lo mejor sería dormirse enseguida. No quería que Mamá se enfadara si por la mañana se despertaba perezoso por no haber dormido en condiciones... Suspiró profundamente y cayó en un mundo de sueños de niño.
viernes, 18 de noviembre de 2011
Sobra uno
Seguro que había contado mal, no podía ser. Dejo el tenedor en el plato, junto a los restos del segundo pedazo de bizcocho, y levantó las manos estirando bien los dedos ante sus ojos. Las miró alternativamente, fijándose con atención en los dedos. Aquello era ridículo. ¿Once dedos? ¡Vamos, por favor! Se rió quedamente. No tenía sentido, ¡qué tontería! Aquellas eran sus manos, sus dedos de siempre. Diez, como los de todo el mundo. O bueno, casi todo el mundo. ¿No había gente que nacía con seis dedos en una mano? Quizá el fuera uno de esos casos entre un millón... ¡¡Pero que tonterías estaba pensando!! ¡Claro qué no era así! ¿De dónde sacaba esa idea de que tenía un dedo de más? Era ridícula. Sin embargo...
Los volvió a contar, en voz baja. "...nueve, diez... ¡y once!", se dio cuenta de que pronunciaba en alto, sorprendido. Del otro lado de la mesa llegaron un par de risitas nerviosas. Les hizo callar chistando con fuerza. Aquello era importante. Curioso e importante. Sobre todo curioso. Esta vez fue él el que soltó una risita divertida, como la de aquel a quien le hacen un truco de magia jugando con sus propias manos. Tenía que entender aquello, seguro que había una explicación. "Veamos...", susurró, y comenzó a doblar el mismo dedo de cada una de las manos, uno cada vez, mirándolas con atención. El pulgar, el índice... se iban escondiendo en un puño, lentamente, hasta que en ambas manos solo quedaba un meñique inhiesto, que también encogió. "Los mismos dedos en ambas manos... cinco y cinco... luego son diez", se dijo mentalmente. Volvió a extender las manos y contó con cuidado. "Cinco en la izquierda, bien...", siguió contando, "...ocho, nueve, diez... no, no puede ser... once...", dijo, mientras tocaba el pulgar de su mano derecha. "Once...", y de nuevo aquella risa nerviosa, coreada desde el fondo de la mesa. "Shhhhht, ¡callad, leches!", dijo, pero en un tono divertido, no enfadado. ¿Por qué no estaba enfadado? No le estaban dejando contar, comprobar si sus dedos eran de pronto uno más o no, pero no podía enfadarse por ello. ¡Todo era tan curioso! ¡Y divertido! Rió de nuevo entre dientes.
Bien, estaba claro que el problema estaba en su mano derecha. En la izquierda había contado cinco dedos, así que la derecha es la que debía de tener un dedo de más. Los contó con cuidado. Seis. "No, espera, ¿has contado el mismo dedo dos veces?", se dijo. Y volvió a contar con más atención aún. "¡Cinco, bien!", exclamó. Más risas divertidas desde el otro lado de la mesa. "¿Os queréis callar?", les dijo riéndose él también, "¿no veis que es algo serio?". Unas disculpas poco convencidas se entrecortaron con algunos estertores de risa. Y de nuevo el silencio, eso estaba bien, eso le ayudaría a concentrarse. ¿Por dónde iba? ¿Eran cinco o seis? Los contó rápidamente de nuevo. Seis dedos... ¿Pero cómo? Los miraba y le parecían sus dedos de toda la vida, no había nada fuera de lugar. Y él siempre había tenido cinco. ¿O no? "¡Joder, sí, claro!", se dijo a sí mismo, "siempre han sido cinco". No entendía nada de aquello.
¿Quizá nació con seis? ¿Sería todo aquello producto del recuerdo atávico de un sexto dedo que le apuntaron de pequeño para no convertirse en un monstruo de feria? Podría ser que se hubiera despertado la conciencia de un miembro fantasma, como le ocurre a quienes les han amputado un brazo o una pierna y sigue sintiendo que está ahí. Buscó cicatrices o marcas en los intersticios de sus dedos, con cuidadosa atención, pero no encontró nada. ¿Si hubiera tenido cinco dedos no debería tener un juego extra también de huesos en su mano? Apretó los dedos de su mano izquierda contra el dorso de su mano mutante, y contó las hileras de huesecillos que la atravesaban. Cinco filas de ellos. ¿Cinco? Espera, ¿había contado también los del pulgar? ¿Cinco incluidos los del pulgar o cinco más los del pulgar? Volvió a contarlos, con más cuidado aun. Seis. "¡Seis!", gritó. Esta vez las carcajadas que siguieron a su exclamación estallaron de forma incontenible desde el otro lado de la mesa, y tuvo que reprimir con esfuerzo las ganas que tenía de unirse a ellas. Levantó la mirada y vio a sus dos amigos doblados sobre sí mismos, riendo a mandíbula batiente. ¡Qué idiotas! Le daba un poco de rabia que se rieran así de él, pero joer, había que reconocer que aquello era raro de narices, normal que se rieran...
Se miró fijamente la mano derecha, bien extendida delante de su cara, con aquellos cinco dedos que tan bien conocía. "Cinco. ¡¡Es qué son cinco!! ¿Por qué digo que son seis?", pensó. Entonces empezó a moverla, primero lentamente, de izquierda a derecha y de nuevo a izquierda. Y poco a poco empezó a verlo. A medida que cogía velocidad el movimiento de su muñeca creía ver aparecer un sexto dedo, borroso, entre los demás. Se quedó hipnotizado mirándolo. Ahí estaba. El sexto dedo...
"¿Qué? ¿Tanto llueve que has tenido que poner el limpiaparabrisas?", dijeron. No pudo aguantar una irrefrenable carcajada al oír aquello. Los tres reían incontroladamente, entre lágrimas y pataleos divertidos, hasta que casi les faltó el aire para respirar. Cuando pudo calmarse un poco y se fijó en ellos, vio en sus caras enrojecidas y llorosas una mirada compartida, cómplice, y un leve toque con el codo mientras le señalaban. "Seis dedos, ¿eh?", decían entre pequeñas risas. Entonces lo entendió todo. Vio en sus platos que a penas sí habían empezado a comer su primera porción de bizcocho, y todo cuadró. "Seréis cabrones... ¿Qué mierda le habéis echado a esto?", pregunto. "Igual se nos fue la mano", dijo uno de ellos. "Más bien se nos fue un dedo", dijo el otro, y de nuevo estallaron en carcajadas.
Los volvió a contar, en voz baja. "...nueve, diez... ¡y once!", se dio cuenta de que pronunciaba en alto, sorprendido. Del otro lado de la mesa llegaron un par de risitas nerviosas. Les hizo callar chistando con fuerza. Aquello era importante. Curioso e importante. Sobre todo curioso. Esta vez fue él el que soltó una risita divertida, como la de aquel a quien le hacen un truco de magia jugando con sus propias manos. Tenía que entender aquello, seguro que había una explicación. "Veamos...", susurró, y comenzó a doblar el mismo dedo de cada una de las manos, uno cada vez, mirándolas con atención. El pulgar, el índice... se iban escondiendo en un puño, lentamente, hasta que en ambas manos solo quedaba un meñique inhiesto, que también encogió. "Los mismos dedos en ambas manos... cinco y cinco... luego son diez", se dijo mentalmente. Volvió a extender las manos y contó con cuidado. "Cinco en la izquierda, bien...", siguió contando, "...ocho, nueve, diez... no, no puede ser... once...", dijo, mientras tocaba el pulgar de su mano derecha. "Once...", y de nuevo aquella risa nerviosa, coreada desde el fondo de la mesa. "Shhhhht, ¡callad, leches!", dijo, pero en un tono divertido, no enfadado. ¿Por qué no estaba enfadado? No le estaban dejando contar, comprobar si sus dedos eran de pronto uno más o no, pero no podía enfadarse por ello. ¡Todo era tan curioso! ¡Y divertido! Rió de nuevo entre dientes.
Bien, estaba claro que el problema estaba en su mano derecha. En la izquierda había contado cinco dedos, así que la derecha es la que debía de tener un dedo de más. Los contó con cuidado. Seis. "No, espera, ¿has contado el mismo dedo dos veces?", se dijo. Y volvió a contar con más atención aún. "¡Cinco, bien!", exclamó. Más risas divertidas desde el otro lado de la mesa. "¿Os queréis callar?", les dijo riéndose él también, "¿no veis que es algo serio?". Unas disculpas poco convencidas se entrecortaron con algunos estertores de risa. Y de nuevo el silencio, eso estaba bien, eso le ayudaría a concentrarse. ¿Por dónde iba? ¿Eran cinco o seis? Los contó rápidamente de nuevo. Seis dedos... ¿Pero cómo? Los miraba y le parecían sus dedos de toda la vida, no había nada fuera de lugar. Y él siempre había tenido cinco. ¿O no? "¡Joder, sí, claro!", se dijo a sí mismo, "siempre han sido cinco". No entendía nada de aquello.
¿Quizá nació con seis? ¿Sería todo aquello producto del recuerdo atávico de un sexto dedo que le apuntaron de pequeño para no convertirse en un monstruo de feria? Podría ser que se hubiera despertado la conciencia de un miembro fantasma, como le ocurre a quienes les han amputado un brazo o una pierna y sigue sintiendo que está ahí. Buscó cicatrices o marcas en los intersticios de sus dedos, con cuidadosa atención, pero no encontró nada. ¿Si hubiera tenido cinco dedos no debería tener un juego extra también de huesos en su mano? Apretó los dedos de su mano izquierda contra el dorso de su mano mutante, y contó las hileras de huesecillos que la atravesaban. Cinco filas de ellos. ¿Cinco? Espera, ¿había contado también los del pulgar? ¿Cinco incluidos los del pulgar o cinco más los del pulgar? Volvió a contarlos, con más cuidado aun. Seis. "¡Seis!", gritó. Esta vez las carcajadas que siguieron a su exclamación estallaron de forma incontenible desde el otro lado de la mesa, y tuvo que reprimir con esfuerzo las ganas que tenía de unirse a ellas. Levantó la mirada y vio a sus dos amigos doblados sobre sí mismos, riendo a mandíbula batiente. ¡Qué idiotas! Le daba un poco de rabia que se rieran así de él, pero joer, había que reconocer que aquello era raro de narices, normal que se rieran...
Se miró fijamente la mano derecha, bien extendida delante de su cara, con aquellos cinco dedos que tan bien conocía. "Cinco. ¡¡Es qué son cinco!! ¿Por qué digo que son seis?", pensó. Entonces empezó a moverla, primero lentamente, de izquierda a derecha y de nuevo a izquierda. Y poco a poco empezó a verlo. A medida que cogía velocidad el movimiento de su muñeca creía ver aparecer un sexto dedo, borroso, entre los demás. Se quedó hipnotizado mirándolo. Ahí estaba. El sexto dedo...
"¿Qué? ¿Tanto llueve que has tenido que poner el limpiaparabrisas?", dijeron. No pudo aguantar una irrefrenable carcajada al oír aquello. Los tres reían incontroladamente, entre lágrimas y pataleos divertidos, hasta que casi les faltó el aire para respirar. Cuando pudo calmarse un poco y se fijó en ellos, vio en sus caras enrojecidas y llorosas una mirada compartida, cómplice, y un leve toque con el codo mientras le señalaban. "Seis dedos, ¿eh?", decían entre pequeñas risas. Entonces lo entendió todo. Vio en sus platos que a penas sí habían empezado a comer su primera porción de bizcocho, y todo cuadró. "Seréis cabrones... ¿Qué mierda le habéis echado a esto?", pregunto. "Igual se nos fue la mano", dijo uno de ellos. "Más bien se nos fue un dedo", dijo el otro, y de nuevo estallaron en carcajadas.
jueves, 17 de noviembre de 2011
Dejarse hacer
No sabía qué sería de ella esta vez. Cada día era una historia nueva. Le gustaba que fuera así, claro, pero a veces le gustaría saber qué era lo que iba a ocurrir antes de que pasara. Sería un detalle que, por primera vez, antes de que ella se acercara y la moldease a voluntad, tuviera la cortesía de decírselo. Pero no se hacía ilusiones. De un momento a otro llegaría y se sentaría enfrente de ella, y entonces comenzaría a mirarla con aquellos ojos curiosos y traviesos, maquinando cómo atacarla, transformarla y utilizarla para convertirla en lo que sea que hubiera podido tramar esta vez. Quizá la destrozaría. Quizá la despedazaría en pequeños fragmentos de sí misma, hasta hacerla del todo irreconocible, y luego la desperdigaría por toda la creación. O quizá la pintase de colores nunca vistos y escribiera en su piel letras y sueños que nadie nunca antes había inventado, con ese gusto exquisito por el detalle que era capaz de tenerla trabajando con intensidad meticulosa y detallado cuidado en uno de aquellos proyectos suyos durante horas y horas.
Aunque lo cierto es que poco importaba lo que hiciera con ella. En realidad le daba igual, siempre y cuando le hiciera algo. Lo que realmente no podía soportar no era el no saber a qué atenerse, sino su desidia y abandono. Cuando, durante días o semanas, sus manos no se posaban sobre ella, se quería morir. No aguantaba aquellos periodos de barbecho, deshaciéndose en el deseo creciente de volver a tenerla a su lado, mirándola con aquellos ojos de pasión ardiendo por el fuego secreto de la inventiva de su indomable creatividad. Lo necesitaba más que el aire, más que la vida. Aunque le hiciera daño. Aunque grabara con tinta en su piel el dolor de la más cruenta de las afrentas. Aunque llorara torrencialmente el más profundo de los dolores hasta ablandar su cuerpo y dejarla convertida en una pasta informe, inútil y repugnante. Aunque la escupiera, le pegara o la quemara. Aunque le partiese el alma con un puño de hierro. La necesitaba.
Cuando la vio acercarse tuvo que reprimir un irrefrenable deseo de estremecerse de principio a fin. Ahí estaba, con aquellos ojos negros que giraban contra el engranaje de una nueva creación, de un nuevo invento, una nuevo ser que nacería hoy desde la punta de sus dedos para hacerse carne en ella. Hoy traía un tintero y una pluma. Casi le entraron ganas de llorar de emoción. Aquellos eran los mejores días. Le encantaba sentir el cosquilleo de la pluma en su piel, a medida que las palabras se iban grabando en ella con aquella cuidada caligrafía gótica. Se dejó llevar por el placer de dejarse dibujar en aquel silencio que solo ocupaba la punta del hueso hueco de ave contra su piel. Saboreó cada una de las palabras, cada uno de los sentimientos, vivencias, anhelos y leyendas que iban cubriendo su blanca piel en aquel cebreado traje de letras. Gozó el silencio largo y pausado tras el punto final, cuando ella la cogió entre sus brazos y la leyó, devorándola con aquella mirada ardiente y penetrante que le hacía crujir el alma en el más intenso de los abrazos. Luego la cogió con cuidado de un extremo, y entonces vio el mechero. Y quiso llorar, pero no pudo. No esperaba que aquel día acabara así, con lo magnífico, con lo genial que había sido todo hasta entonces... Podría haber sido uno de los mejores días, sin duda, de esos que guardaba como pequeños tesoros en el recuerdo del deseo de que se repitieran interminablemente hasta el fin de los tiempos. Pero no, aquello acabaría mal. Con dolor. Con fuego. Con ceniza ardiente que iría cayendo lentamente en aquella vieja papelera de latón.
Y mientras las llamas devoraban su cuerpo y aquella tinta que narraba la más dulce de las melodías, que nadie es capaz de describir con palabras, contempló como sus ojos lloraban de alegría y emoción ante el dolor que le causaba. ¿Por qué? ¿Por qué era capaz de todo lo bueno y de todo lo malo? ¿Por qué se empeñaba en torturarla así? No lo sabía. Seguramente no lo sabría nunca. Pero tampoco quería que lo dejara de hacer. No. No quería que llorara así por ninguna otra. No quería que mirase así a nadie más. No quería que utilizara a nadie para dar forma a sus geniales ideas, fueran cuales fueran, por muy deliciosas o terribles que resultasen.
Mañana se reencarnaría en el siguiente folio de la pila que esperaba en la esquina de aquella mesa de trabajo, en aquel pequeño taller bohemio en que había convertido la vieja sala de revelado de su padre. Y quizá, ojalá, mañana volvería a estar entre sus manos, y volvería a ser la pasta con la que daba vida a su ingenio.
Aunque lo cierto es que poco importaba lo que hiciera con ella. En realidad le daba igual, siempre y cuando le hiciera algo. Lo que realmente no podía soportar no era el no saber a qué atenerse, sino su desidia y abandono. Cuando, durante días o semanas, sus manos no se posaban sobre ella, se quería morir. No aguantaba aquellos periodos de barbecho, deshaciéndose en el deseo creciente de volver a tenerla a su lado, mirándola con aquellos ojos de pasión ardiendo por el fuego secreto de la inventiva de su indomable creatividad. Lo necesitaba más que el aire, más que la vida. Aunque le hiciera daño. Aunque grabara con tinta en su piel el dolor de la más cruenta de las afrentas. Aunque llorara torrencialmente el más profundo de los dolores hasta ablandar su cuerpo y dejarla convertida en una pasta informe, inútil y repugnante. Aunque la escupiera, le pegara o la quemara. Aunque le partiese el alma con un puño de hierro. La necesitaba.
Cuando la vio acercarse tuvo que reprimir un irrefrenable deseo de estremecerse de principio a fin. Ahí estaba, con aquellos ojos negros que giraban contra el engranaje de una nueva creación, de un nuevo invento, una nuevo ser que nacería hoy desde la punta de sus dedos para hacerse carne en ella. Hoy traía un tintero y una pluma. Casi le entraron ganas de llorar de emoción. Aquellos eran los mejores días. Le encantaba sentir el cosquilleo de la pluma en su piel, a medida que las palabras se iban grabando en ella con aquella cuidada caligrafía gótica. Se dejó llevar por el placer de dejarse dibujar en aquel silencio que solo ocupaba la punta del hueso hueco de ave contra su piel. Saboreó cada una de las palabras, cada uno de los sentimientos, vivencias, anhelos y leyendas que iban cubriendo su blanca piel en aquel cebreado traje de letras. Gozó el silencio largo y pausado tras el punto final, cuando ella la cogió entre sus brazos y la leyó, devorándola con aquella mirada ardiente y penetrante que le hacía crujir el alma en el más intenso de los abrazos. Luego la cogió con cuidado de un extremo, y entonces vio el mechero. Y quiso llorar, pero no pudo. No esperaba que aquel día acabara así, con lo magnífico, con lo genial que había sido todo hasta entonces... Podría haber sido uno de los mejores días, sin duda, de esos que guardaba como pequeños tesoros en el recuerdo del deseo de que se repitieran interminablemente hasta el fin de los tiempos. Pero no, aquello acabaría mal. Con dolor. Con fuego. Con ceniza ardiente que iría cayendo lentamente en aquella vieja papelera de latón.
Y mientras las llamas devoraban su cuerpo y aquella tinta que narraba la más dulce de las melodías, que nadie es capaz de describir con palabras, contempló como sus ojos lloraban de alegría y emoción ante el dolor que le causaba. ¿Por qué? ¿Por qué era capaz de todo lo bueno y de todo lo malo? ¿Por qué se empeñaba en torturarla así? No lo sabía. Seguramente no lo sabría nunca. Pero tampoco quería que lo dejara de hacer. No. No quería que llorara así por ninguna otra. No quería que mirase así a nadie más. No quería que utilizara a nadie para dar forma a sus geniales ideas, fueran cuales fueran, por muy deliciosas o terribles que resultasen.
Mañana se reencarnaría en el siguiente folio de la pila que esperaba en la esquina de aquella mesa de trabajo, en aquel pequeño taller bohemio en que había convertido la vieja sala de revelado de su padre. Y quizá, ojalá, mañana volvería a estar entre sus manos, y volvería a ser la pasta con la que daba vida a su ingenio.
martes, 1 de noviembre de 2011
Perdedor
"¡Ja!, ¿he ganado? ¡He ganado! ¡Toma ya! ¡Jajaja! ¡Tomaaaaaaaa!", saltó de la silla y se puso a gritar y brincar y bailar con una sonrisa que no le cabía en la cara, y brazos y piernas que se movían al más puro compás de la alegría desmedida. Él miraba desde el otro lado de la mesa, aún con sus cartas en la mano, con cara de resignación y cierto dolor contenido ante la derrota. La verdad es que parecía que le estuviera escociendo un poco esa celebración tan efusiva por su parte; al menos es lo que ella pensó cuando le apuntó con un dedo acusador: "¡Te he ganado! ¡Ja! ¿Cuantas veces seguidas lo habías hecho tú? ¿Eh? Pues no, ahora la nena ha ganado, he vencido al maestro, ¡ja!, ¡chúpate esa!", y de nuevo el baile de la victoria y los pequeños grititos de júbilo entre carcajadas.
"¿Es para tanto?", pensó él. Realmente le apetecía que ella ganara alguna vez. Ya se empezaba a sentir molesto de no saber como comportarse con sus propias victorias. Si las celebraba, notaba en sus ojos cierta mirada de dolor mal fingido, de mal perder contenido. Y si no las celebraba peor aún, porque entonces ella se llegaba a enfadar e incluso a acusarle de sentirse tan superior como para no saber valorar las victorias. ¿Qué quería? La verdad es que empezaba a resultarle violento jugar con ella, estaba harto de ganar siempre. Su actitud al saberse ganadora le había sorprendido, no esperaba esa explosión de júbilo, esas ganas locas por restregarle su victoria por la cara... Y aunque no era un espectáculo precisamente agradable, se alegraba muchísimo por ella, aun más de lo que habría esperado; pero se cuidaba mucho de dejar que ninguna expresión de la alegría que sentía por dentro se filtrara a su rostro, que aparentaba una perfectamente fingida adustez del mal perdedor por falta de costumbre a ello.
"Vamos, no me mires así, chico... ¡Para una vez que gano! Tengo que celebrarlo, ¿no? ¡Mírale, que ojillos de derrotado tiene! ¿Pica? ¡Jajajaja! ¡Qué te he ganado, chaval! ¡¡Por fin!!", y de nuevo aquel bailoteo espasmódico, dejándose llevar por ese corazón suyo que ahora debía de latir a base de un gran chute de adrenalina, y todo un subidón de endorfinas que le hacía brincar sin parar. Al fin, doblando ligeramente su espalda y apoyando sus manos en las rodillas, calmó su celebración con un largo suspiro que recuperó un ritmo de respiración más habitual. Levantó la mirada hacía él; sus mofletes estaban sonrosados y sus pupilas parecían el negativo de enormes lunas llenas. Le sonrío, inmensamente complacida consigo misma. Luego torció la cabeza, curiosa, y de pronto su sonrisa se convirtió en aquel gesto tierno que tanto le gustaba a él, y aquellos ojos abiertos de par en par se entrecerraron en ese mohín tierno tan adorable.
Cruzó la distancia que les separaba y se sentó en sus rodillas dejando exhalar un largo y suave "¡ooooooh!" por el camino; le rodeó con un brazo y jugo a despeinarle con su otra mano. "No estés tan serio... Ha sido divertido, ¿no? ¿Es que no te alegras por mí? Lo sé..., bueno, no he sido la ganadora más educada del mundo. Tengo que reconocer que no sé ganar, y menos cuando nunca lo había hecho... No he podido aguantarme, perdona. ¿Me perdonas, sí? ¿Una sonrisita? Anda, regálame una sonrisita...". Él estaba desando dejar escapar esa sonrisa a sus labios, claro. Pero no podía dejarla salir demasiado pronto o ella no habría disfrutado tan plenamente de su victoria. La conocía demasiado bien como para no saber eso. Ahora, por fin, se dio el lujo de dejarla salir, tímidamente al principio, mientras sus ojos se clavaban en los suyos a menos de un palmo de su rostro. "Así me gusta, guapo", dijo, antes de darle un lento, suave y sentido beso en los labios.
"¿Sabes qué?", alzó la voz divertida mientras se ponía de nuevo en pie, de un salto, llena de arrolladora energía. "¡Salgamos a celebrarlo! Vámonos a... no sé... a cenar... a tomar unas copas... o... ¡a bailar! ¡Vámonos a bailar! ¡Ven, corre, vistámonos!", y agarrándole de una mano le hizo levantarse bruscamente, tirando de él con inusitada fuerza. "¡Deja eso!", le hizo soltar de un manotazo las cartas de aquella última jugada, que aún escondía en su mano, antes de arrastrarle hacía el pasillo. Y entonces se detuvo en seco en su carrera apresurada, haciendo que se tropezara con ella al dejarse llevar por la inercia. Él trago saliva, y por un momento tuvo miedo: ¿se había dado cuenta de todo? Pero por suerte parecía que no, de hecho ahora sonreía más aun si cabe. "Mmmmm... mejor aun... celebrémoslo de otra forma... ¡¡jugando!! ¿Te apetece jugar a un juego en el que ganemos los dos?, jijiji", y dando un pequeño saltito cruzó el umbral de la puerta, antes de girarse de cara a él e indicarle con los dedos y una mirada divertida y juguetona que la siguiera, mientras se dirigía andando de espaldas hacia la habitación. Él la siguió encantado, por supuesto, pero en el último instante lanzó una mirada hacía la mesa, y sonrío aliviado. Aquella última baza que le había entrado, aquella mano final en la que había sido derrotado, aquellas cartas que le había escondido dándole la victoria al hacerla entender que su jugada era mejor... habían caído boca abajo sobre el tapete. Ella no había podido verlas. Mejor así: no le habría gustado saber que le había dejado ganar.
"¿Vienes o qué? ¿Es que voy a tener que ir a buscarte, perdedor?" No, no haría falta. Echó a correr hacía la habitación y ella le recibió con un pequeño gritito divertido y una carcajada nerviosa.
"¿Es para tanto?", pensó él. Realmente le apetecía que ella ganara alguna vez. Ya se empezaba a sentir molesto de no saber como comportarse con sus propias victorias. Si las celebraba, notaba en sus ojos cierta mirada de dolor mal fingido, de mal perder contenido. Y si no las celebraba peor aún, porque entonces ella se llegaba a enfadar e incluso a acusarle de sentirse tan superior como para no saber valorar las victorias. ¿Qué quería? La verdad es que empezaba a resultarle violento jugar con ella, estaba harto de ganar siempre. Su actitud al saberse ganadora le había sorprendido, no esperaba esa explosión de júbilo, esas ganas locas por restregarle su victoria por la cara... Y aunque no era un espectáculo precisamente agradable, se alegraba muchísimo por ella, aun más de lo que habría esperado; pero se cuidaba mucho de dejar que ninguna expresión de la alegría que sentía por dentro se filtrara a su rostro, que aparentaba una perfectamente fingida adustez del mal perdedor por falta de costumbre a ello.
"Vamos, no me mires así, chico... ¡Para una vez que gano! Tengo que celebrarlo, ¿no? ¡Mírale, que ojillos de derrotado tiene! ¿Pica? ¡Jajajaja! ¡Qué te he ganado, chaval! ¡¡Por fin!!", y de nuevo aquel bailoteo espasmódico, dejándose llevar por ese corazón suyo que ahora debía de latir a base de un gran chute de adrenalina, y todo un subidón de endorfinas que le hacía brincar sin parar. Al fin, doblando ligeramente su espalda y apoyando sus manos en las rodillas, calmó su celebración con un largo suspiro que recuperó un ritmo de respiración más habitual. Levantó la mirada hacía él; sus mofletes estaban sonrosados y sus pupilas parecían el negativo de enormes lunas llenas. Le sonrío, inmensamente complacida consigo misma. Luego torció la cabeza, curiosa, y de pronto su sonrisa se convirtió en aquel gesto tierno que tanto le gustaba a él, y aquellos ojos abiertos de par en par se entrecerraron en ese mohín tierno tan adorable.
Cruzó la distancia que les separaba y se sentó en sus rodillas dejando exhalar un largo y suave "¡ooooooh!" por el camino; le rodeó con un brazo y jugo a despeinarle con su otra mano. "No estés tan serio... Ha sido divertido, ¿no? ¿Es que no te alegras por mí? Lo sé..., bueno, no he sido la ganadora más educada del mundo. Tengo que reconocer que no sé ganar, y menos cuando nunca lo había hecho... No he podido aguantarme, perdona. ¿Me perdonas, sí? ¿Una sonrisita? Anda, regálame una sonrisita...". Él estaba desando dejar escapar esa sonrisa a sus labios, claro. Pero no podía dejarla salir demasiado pronto o ella no habría disfrutado tan plenamente de su victoria. La conocía demasiado bien como para no saber eso. Ahora, por fin, se dio el lujo de dejarla salir, tímidamente al principio, mientras sus ojos se clavaban en los suyos a menos de un palmo de su rostro. "Así me gusta, guapo", dijo, antes de darle un lento, suave y sentido beso en los labios.
"¿Sabes qué?", alzó la voz divertida mientras se ponía de nuevo en pie, de un salto, llena de arrolladora energía. "¡Salgamos a celebrarlo! Vámonos a... no sé... a cenar... a tomar unas copas... o... ¡a bailar! ¡Vámonos a bailar! ¡Ven, corre, vistámonos!", y agarrándole de una mano le hizo levantarse bruscamente, tirando de él con inusitada fuerza. "¡Deja eso!", le hizo soltar de un manotazo las cartas de aquella última jugada, que aún escondía en su mano, antes de arrastrarle hacía el pasillo. Y entonces se detuvo en seco en su carrera apresurada, haciendo que se tropezara con ella al dejarse llevar por la inercia. Él trago saliva, y por un momento tuvo miedo: ¿se había dado cuenta de todo? Pero por suerte parecía que no, de hecho ahora sonreía más aun si cabe. "Mmmmm... mejor aun... celebrémoslo de otra forma... ¡¡jugando!! ¿Te apetece jugar a un juego en el que ganemos los dos?, jijiji", y dando un pequeño saltito cruzó el umbral de la puerta, antes de girarse de cara a él e indicarle con los dedos y una mirada divertida y juguetona que la siguiera, mientras se dirigía andando de espaldas hacia la habitación. Él la siguió encantado, por supuesto, pero en el último instante lanzó una mirada hacía la mesa, y sonrío aliviado. Aquella última baza que le había entrado, aquella mano final en la que había sido derrotado, aquellas cartas que le había escondido dándole la victoria al hacerla entender que su jugada era mejor... habían caído boca abajo sobre el tapete. Ella no había podido verlas. Mejor así: no le habría gustado saber que le había dejado ganar.
"¿Vienes o qué? ¿Es que voy a tener que ir a buscarte, perdedor?" No, no haría falta. Echó a correr hacía la habitación y ella le recibió con un pequeño gritito divertido y una carcajada nerviosa.
domingo, 30 de octubre de 2011
Me apetece sonreír
Un parsimonioso sorbo de un espumoso café con leche. Un nocturno paseo con la única guía de estrellas y luna de verano. Una rápida carrera bajo las gotas de un chaparrón inesperado, del resguardo del alero de un edificio al de enfrente. Risas de niños, entrecortadas por jadeos y gritos de interminables juegos de persecuciones por el parque. Un copo de nieve que cae sobre la palma de la mano y se deshace en agua por momentos. El olor del pan recién tostado al crujir quejoso en el primer mordisco de la mañana. Una mano, mimosa, que entrecruza lentamente los dedos con los de la tuya. Silbar una canción animosa y notar que alegra el alma. Reír hasta que duela la mandíbula, hasta que las lágrimas corran a colarse en una boca desencajada de disfrute. Suspirar suavemente en esa mañana sin despertador bajo el peso de la ropa de cama que hornea a fuego lento ensoñaciones perezosas. Notar el viento en la cara mientras peina con fuerza el cabello y trae olores de hierbas silvestres, o de salitre, o del humo de esa hoguera que canta canciones al son de una guitarra. Rasgar el cielo con la mirada, serpenteando los ojos al mismo ritmo que el fugaz relámpago de esa tormenta que trae olor a pueblo y recuerdos; esperar que la voz del bajo que siempre le acompaña lo inunde todo con su ronquido hasta hacer que tus hombros se agiten en un repentino escalofrío. Saborear el silencio de la página que se torna de ese libro que no puedes dejar de leer, y fascinarte al descubrir un nuevo giro del argumento. Sembrar una sonrisa en unos ojos que te miran, brillantes y francos. Y tantas, tantas, tantísimas cosas más...
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